—Ya. Gracias, Ablabio. —Una vez más, el emperador Maximiliano recorrió la sala con la mirada. En esta ocasión, sus ojos no se detuvieron, sino que describieron círculos sin cesar, como si no vieran dónde podían aterrizar.
Finalmente, el tenso silencio fue roto por Erucio Glabro, el cónsul más veterano, un individuo de aspecto noble y nariz aguileña, cuyo árbol genealógico se remontaba a los primeros años del Imperio. El mismo había tenido pretensiones imperiales, treinta o cuarenta años atrás, pero ahora estaba viejo, y el sentimiento general era que se había vuelto notablemente estúpido.
—¡Esto es un asunto serio, César! Si desembarcan un ejército en la costa e inician la marcha hacia launa, no podremos impedirles que recorran todo el camino hasta la misma ciudad de Roma.
El emperador sonrió. Parecía tremendamente cansado.
—Gracias por poner palabras a lo obvio, Glabro. Estaba seguro de que podría contar contigo para eso.
—Majestad…
—Gracias, te he dicho.
El cónsul veterano se acurrucó en su asiento. El emperador, mientras sus ojos centelleantes y escrutadores erraban de nuevo entre el grupo, dijo:
—Creo que las posibilidades que tenemos son cuatro. Podemos desplazar el ejército bajo Julio Fronto desde la frontera gala hasta las proximidades de launa y esperar que lleguen allí a tiempo para interceptar a cualquier tropa griega que venga hacia el este por la costa de Liguria. Pero con toda probabilidad, llegarían demasiado tarde. Podríamos traer los ejércitos comandados por Claudio Léntulo a través de Venecia para defender la frontera de launa. Probablemente esto funcionaría, pero dejaría nuestra frontera noreste abierta de par en par al ejército que Andrónico tiene en Dalmacia y, antes de que supiéramos lo que estaba pasando, los tendríamos en Rávena o incluso en Florencia. Por otra parte, podríamos llamar al ejército de Sempronio Rufo, que se encuentra al norte de Calabria, para que defendiera la capital, traer al sur a Léntulo hasta Tuscia y Umbría y abandonar el resto de la península a los griegos. Eso nos dejaría como estábamos hace dos mil años, supongo, pero las oportunidades de que podamos resistir aquí, en el corazón de la antigua Roma durante mucho tiempo, parecen bastante buenas.
Se produjo otro largo silencio.
Entonces, Germánico César dijo con su característica, perezosa y ofensiva forma de hablar arrastrando las sílabas:
—Creo que has mencionado que teníamos cuatro alternativas, hermano. Sólo has expuesto tres.
El emperador no pareció contrariado. De hecho, parecía haberle agradado la intervención de Germánico.
—¡Bravo, hermano! ¡Bravo! Existe una cuarta posibilidad. Que consiste en cruzarse de brazos, en ignorar totalmente este mensaje interceptado, en quedarnos aquí tranquilos con nuestras defensas en su actual configuración, y dejar que los griegos hagan cualquier movimiento que tengan pensado.
Antípatro oyó algunas exclamaciones de asombro y más tarde se desencadenó un desenfrenado barullo general. El emperador, inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho y los labios arqueados en la más débil de las sonrisas, aguardó a que se extinguiera. Cuando el orden se restableció, se pudo oír claramente la voz del cónsul Herenio Capito, preguntando:
—¿No sería tal cosa el suicidio de nuestra nación, César?
—Igualmente podrías afirmar que cualquier medida que adoptemos en este momento sería suicida —dijo el emperador—. Defendernos en un frente nuevo significa dejar desprotegido algún frente existente. Retirar las tropas de alguna de nuestras fronteras crearía una brecha por la que fácilmente podría penetrar el enemigo.
—Pero ¡no emprender ninguna acción, sea la que sea, mientras los griegos prácticamente están desembarcando un ejército en nuestro patio trasero…!
—Ah, pero ¿lo están, Capito? ¿Qué ocurriría si el mensaje que Antípatro nos acaba de leer fuera un fraude?
