Leí el resto de la carta pasando por encima la jerga legal en busca del nombre del demandante. Cuando lo encontré, se me cayó el alma a los pies. No me lo podía creer. No, en realidad sí que me lo creía. Y me maldije por no haberlo previsto.
¿Les he mencionado cómo murió mi madre? El año pasado, un grupo pequeño de humanos se enteró de la existencia del mundo sobrenatural y quiso aprovechar nuestros poderes, así que secuestraron a unos cuantos poderosos sobrenaturales. Uno de ellos era Eve, la madre de Savannah. Savannah tuvo la mala suerte de estar en su casa y no en el colegio ese día, de modo que también se la llevaron.
Sin embargo, muy pronto Eve demostró ser mucho más peligrosa de lo que sus secuestradores esperaban, así que la mataron. Para sustituirla, se fijaron en mi madre, la líder de más edad del Aquelarre. Se la llevaron, junto con Elena Michaels, una mujer lobo. Allí conocieron a otra secuestrada, una semidemonio que más tarde mataría a mi madre y le echaría la culpa a Savannah como parte de un complicado plan para hacerse con el control de Savannah y, de ese modo, dominar a una bruja neófita joven, maleable y extremadamente poderosa.
¿El nombre de esa semidemonio? Leah O'Donnell. El mismo nombre que ahora me miraba desde el recurso de custodia.
Seguridad en casa
Leha era una semidemonio telequinética del más alto rango. Un semidemonio es el hijo o hija de un demonio y un humano. Los semidemonios siempre tienen aspecto humano y un gran parecido con su madre. Lo que heredan de su padre depende de qué clase de demonio sea él. En el caso de Leah, ese poder era la telequinesia. Eso significa que podía mover cosas con el poder de su mente. Pero no os imaginéis cosas como doblar cucharas, más propias de un espectáculo de magia. Pensad más bien en arrojar un escritorio de acero contra una pared; literalmente, arrojarlo dentro de una pared, con tanta fuerza que se quede incrustado en el yeso y destruya todo lo que encuentre a su paso.
Por este motivo es lógico que mi primera reacción al leer aquella carta fuera correr a tomar la mayor cantidad de medidas de seguridad para mi casa. Después de cerrar las puertas con llave y de bajar las persianas, tomé otras medidas menos convencionales. En cada puerta lancé un hechizo de cerrojo que las mantendría cerradas incluso si los pestillos fallaban. Después utilicé hechizos perimetrales en todas las puertas y ventanas. Los hechizos perimetrales son algo así como un sistema sobrenatural de seguridad: con ellos, nadie podría entrar en la casa sin que yo me enterara.
Todos estos hechizos habían recibido la aprobación del Aquelarre, aunque hace algunos meses una bruja consideró que era su deber señalar que un hechizo de cerrojo podía ser utilizado para el mal, si alguna vez se nos ocurría encerrar a alguien dentro de un cuarto en lugar de mantener a la gente fuera. ¿Podéis creer que el Aquelarre convocó una reunión especial de las Hermanas Mayores para discutir este asunto? Peor aún, las Hermanas Mayores quisieron prohibir el hechizo de segundo nivel, dejándonos sólo el de primer nivel, que era posible anular con el simple recurso de hacer girar con tuerza el pomo de la puerta en cuestión. Por fortuna, mi voto tenía un peso adicional, así que la moción fracasó.
Savannah entró justo cuando yo estaba lanzando el hechizo perimetral dentro de la chimenea que jamás usábamos.
– ¿A quién intentas mantener fuera de aquí? -preguntó-. ¿A Papá Noel?
– Esta carta… es de Leah.
Parpadeó, sorprendida pero no preocupada. La envidié por ello.
– Está bien -dijo-. Es algo que esperábamos. Estamos listas para hacerle frente, ¿no es así?
– Por supuesto. – ¿Era mi imaginación o lo había dicho con voz temblorosa? Me ordené inspirar, expirar, inspirar, expirar… Ahora debía repetirlo una vez más y con confianza. -Absolutamente. -Sí, ahora sonaba más firme, casi como un gatito acorralado y con tres patas rotas. Me puse a lanzar hechizos perimetrales en las ventanas del comedor.
– ¿Qué contenía la carta? -Preguntó Savannah-. ¿Amenazas?
