Al día siguiente, un día de interminable aguacero, llegó un mensajero a palacio llevando noticias de que las tropas griegas habían desembarcado en la costa de Liguria. Los griegos habían tomado los puertos de Antípolis y Niza sin encontrar resistencia y ya se encontraban de camino por la calzada costera hacia la ciudad de launa. Por la tarde, extenuado por la carrera, llegó un segundo mensajero con noticias del sur: se había iniciado un tremendo combate militar en Calabria, donde el ejército romano estaba siendo duramente acosado y retrocedía paulatinamente mientras, procedente de Sicilia, una segunda fuerza griega había desembarcado de forma inesperada bastante más hacia el norte, en la península, había tomado el puerto de Neápolis y estaba sitiando esta ciudad esencial del sur, cuya caída era inminente.
La única pieza que faltaba, pensaba Antípatro, era un ataque en la frontera nororiental por parte de las fuerzas bizantinas en Dalmacia.
—Quizá no pase mucho tiempo antes de que recibamos noticias también de esta invasión —le dijo a Justina—, aunque eso ya no importa mucho, ¿verdad?
Los soldados de Andrónico ya se estaban desplazando a través de la península italiana, tanto desde el norte como desde el sur. «A cada cerdo le llega su San Martín», como diría Germánico. El juego se había acabado. El Imperio había llegado a su fin.
—Le llevarás una carta al basileo Andrónico, le dijo el emperador. Se encontraban en el Salón Índigo, contiguo al Despacho Esmeralda. Cuando llovía y la atmósfera era fría y húmeda, el índigo era un poco más cálido. Llevaba ya cuatro días lloviendo. Neápolis había caído, y el ejército griego del sur, después de liquidar a la mayoría de las guarniciones romanas de allí, se desplazaba a ritmo constante por la vía Roma hacia la capital. Las únicas dificultades con las que se estaban encontrando eran los aludes de barro que bloqueaban las carreteras. El segundo ejército griego, el que descendía de Liguria, por lo visto se hallaba en alguna parte del Lacio, quizá ya había alcanzado Tarquinia o Caere, más al sur. En principio, los únicos obstáculos que hallaba eran, también, los derivados del clima. Caere estaba sólo a cincuenta kilómetros al norte de Roma.
También se había producido ya una penetración bizantina en el frente veneciano procedente de Dalmacia.
Maximiliano se aclaró la garganta.
—«A Su Real y Magnífica Majestad Andrónico Maniakes, Autócrata y Emperador, por la gracia de Dios, Rey de Reyes, Rey de los romanos y Señor Supremo de todas las regiones», ¿lo tienes ya, Antípatro?
—Basileus basileion —murmuró Antípatro—. Sí, majestad. —Antípatro dirigió una mirada contenida a Maximiliano—. ¿Ha dicho «Señor Supremo de todas las Regiones»?
—Así lo escribe él mismo, sí —contestó Maximiliano con cierta irritación.
—Pero, le ruego que me perdone, señor, las implicaciones…
—Limitémonos a seguir, Antípatro. «Y Señor Supremo de todas las Regiones. De su primo Maximiliano Juliano Felipe Romano César Augusto, Emperador y Gran Pontífice, Tribuno del Pueblo, etcétera, etcétera», ya conoces todos los títulos, Antípatro. Ponlos… «Saludos y que la benevolencia de todos los dioses te sea propicia a ti para siempre jamás, por los siglos de los siglos…» —De nuevo el emperador hizo un alto. Respiró hondo dos o tres veces—. «Así como ha sido deseo de los dioses permitirme ocupar el trono de los cesares los pasados veinte años, creo que el favor de los cielos me ha sido últimamente retirado, y que es la voluntad de los más divinos dioses que yo renuncie a las responsabilidades que me fueron otorgadas tiempo atrás por decisión de mi real padre, Su Más Excelente Majestad el Divino Emperador Maximiliano Juliano Felipe Claudio César Augusto. Asimismo, me resulta evidente que el favor de los cielos ha recaído sobre mi primo imperial, Su Poderosa Majestad el Basileo Andrónico Maniakes, Autócrata y Emperador etcétera, etcétera…», le pones otra vez todos sus títulos, ¿querrás hacerlo, Antípatro…?