Se produjo entonces un instante de calma y estupefacción, después del cual sobrevino un segundo alboroto. «¿Un fraude?, ¿un fraude?, ¿un fraude?», exclamaron ministros y consejeros imperiales todos a la vez. Parecían aturdidos. Como también lo estaba Antípatro pues, ¿no era precisamente ésa la idea, inverosímil, absurda, que Justina le había sugerido en la intimidad de su hogar la noche antes?
Antípatro escuchó con asombro cómo Maximiliano argumentaba que la supuesta carta del Gran Almirante Crisoloras podría haber sido concebida exclusivamente como una trampa, siendo su intención inducir a los romanos a retirar sus tropas de un frente militar que se hallaba en auténtica necesidad de defender, y desplazarlas a un lugar en el que no había amenaza real alguna.
Eso era posible, sí. Pero ¿era probable?
Para Antípatro, no. Su padre le había enseñado a no subestimar nunca la astucia de un enemigo, de la misma manera que tampoco nunca debía sobreestimarla. Había comprobado bastantes veces lo fácil que era que uno se pasara de listo tratando de prever demasiados movimientos en un juego. Era mucho más razonable —pensó—, creer que los griegos tenían realmente buques de guerra allí, al otro lado de Cerdeña, y que en aquellos momentos se estaban preparando para tomar los puertos ligures, que suponer que la carta de Crisoloras fuera, sencillamente, una inteligente estratagema propia de algún juego de (¿cuál era aquel que les gustaba tanto a los persas?) ajedrez, sí, de un gigantesco juego de ajedrez.
Pero nadie podía decirle al emperador a la cara que una posibilidad que había presentado era absurda o, incluso, sencillamente improbable. Muy pronto se pudo ver a los ministros y consejeros reunidos convenciéndose a sí mismos para aceptar el argumento de que podría no ser necesario reaccionar a las supuestas órdenes al comandante de la flota de Cerdeña porque, sencillamente, podía no haber ninguna flota allí. Lo que, en términos políticos, era la posición menos comprometida que podía adoptarse. Con la decisión de no hacer nada, se ahorraban tener que retirar legiones romanas de un puesto fronterizo que, sin duda, se hallaba en peligro de ataque inminente. A nadie le gustaría asumir esa responsabilidad.
A la postre, pues, el Gran Consejo votó por mantenerse a la expectativa. Y a continuación se fueron todos al Senado, en el Foro, para llevar a cabo el absurdo ritual de presentar la «no-decisión» para su ratificación por el Senado en pleno, previamente decretada.
—Quédate un momento —dijo el emperador a Antípatro mientras los demás se dirigían a las literas que les aguardaban.
—¿Sí, César?
—Te he visto sacudir la cabeza mientras se estaban contando los votos.
Antípatro no vio ningún sentido en contestarle. Contemplaba al emperador con la mirada perdida, desabrida, sumisa.
—Tú crees que la carta del almirante es auténtica, ¿verdad, Antípatro?
—Desde luego, la caligrafía y el estilo en la redacción son bizantinos —dijo Antípatro cautelosamente—. También el sello lo parece.
—No me refiero a eso. Estoy hablando de la flota que se supone que debemos creer que está anclada frente a la costa occidental de Cerdeña. ¿Crees que de verdad está allí?
—César, no me encuentro en posición de especular sobre…
—Yo también creo que está allí —dijo Maximiliano.
—¿De verdad lo crees, César?
—Totalmente.
—Entonces, ¿por qué permitiste…?
—¿Por qué permití que ellos votaran no emprender ninguna acción? —Una expresión de terrible fatiga atravesó el rostro del emperador—. Porque era lo más fácil, Antípatro. Mi obligación era informarles de la carta, pero no hay nada que podamos hacer al respecto, ¿no lo comprendes? Incluso si los griegos están de camino a Liguria, no disponemos de tropas para enviar allí y que se enfrenten a las suyas.
—¿Qué haremos pues, César, si invaden la península?
—Luchar, supongo —dijo Maximiliano, sin ánimo—. ¿Qué otra cosa se puede hacer? Haré venir el ejército de Léntulo de la frontera dálmata, traeré a los hombres de Sempronio Rufo desde el sur, nos refugiaremos en la capital y nos defenderemos lo mejor que podamos.