Levanté una pierna para pasarle por encima. Su cabeza se elevó y giró, y sus ojos de reptil me miraron. Jirones de la carne de Sandford le colgaban de la boca y los dientes. Siseó y me salpicó con sangre. Grité, grité lo más fuerte que pude y me di media vuelta, dirigiéndome de nuevo instintivamente hacia la escalera principal. Sólo llegué al lugar donde estaba tendido el brazo de Sandford y caí al suelo. Algo se movió sobre mis piernas y me incorporé de golpe, me puse a patear y a gritar. No podía dejar de gritar. Incluso sabiendo que estaba gastando energía -y posiblemente atrayendo más horrores-, no podía parar.
Esa cosa que había sido Antón se retorció sobre mí y me tiró al suelo. Por mucho que lo golpeara no podía hacerlo retroceder ni siquiera un poquito. Se movió hacia mi pecho hasta que su cara quedó sobre la mía y de él caían en mi boca y en mis mejillas restos de carne ensangrentada.
Cerré entonces la boca, la cerré rápido. Sin embargo, en mi cabeza yo seguía gritando, incapaz de concentrarme ni de pensar, viendo únicamente esos ojos amarillos que penetraban en los míos. Aquella cosa abrió la boca y farfulló algo, un río estridente de ruidos que se me clavaron en el cráneo.
Bajó su cara sobre la mía. Yo le empujé con toda la fuerza que tenía. La cosa me mostró los dientes, siseó con más intensidad y me regó con saliva y sangre, pero seguí empujando hasta conseguir escabullirme por debajo.
Me puse de pie y le di una patada en la cabeza. Lanzó un alarido y farfulló algo. Giré para echar a correr, pero una mujer me bloqueó el paso. La reconocí como la cocinera chamán.
– ¡Cuidado! -le grité-. ¡Corre!
Ella sólo se inclinó y movió las manos hacia la cosa, como si estuviera espantando a un gato. La cosa siseó y gruñó. Cuando volví la cabeza y la miré, se levantó sobre los dedos de los pies y desapareció por otra puerta abierta.
– Oh, Dios, gracias -dije-. Ahora…
La mujer me cogió del brazo.
– Él estuvo aquí.
– Sí, muchas cosas están aquí. Ahora…
La mujer me cerró nuevamente el paso. La miré a la cara con detenimiento por primera vez. Sus ojos eran blancos, blanco puro, sin iris ni pupilas. Antes de que yo pudiera echar a correr en la dirección opuesta, me atrajo hacia sí.
– Él estuvo aquí -repitió, su voz apenas un susurro-. Puedo olerlo. ¿Tú puedes olerlo?
Luché por soltarme. Ella ni siquiera pareció advertir mis esfuerzos. Se relamió los labios.
– Sí, sí, puedo olerlo. Uno de los maestros. Aquí. ¡Aquí! -Acercó su cara a la mía y las ventanas de su nariz estaban bien dilatadas-. Lo huelo en ti. -Su voz y su cuerpo se estremecieron de la excitación-. Él habló contigo. Te tocó. ¡Oh, tú has sido bendecida! ¡Bendecida!
Sacó la lengua y me lamió la mejilla. Yo pegué un salto y me alejé. Ella trató de agarrarme, pero yo seguí corriendo.
Me precipité por el pasillo hacia la escalera de atrás y salté sobre Sandford y luego sobre Shaw sin siquiera tambalearme. Al pie de la escalera no me detuve para mirar en todas direcciones. Me zambullí en la primera puerta abierta, la cerré con un golpe detrás de mí y me recosté contra ella jadeando. Temblaba tanto que la puerta vibró debajo de mí.
Al cabo de un momento comprendí que no era yo la que hacía vibrar la puerta. Toda la casa temblaba.
Debajo de mis pies, el suelo comenzó a crujir. Desesperada, miré hacia todas partes. Las tablas del suelo se arquearon y después cedieron, y las astillas volaron hacia arriba mientras una oleada de espíritus revoloteaba a través de ellas, rayos informes de luz como en el cementerio. Su fuerza me arrojó por el aire. Mientras corría por toda la habitación, unas fauces enormes aparecieron frente a mí. Antes de que tuviera tiempo de gritar, caí al suelo.
