Después de cometer varios errores, decidí cambiar y comencé en la segunda línea. Al omitir la apertura no hacía más que garantizar el fracaso del hechizo, y eso me permitía concentrarme en la recitación. Después de haber intentado este hechizo muchas veces antes, rápidamente encontré el ritmo.
Las palabras fluyeron y las inflexiones y tonos se desplegaron de mi lengua. Un hechizo bien lanzado es auténtica música. No un canto o una canción; es la música del lenguaje puro, la música de Shakespeare o Byron. Si se vuelcan emoción y convicción en esas palabras, tendrá el poder de la ópera; sin siquiera entender las palabras, uno puede intuir su significado igualmente.
Cerré los ojos y puse mi corazón en el hechizo, lo derramé en cada pizca de deseo, frustración y ambición. Mi voz se elevó hasta que ya no pude sentir las palabras que brotaban de mi garganta, solo podía oírlas resonar alrededor de mí. Una y otra vez repetí el conjuro. Después oí que la primera línea fluía de manera espontánea. Las palabras iniciaron un crescendo y con la línea final el aliento voló de mis labios. Jadeé y casi me ahogué.
En cuanto recuperé el aliento, las palabras volvieron a brotar, como por voluntad propia. La ventana que estaba encima de mi cabeza se sacudió mientras yo recitaba el conjuro. Las ramas de los rosales se agitaron y con sus espinas rasparon los vidrios. Cuando las palabras terminaron, me quedé exhausta.
Una vez más empecé de nuevo. La trampilla se movió. Cuando el conjuro estaba a punto de acabar, la puerta se abrió de pronto. Una ráfaga de viento entró por ella y volcó los cestos con ropa recién lavada. Con la última palabra, mi aliento me fue extraído con tanta fuerza que caí hacia adelante y perdí el conocimiento.
Lo siguiente que supe fue que Cortez me sujetaba por los hombros.
– ¿Estás bien? -preguntó cuando mis ojos se abrieron.
Mis labios se curvaron en una lenta sonrisa.
– Creo que ha funcionado.
– No me cabe ninguna duda -contestó él al ver las pilas de ropa que nos rodeaban-. Ahora, después de haber probado que el hechizo funciona y que puedes lanzarlo con total éxito, ¿no te importaría permitir que yo hiciera un intento?
Le quité el Manual.
– No. Es mío.
Riendo, blandí en mi mano el Manual y lo puse fuera de su alcance. Él sonrió y trató de quitármelo, pero yo lo esquivé y estuve a punto de caer hacia atrás. Él se abalanzó hacia mí. Cuando su cara estuvo muy cerca de la mía se detuvo y parpadeó. Yo sabía lo que estaba pensando. Y sabía que no lo haría. De modo que lo hice yo.
Acerqué mi boca a la suya y lo besé.
Los ojos de Cortez se abrieron de par en par. Yo me eché a reír y con ello casi rompí el contacto entre nuestros labios, pero antes de que pudiera caer hacia atrás, él me estrujó contra su cuerpo y me sorprendió con la intensidad de su beso. A Cortez le faltaba algo de técnica, pero lo compensaba ampliamente con su fogosidad y su pasión. En ese beso sentí algo que me alteró, encendió fuego en todo mi cuerpo y revivió en mí toda clase de tópicos románticos de los que siempre me había reído. Todavía me duraba la embriaguez del éxito del hechizo, en la que ahora se infundía una nueva emoción y la euforia de sentir que la pasión había vuelto a mi vida. Me sentí mareada, aturdida, electrificada, invencible. Por primera vez en días, sentí que yo era todo lo que alguna vez creí ser.
Los dos nos dejamos caer sobre una pila de ropa recién lavada. Cortez rodó y me puso encima de él. Sus manos acariciaron mi cuello y trató de soltarme el cabello. Yo llevé las manos atrás y me lo desenredé. Cuando mi pelo cayó en libertad, Cortez lo enredó entre sus dedos y me besó apasionadamente. Después apartó una mano de mi pelo y chasqueó los dedos sobre nuestras cabezas. La luz se apagó. Murmuró unas pocas palabras contra mi boca y las velas apagadas de mi práctica de lanzamiento de hechizos se encendieron.
Mi risa vibró entre nuestros labios.
– Farolero.
