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Cuando rodeé la esquina y entré en la habitación, Savannah calló de pronto. Permaneció inmóvil, completamente inmóvil, como si me intuyera allí pero temiera girar la cabeza y toparse con una decepción.

– Savannah -dije.

En mis oídos mi voz seguía sonando como la mía, y cuando ella se volvió yo estuve a punto de arrepentirme y salir corriendo de allí. En cambio, contuve el aliento y esperé. Su mirada chocó con la mía. Parpadeó y después se frotó los ojos con las palmas de las manos.

– ¿Mamá?

– Oí que me llamabas.

– ¡Mamá! -Se puso en pie de un salto y corrió hacia mí. Sus brazos me rodearon el pecho. Cobijó su cabeza entre mis hombros y comenzó a sollozar-. Oh, mamá, esto es un lío tan grande. Yo… Bueno, lo hice todo mal.

Instintivamente extendí la mano para acariciarle el pelo, olvidando quién se suponía que era y hablando como yo misma.

– Tú no hiciste nada malo. Nada en absoluto.

– Sí que lo hice. Obligué a Paige a quedarse aquí conmigo, y ahora está muerta. -Su voz se quebró en un sollozo-. Yo… Bueno, creo que está muerta, mamá. Es por mi culpa. La obligué a quedarse y ellos la mataron.

– No -dije con severidad y le puse una mano debajo del mentón-. Paige está bien. Tienes que salir de esta casa, Savannah, antes de que se derrumbe del todo.

Como para subrayar mis palabras, la casa comenzó a sacudirse. De las vigas del techo empezaron a caer astillas.

– Yo… No fue mi intención hacer esto. Solo seguí lanzando hechizos sin cesar y las cosas continuaron sucediendo, pero ninguna de las cosas que ocurrían eras tú. Yo sólo te quería a ti…

– Pues aquí estoy -dije besándola en la frente- Tienes que irte, Savannah. Te amo muchísimo, pero no puedo quedarme, y tú lo sabes.

– Oh, mamá. Te echo tanto de menos.

La voz se me congeló en la garganta.

– Ya lo sé. Yo también te extraño. Muchísimo.

Una viga se rompió sobre la caldera, y luego otra. Trozos del techo comenzaron a caer.

– Tienes que salir de aquí, Savannah -dije-. Por favor.

La abracé muy fuerte. De los labios de Savannah brotó una mezcla de risa y de hipo, y luego se puso de puntillas para besarme en la mejilla.

– ¿Podré verte de nuevo? -preguntó.

Negué con la cabeza.

– Lo lamento, cielo, pero esto sólo funciona una vez. De todos modos, yo siempre estaré contigo, aunque tú no puedas verme. Eso también lo sabes. -Volví a abrazarla y le susurré al oído las palabras que surgían libremente de mi boca, como si otra persona las pronunciara por mí-. Tú fuiste todo mi mundo, Savannah. Lo mejor que hice jamás.

Ella me abrazó muy fuerte y después dio un paso atrás. El techo crujió.

– Vete -le dije-. Yo me quedaré aquí observándote. Sal de una vez.

Ella caminó hacia atrás, sin dejar de mirarme a los ojos. Encima de nuestras cabezas, las vigas comenzaron a quebrarse como fósforos de madera.

– ¡Date prisa! -le grité-. Sube la escalera. ¡Corre!

– Te quiero, mamá.

– Yo también te quiero, mi niña.

Me lanzó un beso y enseguida se dio media vuelta y echó a correr. Esperé, escuchando sus pisadas, pues necesitaba estar segura de que se hubiera ido antes de echar a correr. Oí que Cortez gritaba. Y que Savannah le contestaba.

En ese mismo instante, el techo cedió.

El octavo día

Todavía no estoy muy segura de cómo logré salir de allí. Supongo que fue una cuestión de suerte. Que tenía derecho a un milagro. Cuando la casa se desplomó a mí alrededor, logré arrastrarme a un espacio angosto. Después de eso, bueno, después de eso todo está un poco borroso en mi memoria. Lo único que sé es que pude salir con apenas unos cortes y moratones.

