Ante mí se encontraban cinco personas vestidas con ropa de la época coloniaclass="underline" un hombre y un muchachito de jubón y calzas; una mujer y una jovencita adolescente con chaquetas, faldas y tocas blancas, y una criatura de género indefinido con su largo faldón blanco. Aunque la luz siguió siendo blanca, las formas eran tan sólidas que yo alcanzaba a ver las arrugas alrededor de los ojos del hombre. Esos ojos me miraban directamente a mí. El hombre giró hacia la mujer y habló, con labios que se movían sin sonido. Ella asintió y le respondió.
– Fantasmas -dije.
La muchacha inclinó la cabeza y frunció el entrecejo hacia mí, mientras le decía algo a su madre. Entonces el chiquillo extendió los brazos hacia Cortez. Su padre saltó hacia adelante y le tomó el brazo, y sus labios se movieron en un reto silencioso. Hasta la criatura levantó la vista y nos miró, con los ojos abiertos de par en par. Cuando yo di un paso adelante hacia él, la madre enseguida lo alzó en sus brazos y me miró con furia. El padre se acercó a su esposa y les hizo señas a sus otros dos hijos para que se le acercaran. Las manos del muchachito hicieron la señal del mal de ojo.
– Sólo ellos no saben quiénes son los fantasmas -comenté.
Cortez esbozó una sonrisa.
– ¿Tú si lo sabes?
La familia, ahora apiñada, se dio media vuelta y comenzó a alejarse. La criatura sonrió y nos saludó con la mano por encima del hombro de su madre. Yo le devolví el saludo. Cortez extendió su mano izquierda. Pensé que también él iba a saludar, pero dijo algunas palabras en latín. Al cerrar la mano en un puño, la familia comenzó a desdibujarse. Justo antes de que desaparecieran del todo, la hija miró por encima de su hombro y nos dirigió una mirada acusadora.
– Descansen en paz -susurré. Miré a Cortez-. Creí haberte oído decir que el hechizo de Savannah era para convocar espíritus de la naturaleza, no fantasmas.
– Y así es, pero parece estar teniendo un resultado que jamás se supuso que tendría.
– ¿Cómo haremos para pararlo?
– Sacándola de este cementerio.
– ¿Así se pondrá fin a todo?
– Eso espero. Ahora bien, cuando salgamos de estos bosques, los espíritus volverán, pero, como ya has visto, no se proponen nada malo. Sencillamente tienes que moverte a través de ellos, tal como lo hiciste con esa ilusión de hechicero en la funeraria.
– Entendido. Si nos dirigimos al sur encontraremos el camino. Allí no hay ninguna alambrada, así que podremos…
Un aullido feroz me interrumpió. Ésos no eran los gritos de los espíritus sino el aullido bien claro de un perro que seguía un rastro.
– ¿Los sabuesos del infierno? -preguntó Cortez.
– Podría ser. Pero me inclino más a pensar que son los perros rastreadores, probablemente de la policía.
– Ah, me había olvidado de la policía. Creo que es nuestro problema número sesenta y tres.
– Sesenta y cuatro. Los cuerpos inconscientes diseminados alrededor de la tumba de Katrina Mott son el sesenta y tres. O lo serán, cuando despierten. -Respiré hondo-. Muy bien, reflexionemos. Hay un arroyo al oeste. Los perros no pueden seguir una pista a través del agua. Además, está en la dirección opuesta, así que les llevaremos la delantera.
– Al oeste, entonces. -Cortez volvió a cargar con Savannah-. Guíanos tú.
Así que corrimos… para alejarnos de los policías estatales armados, a través de una masa giratoria de espíritus, perseguidos por sabuesos aulladores, rodeados de los gritos de los condenados. ¿Saben una cosa? Me parece que la mente tiene un punto de saturación más allá del cual todo le importa un pito. ¿Espíritus? ¿Sabuesos? ¿Policías? ¿A quién le importa? Basta con seguir corriendo y todo desaparecerá.
