– No estamos tratando de ocultarte nada, Paige. Tienes que dejar de acusarnos…
– No te estoy acusando de nada, solo quiero ver la biblioteca.
– No me parece que…
– Escúchame. Por favor, escúchame. ¿Por qué crees que estoy aquí? ¿Por un capricho repentino de aprender nuevos hechizos? Estoy aquí porque necesito saber que he hecho todo lo que está a mi alcance para proteger a Savannah, para proteger a tu sobrina. Eso es lo único que quiero. Permíteme ver la biblioteca y te juro que, cuando todo esto haya terminado, le podrás decir a Victoria lo que hice. Cuéntale que robé los Manuales, no me importa. Déjame ver qué es lo que hay allá arriba.
Margaret levantó las manos y se dirigió a la escalera.
– Muy bien. Si no me crees, sube conmigo y compruébalo con tus propios ojos. Pero estás perdiendo el tiempo.
Una visita por un hechizo
Lo primero que hice fue revisar la biblioteca en busca de compartimentos secretos. Ya saben, paneles que se deslizan, tablas del piso sueltas, libros enormes con títulos grandilocuentes y aburridísimos, que en realidad escondan Manuales prohibidos… Esa clase de cosas.
Mientras lo revisaba todo, Margaret se paseaba detrás de mí haciendo ruiditos de exasperación. No le presté atención. Pero finalmente no me quedó más remedio que aceptar que no había ningún escondite secreto ni libro oculto, así que examiné las hileras de títulos para ver si encontraba el tomo dedicado a ceremonias. Cuando Margaret se alejó un poco, deslicé ese libro delgado en mi mochila. Lo más probable es que ella me lo hubiera dado de todos modos, pero no quería correr el riesgo de que no lo hiciera.
Con el Manual de ceremonias en mi bolso, centré mi atención en los hipotéticos Manuales de segundo nivel. No me llevó demasiado tiempo. De los cuarenta y tres libros de la biblioteca, sólo había cuatro que yo no había leído. Después de hojear cada uno de ellos, me quedé convencida de que eran tan aburridos e inútiles como sus títulos anunciaban.
– Los Manuales están todos ahí-dijo Margaret y con un movimiento de la mano indicó un medio estante cerca del nivel del pecho-. Todos.
Su todos incluía exactamente seis libros. Uno contenía la colección actual de hechizos aprobados por el Aquelarre. Otro incluía hechizos que habían sido eliminados en las últimas décadas y que mi madre me permitió copiar de su Manual a mis diarios. Los otros cuatro eran libros de hechizos prohibidos desde hacía mucho tiempo por las brujas del Aquelarre. Existían dos razones por las que no habían sido destruidos: primero, mi madre jamás lo habría permitido; segundo, esos conjuros malditos eran prácticamente inservibles.
Durante años yo había sabido que esos libros de hechizos prohibidos existían. Durante años había hostigado a mi madre pidiéndole que me permitiera verlos. Finalmente accedió y los sacó a escondidas de la biblioteca para dármelos como regalo de cumpleaños. En el interior de esos libros encontré hechizos inservibles, como aquéllos cuya finalidad era evaporar un charco de agua o apagar una vela. Yo no me había molestado en dominar más que dos docenas de los ciento y pico de hechizos que había en esos libros. La mayoría eran tan malos que casi no culpaba a las Hermanas Mayores por haberlos eliminado del Manual del Aquelarre, aunque sólo fuera para tener más espacio disponible.
Como último recurso hojeé uno de esos Manuales. Me detuve en un hechizo que había aprendido, un conjuro para producir una pequeña luz titilante, como una vela. El hechizo de la bola de luz, aprobado por el Aquelarre, resultaba mucho más útil. Yo lo había aprendido sólo porque involucraba fuego, y siempre estaba tratando de superar el miedo que sentía frente a las llamas.
Cuando repasé el hechizo, algo me llamó la atención, algo me hizo pensar. Bajo el título de «Hechizo menor de iluminación», el autor había añadido «elemental, fuego, clase 3». Yo había visto esa misma anotación antes, hacía muy poco. Extraje uno de los dos Manuales secretos de mi bolso y lo abrí en la página en que estaba el hechizo de la bola de fuego. Allí estaba, debajo del título; «elemental, fuego, clase 3».
