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¿Dónde estaba? Cuando abrí los ojos sólo vi oscuridad. Lo último que recordaba era haberme quedado dormida con Cortez junto a mí. Destellos de pesadilla iluminaron esa oscuridad. El sabor a humo me produjo nuevamente arcadas que hicieron que mis dedos se aferraran al borde de las sábanas. Cuando deslicé el pulgar por la tela comprendí que ésas no eran mis sábanas.

– ¿Cortez? -Me puse de lado. – ¿Lucas?

Al esforzarme por ver en la oscuridad, mis ojos se adaptaron lo suficiente como para distinguir formas. Había otra cama a mi izquierda y una mesilla con luz junto a mí. Extendí un brazo hacia la luz y oprimí el interruptor, pero nada sucedió. Mis dedos reptaron hacia la bombilla y lo que hallaron fue un portalámparas vacío. Pegué un salto y ese movimiento repentino me sacudió el estómago.

Del otro lado de la habitación, Savannah murmuraba algo en su sueño.

– ¿Savannah?

Ella hizo un ruido y se movió apenas.

La puerta se abrió. Una mujer se encontraba de pie en la entrada, iluminada por la luz del pasillo. Parpadeé dos veces, pero no lograba enfocar la vista.

– ¡Al fin! Pensábamos que ibais a seguir dormidas todo el día.

Al oír esa voz el corazón me dio un vuelco. ¡Leah! Me levanté de un salto de la cama y traté de localizar a Savannah. Mis piernas cedieron y caí sobre la alfombra.

– Quédese en la cama -me advirtió una voz de hombre-. Todavía no está lista para caminar.

Traté de levantarme, pero no pude. Leah y su compañero permanecían de pie del otro lado de la puerta y ninguno de los dos hizo ningún ademán de ayudarme. Una serie de bips llenaron el silencio, y luego el hombre murmuró algo.

– ¿Un teléfono móvil? -Preguntó Leah cuando él terminó la llamada-. Por Dios, Friesen, si está en la habitación contigua.

– Es un procedimiento estándar de comunicación. El señor Nast quiere verles inmediatamente.

El hombre se movió hacia la luz y lo reconocí como el médico que me había ayudado a salir de la casa en llamas. Poco más de treinta años, pelo corto color rubio sucio, con el torso exageradamente grande de un mariscal de campo y la cara deformada de un boxeador.

¿Pero quién era Nast? Debería haberlo sabido; sin embargo, mi cerebro no se enfocaba mejor que mis ojos. Repetí mentalmente el nombre, y en cada oportunidad se me encogía el estómago. Nast estaba… mal. Era alguien que yo no quería conocer. Me lo decían mis entrañas. Pero…

– Me duele la garganta -se quejó Savannah.

– En un segundo te traeremos un refresco, niña -dijo Leah-. Sigue acostada.

Savannah. Nast. De pronto la conexión se estableció. Kristof Nast, el padre de Savannah. Oh, Dios.

– ¿Sa…Savannah? -Logré decir y luché por ponerme de pie-. Tengo que ha… hablar contigo, querida.

– Nada de hablar -dijo Friesen-. El señor Nast querrá que ella reserve su energía.

Conseguí llegar a la cama de Savannah y me senté en el borde. Tuve que tragar varias veces antes de que se me abriera la garganta.

– Nast es… -Callé, al darme cuenta de que no podía soltarlo así, de golpe. Ella necesitaba saber más-. Kristof Nast. Él es un hechicero. Es el jefe… no, el hijo del jefe de la Camarilla Nast.

Ella parpadeó.

– ¿Como Lucas?

– No, no como Lucas. -Ante la mención del nombre de Cortez recordé la última vez que lo había visto, reptando detrás de mí en la casa en llamas. No lo vi salir. ¿Habían ellos…? Oh, Dios. Tragué fuerte y traté de no pensar en eso-. La Camarilla Nast…

– Suficiente -me interrumpió Leah-. Si no se lo has dicho hasta ahora, dejaremos que sea una sorpresa. ¿Te gustan las sorpresas, Savannah?

Savannah le lanzó una mirada feroz.

– No me hables.

– Savannah, hay algo más… -comencé a decir.

– No -dijo Leah, me tomó de los hombros y me arrojó de la cama-. Será una sorpresa. Créeme, niña, te encantará. Tienes el premio gordo genético.