Tanta huida empezaba a ser ya casi una costumbre rutinaria, de modo que aquí va la versión condensada de esta nueva fuga. Correr hacia el agua. Marchar pesadamente por el agua. Fracasar en nuestro intento de despistar a los sabuesos. Arrojar bolas de fuego a los sabuesos. Hacer una anotación mental de enviar una donación considerable a la Sociedad para la Prevención de la Crueldad en Animales. Encontrar el camino. Correr hacia el coche. Desplomarme, jadeando, junto al coche. Ser arrastrada al interior del vehículo por Cortez. Murmurar una excusa acerca de haber padecido asma de niña. Pensar que debo inscribirme en un gimnasio.
– ¿Tienes la tierra?-preguntó Cortez.
– ¿Qué tierra?
Imposible describir la expresión de su cara. La alarma. La incredulidad. El horror.
– Ah, esa tierra. -Extraje las dos bolsas que tenía en el bolsillo-. Aquí está.
Le cedí a Cortez la tarea de conducir el coche para poder permanecer en el asiento de atrás con Savannah, quien seguía inconsciente. Fue una suerte que lo hiciera, porque si bien yo me consideraba una conductora excelente, no tengo demasiada experiencia en esa actividad, porque siempre preferí caminar o andar en bicicleta. El resultado final es que, de haber estado detrás del volante, no habría estado preparada para manejar lo que ocurrió a continuación.
Cortez condujo sin retroceder hacia la autopista sino avanzando un poco más por el camino de tierra, lejos de los portones delanteros del cementerio. No obstante, antes de que llegáramos al primer cruce, oímos el ulular de sirenas detrás de nosotros. Yo giré para mirar por el espejo retrovisor y vi un coche policial que se acercaba a nosotros con los focos encendidos.
– ¡Mierda! -exclamé-. ¡No te detengas!
– No pensaba hacerlo. ¿Lleváis puesto el cinturón de seguridad?
– Sí.
– Sujetaos bien, entonces.
Y con esas palabras apagó los faros y pisó a fondo el acelerador.
El ladrón de coches
El automóvil de Margaret era un oldsmobile antiguo, probablemente de mediados de los ochenta. Esto significaba que avanzaba a gran velocidad, pero no giraba tan bien, algo que Cortez descubrió la primera vez que tomó una curva y casi perdimos el control del coche. La ventaja era que el Oldsmobile, por ser un vehículo tan amplio, era también todoterreno.
Sí, dije todoterreno como si nos propusiéramos abandonar la carretera y abrirnos paso a través del campo de un granjero. Imagínenlo, por favor; ya es más de la medianoche, en el cielo no se ven estrellas ni luna, tenemos los faros apagados y avanzamos dando sacudidas por un campo lleno de surcos a sesenta y cinco kilómetros por hora. Permítanme asegurarles que, en términos de terror, es más o menos lo mismo que estar allá arriba mientras un koyut te chupa el aliento.
Cómo conseguimos llegar al otro lado sin volcar es algo que no he conseguido entender aún. El automóvil ni siquiera patinó. Antes de que hubiéramos recorrido quince metros en el terreno, el coche patrulla de la policía se dio por vencido y retrocedió.
Terminamos saliendo del otro lado del campo a una serie de caminos rurales vacíos.
– ¿Estás bien? -me preguntó Cortez al reducir la marcha.
– Mareada, pero bien. Vaya piloto estás hecho.
– ¿Dónde estamos? -preguntó Savannah sentándose.
– Camino a casa -respondí.
Cortez miró por el espejo retrovisor.
– Lamentablemente, todavía no han terminado nuestros problemas. Supongo que esos policías habrán anotado nuestra matrícula.
– Tienes razón. No pensé en eso.
– No te preocupes. Sencillamente significa que tendremos que abandonar el coche fuera de la ciudad y entrar caminando por los bosques. Cuando lleguemos a tu casa tendrás que llamar a la señorita Levine y ponerla al tanto de la situación. Si la policía llega antes de la mañana, ella puede alegar que le robaron el coche mientras dormía. Si a las nueve no se han puesto en contacto con ella, le aconsejaría que llamara a la policía e hiciera la denuncia de que su automóvil ha sido robado.
– ¿A la policía? -preguntó Savannah, parpadeando y todavía medio dormida-. ¿Qué policía?