Antípatro iba ya por su segunda tablilla encerada y apenas había anotado otra cosa que no fueran las sucesiones de títulos. Pero el sentido del mensaje estaba bastante claro. Sintió que su corazón daba un vuelco cuando el significado final de lo que el emperador le estaba dictando se le reveló.
Era un documento de abdicación.
Maximiliano estaba entregando el Imperio a los griegos.
Por supuesto, los griegos ya se habían apoderado prácticamente de él en casi su totalidad, con la única excepción de la capital y de algunos miserables kilómetros de territorio a su alrededor. Sin embargo, ¿era ésa la actitud que cabía esperar de un romano? Casi no había ningún precedente de capitulación de un emperador romano ante un invasor extranjero, y eso era lo que Andrónico era: un griego, un extranjero, por mucho que los bizantinos alegaran ser la legítima mitad del original Imperio romano. Se habían depuesto soberanos anteriormente, sí. Había habido guerras civiles en épocas antiguas: Octaviano contra Marco Antonio, las luchas por la sucesión de Nerón, la batalla por el trono tras el asesinato de Cómodo. Pero Antípatro no podía recordar ningún ejemplo de un emperador derrotado que hubiera renunciado dócilmente al trono frente a su invasor. ¿Lo usual no era darse muerte con la propia espada mientras las tropas de los victoriosos rivales se acercaban? Aunque era posible que lo normal mil años atrás ya no se considerara una conducta adecuada, pensó Antípatro.
Maximiliano seguía dictando con ritmo monocorde, construyendo cada frase con un meticuloso sentido del estilo y la precisión gramatical, como si ya hubiera pergeñado un borrador de esa carta muchas semanas atrás, revisándolo una y otra vez mentalmente hasta que fuera perfecto y ya no le quedara más que dictarla en voz alta para que Antípatro pudiera entregársela al griego bizantino.
Definitivamente, se trataba de un documento de abdicación. Para asombro de Antípatro, Maximiliano no estaba sólo limitándose a abandonar el trono, sino que estaba designando a Andrónico como su sucesor a efectos legales, como el auténtico y legítimo dueño del poder imperial.
Naturalmente, existía el problema de que Maximiliano no tenía ningún hijo, y el heredero oficial al trono, Germánico, no fuera precisamente muy adecuado para el puesto. Pero lo que Maximiliano estaba haciendo era dejar expedito el camino hacia el trono a Andrónico, no sólo por derecho de conquista, sino por decreto explícito del monarca saliente. En efecto, estaba reunificando las dos mitades del antiguo Imperio. ¿Realmente había que llevar las cosas tan lejos? Si no planeaba matarse, pensaba Antípatro —¿y quién podrá culparle de ello?—, ¿no podía sencillamente reconocer su derrota con una breve carta de rendición y entrar en la historia con cierto grado de dignidad?
Pero Maximiliano todavía seguía hablando y, de repente, Antípatro se dio cuenta de que ese documento tenía otro propósito más profundo.
—«He envejecido en el cargo» —no era cierto; tenía apenas algo más de cincuenta años— «y la responsabilidad del poder me agota; ahora sólo quiero una tranquila vida de lectura y meditación en algún rincón de los inmensos dominios de Su Majestad Imperial.
Puedo mencionar el precedente de César Diocleciano, quien, después de haber reinado veinte años, exactamente los mismos que yo, abandonó su tremendo poder y fijó su residencia en la provincia de Dalmacia, en la ciudad de Salona, donde aún perdura el palacio de su retiro. Es la humilde petición de Maximiliano César, mi señor, que se me permita seguir los pasos de Diocleciano y, de hecho, si ‹ fuera del agrado de Su Majestad, que se me permitiera incluso ocupar el palacio de Salona, donde he pasado muchas noches a lo largo de los años de mi reinado y que es para mí una agradable residencia a la que me retiraría con mucho gusto…»