Antes de que yo pudiera replicar nada, Friesen alzó a Savannah sin prestar atención a sus protestas y se la llevó de la habitación. Leah lo siguió. Yo me quedé ahí, con la vista fija en esa puerta parcialmente abierta, esperando que se cerrara. Un momento después, Leah volvió a asomar la cabeza.

– ¿Las drogas te han vuelto estúpida, Paige? -preguntó-. Vamos.

Yo me limité a mirarla.

– Os avisé de que la dosis era demasiada -dijo ella-. ¿Qué esperas? ¿Grilletes y cadenas? No estás prisionera aquí. Nast quería hablar con Savannah, y ésta fue la única forma que se le ocurrió para poder hacerlo.

– ¿Así… así que puedo irme? ¿Tengo libertad para irme?

– Sí, claro -dijo ella con una sonrisa-. Siempre y cuando no te importe dejar aquí a Savannah.

Leah desapareció del cuarto. Y yo la seguí.

Nast podía estar en la habitación contigua, como había dicho Leah, pero debía de haber decidido mantener la reunión en otra parte, porque nos dirigíamos al piso inferior.

Durante la caminata se me despejó la mente. Seguía teniendo la sensación de que mi cabeza y mi garganta estaban rellenas de algodón, pero al menos podía pensar y reconocer lo que me rodeaba. Estábamos en una casa, una casa de campo, a juzgar por lo que se veía por las ventanas. Las ventanas no tenían rejas, e incluso algunas estaban entreabiertas. Pasamos junto a una puerta frontal y a otra lateral, y ni Leah ni su compañero se dignaron mirar hacia atrás para comprobar si yo no había tratado de escapar por ellas. No necesitaban hacerlo. Mientras ellos tuvieran a Savannah, sabían que yo no iría a ninguna parte.

Cualquier esperanza de poder decirle yo misma a Savannah lo de Nast se desvaneció cuando entramos en el salón. Sandford se encontraba de pie junto a la chimenea. Sentado junto a él había un hombre alto de pelo rubio ralo y hombros anchos. Cuando entramos, él giró la cabeza y me encontré ante una réplica exacta de los enormes ojos azules de Savannah. Se me cayó el alma a los pies. En ese momento supe que Kristof Nast era, sin ninguna duda, el padre de Savannah.

– Savannah -dijo Nast con una sonrisa-. No tienes idea de cuánto tiempo hace que espero este momento.

– ¡Dígale a este tipo que me suelte! -exclamó ella mientras forcejeaba tratando de liberarse-. ¡Bájeme! ¡Ya!

Nast le hizo señas a Friesen para que soltara a Savannah.

– Mis disculpas, princesa. -Rió por lo bajo y miró a Sandford-. ¿Todavía tienes alguna duda de que ella es mía?

– Yo no soy suya -gruñó Savannah mientras se colocaba la falda en su lugar-. No soy suya ni soy de ella -y con un dedo indicó a Leah-, ni soy de nadie. Ahora llévenme a casa o habrá lío.

– Savannah, querida-intervine-, necesito decirte algo. ¿Recuerdas que te estaba hablando de Kristof Nast…?

– ¿Es éste? -Con la mirada recorrió a Nast y lo descartó con una risotada. – ¿Él es el hijo de un CEO? ¿Qué edad tiene? ¿Cincuenta? Cuando le llegue el momento de tomar el mando ya tendrá edad para jubilarse.

– En realidad tengo cuarenta y siete años -dijo Nast con una sonrisa indulgente-. Pero acepto tu comentario. Mucho mejor para ti, ¿verdad?

– ¿El qué?

– Si soy tan viejo. Más rápido recibirás entonces tu herencia.

– ¿Por qué? ¿Qué eres tú, hechicero? ¿El abogado de mamá?

Nast me miró.

– ¿No se lo has dicho?

– Savannah -dije-, éste es…

– Soy tu padre -soltó Nast.

Sonrió y extendió una mano hacia Savannah. Ella saltó hacia atrás y levantó los brazos para protegerse de él. Me miró, miró a Nast y volvió a mirarme.

– Esto no tiene nada de divertido -dijo.

– Savannah, yo… -comencé a decir.

– Nadie está bromeando, Savannah -dijo Nast-. Sé que esto debe de ser un golpe para ti, pero eres mi hija. Tu madre…

– No -negó ella con voz serena. Me miró-. Tú deberías habérmelo dicho, ¿no?