Oh, Dios, ¿sería lo que estaba buscando? Las manos me temblaban cuando pasé a otro hechizo que había aprendido en el Manual de tercer nivel, un hechizo para producir viento. Y, debajo del título, estaba escrito: «elemental, viento, clase 1». Me devané los sesos tratando de recordar el nombre de las dos docenas de hechizos que había aprendido en los Manuales prohibidos. ¿Cómo era aquél…? ¡Sí, eso era! Un hechizo para extinguir el fuego. Un hechizo pequeño y tonto que convocaba a un soplo de viento, apenas capaz de apagar una vela. Yo lo había intentado algunas veces, logré que funcionara y seguí adelante. Tomé otro Manual del estante y lo hojeé hasta encontrar lo que buscaba. Allí estaba. «Hechizo menor para convocar el viento: elemental, viento, clase 1».
Ésos eran los Manuales secundarios. Ahora sabía por qué había podido dominar cuatro hechizos terciarios: porque había aprendido los hechizos secundarios de esos libros.
Sonó el timbre de la puerta de la calle. Margaret pegó un salto como un gato asustado.
– Es Savannah -dije.
Tomé los cuatro Manuales del estante, los arrojé en mi bolso junto con los otros dos y me dirigí a la escalera.
– No puedes llevarte esos libros -gritó Margaret a mis espaldas.
Bajé de prisa por la escalera y abrí la puerta trasera de la casa.
– Lucas dice que debemos irnos -dijo Savannah-. Se está haciendo tarde.
– Ya estoy lista. Deja que tome mis zapatos. -Recordé nuestro otro propósito y me dirigí a Margaret. – ¿Podrías prestarme tu coche? Sólo por esta noche. ¿Por favor?
– No creo que…
– Lo cuidaré mucho. Le llenaré el depósito con gasolina, lo lavaré, lo que sea. Por favor, Margaret.
– ¿Savannah? -Por primera vez advirtió la presencia de su sobrina-. ¿La dejaste sola afuera, Paige? ¿En qué estabas pensando?
– No la dejé sola. Necesito llevarme tu coche.
– ¿Quién…? -Ella espió hacia afuera y su mirada pescó la forma de Cortez en el jardín. Cerró la puerta con un golpe-. Ése es… ¿Dejaste a mi sobrina con un hechicero?
– Es que me está costando mucho encontrar niñera.
– Lucas es bueno, tía Margaret -dijo Savannah-. ¿Puedes prestarnos tu coche? Necesito todo lo que hace falta para mi primera menstrua…
– Savannah acaba de tener su primera regla -la interrumpí-. Yo no tengo té menstrual en casa, y ella tiene calambres muy dolorosos.
Savannah puso cara de estar muy dolorida.
– Ah, sí, entiendo. -La voz de Margaret se suavizó-. Es tu primera vez, ¿no es así, querida?
Savannah asintió y miró a su tía abuela con la expresión de un cachorrito herido.
– La verdad es que me duele mucho.
– Sí, bueno… Supongo que sí, si de veras necesitáis usar mi coche…
– Por favor-dije.
Margaret buscó las llaves y me las entregó.
– Ten cuidado en los aparcamientos. La semana pasada alguien me abolló la puerta.
Le di las gracias y empujé un poco a Savannah hacia la puerta antes de que Margaret tuviera tiempo de cambiar de idea.
Siguiente parada: Salem, Massachusetts, el mundialmente famoso epicentro de la locura norteamericana de la caza de brujas.
Se puede discutir acerca de las causas de la caza de brujas que asoló Salem en 1692. Las teorías abundan. Recientemente leí incluso algo que atribuyó esa locura a una suerte de infortunio que cayó sobre las cosechas de centeno, un moho o algo por el estilo que enloquece a la gente. Lo que sí sabemos, sin la menor duda, es que la vida no era demasiado divertida para las chicas adolescentes en la Norteamérica puritana. En los duros inviernos de Nueva Inglaterra era aún peor. Al menos, los muchachos podían salir de caza y a armar trampas. Las chicas debían permanecer encerradas en sus casas y eran esclavas de sus tareas domésticas, pues la ley de los puritanos les prohibía bailar, cantar, jugar a las cartas o participar en prácticamente cualquier forma de entretenimiento.