Él se echó hacia atrás y arqueó las cejas.
– Se dice romántico. -Sus labios se curvaron en una sonrisa-. Y tal vez también farolero. Un poquito.
– Bueno, no lo hagas. Ésta es mi seducción.
– ¿Lo es?
– Yo he empezado, ¿no?
– Es verdad. Entonces te lo dejaré a ti.
Lancé el hechizo para apagar las velas y después, el que las volvía a encender. Cortez rió entre dientes y volvió a tenderme sobre él. Nos besamos durante varios minutos. Cuando empezó a tirar de mi blusa para sacármela de dentro de los vaqueros, yo sacudí la cabeza, me eché hacia atrás y paré el beso.
– Yo soy la que lleva la voz cantante, ¿recuerdas? -dije.
Envolví mis dedos en su camisa y lo obligué a incorporarse hasta que quedó sentado. Después rodeé sus caderas con mis piernas, me arrodillé y me fui moviendo y retorciendo hasta sentir su erección exactamente donde yo quería. Se le cortó la respiración. Yo sonreí y le quité las gafas.
– ¿Necesitas esto? -pregunté.
Él negó con la cabeza.
Las dejé a un lado y empecé a desabotonarle la camisa. Después de tres botones oprimí mis labios en su cuello, le hice cosquillas con la lengua y lo sentí tragar. Moví mis dedos al siguiente botón y se lo desabroché, después deslicé mi lengua hacia abajo, trazando círculos en su pecho. Entre cada botón que desabrochaba deslizaba mis dedos sobre su piel desnuda.
Cuando llegué al último botón me eché hacia atrás para quedar sentada sobre sus rodillas. Entonces me incliné hacia adelante y jugueteé con su ombligo con mis labios, y mi lengua fue descendiendo cada vez más hasta que le desabroché el botón del pantalón y lentamente le bajé la cremallera. Por encima de mi cabeza alcancé a oír su respiración áspera y entrecortada, y eso encendió aún más mi deseo.
Deslicé la lengua por encima de su ropa interior y luego dejé que se moviera por debajo de los calzoncillos. Después moví el cuerpo hacia adelante, mis labios de nuevo sobre su pecho, hasta que de nuevo quedé a horcajadas sobre él. Cuando estuvimos nuevamente a nivel de los ojos, él envolvió sus manos en mi pelo y atrajo mi boca sobre la suya. Sus manos se deslizaron debajo de mi blusa, pero yo volví a apartarlo y sonreí.
– Todavía no -dije.
Él abrió la boca, pero yo le puse un dedo sobre los labios, me moví hacia atrás y me puse de pie. Entonces di un paso atrás, le sonreí y me quité la blusa. Después los zapatos, luego los vaqueros, que cayeron formando un charquito de ropa junto a mis pies. Salí de ese pequeño charco y lo hice a un lado de un puntapié. Después me tomé mi tiempo con la ropa interior…
Cuando la dejé caer, Cortez se limitó a mirarme fijamente durante unos segundos. Después sonrió, se puso de pie de un salto y cubrió de un paso la distancia que nos separaba.
Yo me puse de puntillas para besarlo y casi nos caemos los dos. Como no recuperé del todo el equilibrio, me sujetó y nos hizo caer a ambos sobre la pila de ropa recién lavada. Le quité la camisa de los hombros y deslicé mis dedos a lo ancho y a lo largo de su espalda. Todavía tenía los pantalones puestos. Metí las manos en su bragueta y se los empujé hacia abajo, dejándole puestos los calzoncillos.
Él se quitó los pantalones de los pies con una sacudida, movió las manos debajo de mi trasero y me atrajo hacia sí. Entonces su mano derecha cambió de posición y, por el rabillo del ojo vi cómo la sacaba. Murmuró algo contra mis labios y el equipo estéreo de Savannah se encendió.
– Ejem -dije y me aparté-. Recuerda que es mi seducción.
– Considérame seducido.
Al bajar su boca hacia la mía, el canto suave de una banda musical llenó la habitación. Los ojos de Cortez se abrieron de la sorpresa y su mano volvió a hacer girar el sintonizador. Yo me eché a reír. Él pasó por una emisora de jazz, luego retrocedió y con otro movimiento llevó el volumen a un susurro.
– No está mal-admití.