Savannah nunca se dio cuenta de que yo me había hecho pasar por su madre. Dio por sentado que me había quedado atrapada en la casa mientras la buscaba. Como Cortez dijo, nosotros jamás se lo diríamos. Ella se merece esa fantasía, una fantasía que confieso yo le envidiaba: unos pocos minutos con la persona que significaba más para ella que cualquier otra en el mundo.

Todavía debíamos realizar la ceremonia de Savannah dentro de pocos días, pero con Leah y Nast muertos, ya nadie lo impediría. De modo que todo había terminado. Todo había terminado. Yo debería haberme sentido aliviada al pronunciar esas palabras. Pero no podía, porque realmente todo había terminado. Mi vida, tal como la había conocido siempre, había terminado.

No me tocó un final feliz. Tal vez había visto demasiadas películas de Hollywood, pero honestamente, estaba convencida de que todo saldría bien. Si yo sobrevivía, si salvaba a Savannah, entonces recibiría mi recompensa kármica. Mi vida desbaratada se arreglaría milagrosamente. Los medios se olvidarían de mí de la noche a la mañaña. La ciudad me perdonaría y recibiría de buen grado mi regreso. El Aquelarre echaría a Victoria y volvería a nombrarme su líder. Al regresar, descubriría que el incendio no había destruido totalmente mi casa sino que apenas la había chamuscado, y que todas mis pertenencias seguían intactas.

Pero mi casa eran escombros… Lo poco que no se había quemado del todo había sido saqueado por buitres humanos. Cuando regresamos para evaluar los daños, fuimos acosados por reporteros. La prensa amarilla seguía con sus titulares sensacionalistas: justicia popular. La muchedumbre trata de quemar a la bruja de Massachusetts. Algunos alegaban que yo había provocado accidentalmente el incendio mientras realizaba un ritual satánico, para el que utilizaba miembros desenterrados del cementerio la noche previa. Hordas de desconocidos comenzaron a golpear las ventanillas del taxi y nos persiguieron por la calle. La portada de todos los periódicos de Boston recogía la historia del incendio, ampliada con noticias de los «renovados esfuerzos» de los habitantes de la ciudad por limpiar East Falls de mi presencia. En el curso de un día los periodistas más ambiciosos comenzaron a trazar vínculos entre mi persona y la «salvaje» destrucción de la casa de una granja ubicada a casi cincuenta kilómetros de distancia.

Llamé por teléfono a todos los miembros del Aquelarre y les aseguré que Nast había desaparecido para siempre de nuestras vidas. Les conté lo que Victoria había hecho. Dijeron que no tenía importancia. Que yo había prostituido el Aquelarre. Muy pocas parecían dispuestas a readmitirme.

Nos quedamos en Massachusetts tan sólo el tiempo suficiente para reclamar las pérdidas a mi compañía de seguros. Entre el dinero que recibiría del seguro y el que todavía tenía por los bienes de mi madre, podía mudarme adonde se me antojara y empezar de nuevo. Para muchas mujeres de mi edad, eso sería un sueño imposible. En mi caso, aquél no era mi sueño, pero lo convertiría en mío. Juré que lo haría.

Cuando abandonamos Boston tres días más tarde, observé cómo las luces de la ciudad se iban desdibujando detrás de mí, quizá por última vez, y una oleada de tristeza me embargó. Pero no derramé ninguna lágrima. Sorprendentemente, eran pocas las lágrimas que había vertido en los últimos días. Incluso cuando examiné las ruinas de mi vida, comprendí que igual tenía todo aquello por lo que siempre había luchado.

Tenía a Savannah.

Recordé lo que Cortez había dicho al advertirme que yo podría perder todo lo que tenía en mi lucha por protegerla. Yo le había contestado que no me importaba. Pues bien, supongo que eso es lo que sucede cuando uno hace un trato con las Parcas; ellas te toman la palabra. De todos modos, me dejaron dos premios de consolación, dos recompensas que yo valoraba mucho más de lo que podía imaginar.

En primer lugar, tenía los Manuales. Cuando los bomberos rescataron a Cortez de mi casa en llamas, él todavía llevaba las dos bolsas: la de los Manuales y la que guardaba mis herramientas y todo el material para la ceremonia de Savannah.