Dudé. No sé mentir. Bueno, sí sé, pero lo hago muy mal. Mis mentiras son tan obvias que no me extrañaría nada que me creciera la nariz.
– Bueno, lo que Leah quiere… es tener tu custodia.
– ¿Y?
– No hay ningún y. Quiere tener tu custodia legal.
– Sí, y yo quiero un teléfono móvil. Es una bruja. Díselo de mi parte. Y también dile que se vaya a la…
– Savannah.
– Tú me diste permiso para decir «bruja». No puedes culparme por pasarme un poco de la raya. -Se metió una Oreo en la boca.
– La secuencia correcta es: masticar, tragar, hablar.
Puso los ojos en blanco y tragó.
– Sabes lo que quiero decir. «Brujaesclava» no es precisamente lo que yo deseo ser de mayor. Dile que a mí no me interesa lo que vende.
– Eso no está mal, pero podría hacer falta algo más para hacerla cambiar de idea.
– Y tú puedes arreglarlo, ¿verdad que sí? Lo has hecho antes, así que vuelve a hacerlo ahora.
Debería haberle explicado que lo conseguí con mucha ayuda, pero mi ego se resistió a esa aclaración. Si Savannah pensaba que yo había desempeñado un papel significativo en derrotar a Leah la última vez, no había ninguna necesidad de abrirle los ojos ahora. Necesitaba sentirse segura. De modo que, en aras de fortalecer esa seguridad, volví a mis hechizos perimetrales.
– Me ocuparé de las ventanas de mi dormitorio -dijo.
Asentí, sabiendo que yo volvería a hacerlo cuando no me viera. No porque Savannah careciera de eficiencia en lanzar hechizos de segundo nivel. Aunque detestaba tener que admitirlo, ya me había superado en todos los niveles de la magia del Aquelarre. Me limitaba a reforzar sus hechizos porque así me sentía más tranquila. De lo contrario me preocuparía que se hubiera olvidado de una ventana o que el encantamiento hubiera sido demasiado apresurado o algo por el estilo. Esto no me pasaba sólo con Savannah; haría lo mismo con cualquier otra bruja. Me sentiría mejor sabiendo que lo había hecho yo.
A las siete, Savannah se encontraba ya en su habitación, lo cual podría haberme preocupado, pero ella solía desaparecer después de la cena casi todas las noches -antes de que yo tuviera tiempo de pedirle que me ayudara a quitar la mesa- y se pasaba las siguientes horas en su cuarto haciendo sus tareas escolares, que alguna vez incluían llamadas de noventa minutos a sus compañeros de estudios. Tareas de grupo en casa… ¿Qué podía decir yo?
Cuando supe que Savannah estaba en su dormitorio, volví a centrar mi atención en la carta. Exigía mi presencia en una reunión que se llevaría a cabo a la mañana siguiente a las diez. Hasta entonces, no podía hacer otra cosa que no fuera esperar. Detestaba eso. A las siete y media decidí que tenía que hacer algo, cualquier cosa.
Al menos tenía una pista. La carta era de un abogado llamado Cubrid Sandford, que trabajaba en Jacobs, Sandford y Schwab, en los Ángeles. Extraño. Muy extraño, ahora que lo pensaba. Tener un abogado en Los Ángeles sería lógico para alguien que viviera en California, pero Leah era de Wisconsin.
Yo sabía que Leah no se había mudado; había hecho averiguaciones discretas dos veces por semana en su destacamento. Con «destacamento» me refiero a su comisaría. No, no estaba presa… aunque había motivos para ello. Leah era ayudante del sheriff. ¿La ayudaría eso en su recurso de custodia…? No tenía sentido preocuparme por ese detalle hasta saber más.
» De nuevo me centré en el abogado de Los Ángeles. ¿Podría tratarse de una estratagema? Quizá este caso no era en realidad un caso legal. Tal vez Leah había inventado la existencia de ese abogado con el recurso de situarlo en una ciudad enorme y lo más lejos posible de Massachussets, y dio por sentado que yo no lo investigaría.
En el membrete figuraba un número de teléfono, llamé al 411 para verificarlo. Me dieron otra dirección y teléfono para Jacobs, Sandford y Schwab. Llamé al bufete, puesto que en la Costa Oeste eran apenas las cuatro y media. Cuando pedí hablar con Gabriel Sandford, su secretaria me informó de que se encontraba ausente de la ciudad en viaje de negocios.