Alrededor de mí, una serie de espíritus surcaron el aire a tanta velocidad que sólo pude sentir su paso. La estructura misma de la casa gimió y se desplazó, amenazando con hacerse pedazos. Luché por moverme, pero la presión de los espíritus que pasaban tenía la fuerza de un vendaval, que me mantenía inmóvil y me sorbía el aire de los pulmones.
Todo cesó con la misma rapidez con que había empezado. Los espíritus habían atravesado el cielo raso y desaparecieron.
Me tomé un minuto para respirar y después paseé la vista por el lugar. Entre mi cuerpo y la puerta el suelo había sido destruido, y en su lugar quedaba un agujero que conducía al sótano. Miré hacia la ventana, pero apenas tenía cuarenta y cinco centímetros cuadrados. Ninguna parte de mi cuerpo tenía ese tamaño, ni en redondo ni en cuadrado.
Después de algunas respiraciones profundas más, me acerqué al agujero que había en el suelo. Desde abajo alcancé a oír un sonido que hizo vibrar mi corazón. La voz de Savannah. Estaba en el sótano y entonaba un conjuro.
Me dejé caer de rodillas, me aferré al borde del agujero y me incliné hacia el vacío.
– ¿Savannah? Soy yo, querida. Soy Paige.
Ella siguió canturreando, y su voz era un susurro distante. Carraspeé.
– ¿Savannah? ¿Puedes…?
De pronto la casa se sacudió, como un barco al que le han cortado sus amarras. Volé por el agujero cabeza abajo y di una vuelta sobre mí misma, después de lo cual aterricé en la tierra que cubría el piso de abajo. Por un momento no pude moverme; mi cerebro no era capaz de mandar ninguna orden a mis músculos. El pánico me invadió. Entonces, como en una reacción retardada, todos mis miembros se convulsionaron y me arrojaron hasta dejarme despatarrada. Me puse de pie sin prestar atención al dolor que me invadía.
Desde alguna parte me llegó la leve voz de Savannah. Al mirar lo que me rodeaba vi que estaba en un sótano vacío destinado a almacenar carbón. Me acerqué a la única puerta que vi y la abrí. La voz de Savannah me llegó ahora con toda claridad. Pesqué algunas palabras en griego, lo suficiente para decirme, si no lo había adivinado ya, que estaba lanzando un conjuro. Cuál de todos ellos, exactamente, no podía saberlo aún. Corrí hacia ella antes de descubrirlo.
Mostrar y explicar
Mientras seguía la voz de Savannah, oí otra voz, la de Nast.
– Tienes que parar, querida -dijo-. No puedes hacer esto. No es posible.
Savannah siguió canturreando.
– Sé que estás enfadada. No sé qué ha ocurrido…
Savannah calló en mitad de un conjuro y gritó:
– ¡Tú la has matado!
– Yo no he matado a nadie, princesa. Si te refieres a ese muchachito…
– ¡Me refiero a Paige! Tú la mataste. Les dijiste que la mataran.
– Yo jamás…
– ¡Vi su cuerpo! ¡Leah me lo mostró! Los vi transportarla a la furgoneta. ¡Tú me prometiste que estaría a salvo y la mataste!
Entré en un cuarto que tenía un horno de leña gigantesco y caminé hasta verla en el otro extremo, de rodillas, frente a la pared más alejada.
– Estoy aquí, Savannah -anuncié-. Nadie me ha matado.
– Oh, gracias a Dios -dijo Nast-. ¿Lo ves, querida? Paige está bien.
– ¡Tú la mataste! ¡La mataste!
– No, querida, estoy aquí…
– ¡Tú la mataste! -Gritó Savannah-. ¡Tú la mataste! ¡Me lo prometiste! ¡Me lo prometiste y mentiste!
Las lágrimas surcaban la cara de Savannah. Nast dio un paso adelante con los brazos abiertos para abrazarla. Yo di un salto para agarrarlo, pero fallé.
– ¡No lo hagas! -grité.
Las manos de Savannah se elevaron y Nast salió disparado hacia atrás. Su cabeza golpeó contra la pared de cemento. Sus ojos se abrieron de par en par y luego se cerraron cuando su cuerpo se desplomó sobre el suelo y su cabeza cayó hacia adelante.