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—No… no…

—Está bien. Apartémonos del sol por lo menos. Entremos en el templo. De todas formas, quiero hablar contigo.

—¿Hablar conmigo?

Sin poder oponerse, Antípatro se dejó poner en pie y ser conducido, a través de la docena de escalones o más, hasta el templo de Justiniano. El interior, una vez franqueada la gran puerta de bronce, era fresco y oscuro. El lugar estaba desierto, no había sacerdotes ni fieles. Un brillante rayo de luz, procedente de una abertura en lo alto de la bóveda, iluminaba una losa de mármol encima del altar, que proclamaba, en brillantes caracteres de oro, el amor eterno del emperador Justiniano por su pariente y homólogo en Occidente, Su Majestad Romana Imperial Heraclio II Augusto.

Germánico se rió levemente.

—¡Esos dos deberían enterarse de lo que está pasando ahora! ¿Crees que podía haber funcionado? ¿Dividir el Imperio y esperar que las dos mitades convivieran pacíficamente para siempre?

Antípatro, todavía mareado, sentía escasos deseos de hablar de historia con el príncipe Germánico justo entonces.

—Quizás en un mundo ideal… —empezó.

Germánico volvió a reírse, en esta ocasión con una gran carcajada socarrona.

—¡Un mundo ideal, sí! ¡Muy bueno, Antípatro! ¡Muy bueno! Pero sucede que vivimos en el real, ¿no es así? Y en el mundo real no hubo manera de que un Imperio con el tamaño que una vez tuvo éste se mantuviese intacto, de modo que se impuso una división. Pero Antípatro, desde que el primer Constantino lo dividió, la guerra entre las dos mitades era inevitable. Lo asombroso es que haya tardado tanto tiempo en producirse.

Allí, en el sereno templo de Justiniano, el hermano disoluto y beodo del emperador estaba pronunciando un discurso sobre historia. «Qué extraño —pensó Antípatro—. Y ¿hay algo de cierto en la reflexión de Germánico? —se preguntaba—. ¿Era inevitable la guerra entre Oriente y Occidente?»

Dudaba de que Constantino el Grande (que había dividido por la mitad el mundo romano, tan difícil de manejar, estableciendo una segunda capital al este, lejos de Roma, en Bizancio, sobre el Bosforo), hubiera pensado eso alguna vez. Era indudable que Constantino imaginó que sus hijos compartirían pacíficamente el poder: uno reinando sobre las provincias orientales de la nueva capital —Constantinopla—; otro en Italia y las provincias del Danubio; y un tercero en Britania, la Galia e Hispania. Pero con Constantino apenas enterrado, el escindido Imperio se vio envuelto en guerras, con uno de sus hijos atacando a otro y apoderándose de su reino. Durante los siguientes sesenta años, todo fue un cambio incesante, hasta que el gran emperador Teodosio provocó la división administrativa definitiva del mundo romano separando sus territorios de habla griega de aquellos otros de habla latina.

Pero tampoco Teodosio aceptó la idea de la inexorabilidad de la guerra este-oeste. Por decreto suyo, los dos emperadores, el oriental y el occidental, se considerarían colegas: gobernadores conjuntos de todo el reino, que debían consultar entre sí los asuntos de Estado más importantes e, incluso, estaban investidos ambos de la potestad de nombrar un sucesor del otro en caso de fallecimiento de éste. No funcionó así, por supuesto. Las dos naciones se habían ido separando poco a poco, aunque había persistido algún acuerdo de colaboración durante algunos cientos de años.Y ahora…, la fricción del pasado medio siglo, paulatinamente intensificada, culminaba en la actual guerra del este contra el oeste… La estúpida, innecesaria y horrenda guerra que estaba a punto de estallar en toda su furia sobre aquella ciudad, la más grande de todas…

—¡Mira esto! —exclamó Germánico, que se había apartado de Antípatro para deambular por el templo vacío, observando las pinturas y los mosaicos con los que los artesanos bizantinos de Justiniano habían adornado las paredes del edificio—. Odio el estilo griego, ¿tú no? Plano, rígido, chirriante… se podría creer que no saben una maldita palabra sobre perspectiva. Si yo hubiera sido Heraclio, habría cubierto las paredes de escayola en el mismo momento en que los hombres de Justiniano salieron de la ciudad. Pero ahora ya es demasiado tarde para estas cosas. —Germánico había llegado al otro extremo y levantó la vista un instante hacia un enorme retrato regio de un solemne Justiniano de ceño fruncido, hecho con relucientes baldosas doradas, y que emergía desde el vientre de la bóveda como el mismo Júpiter fulminando al mundo con su mirada. Entonces se volvió hacia Antípatro—: Pero ¿qué estoy diciendo? —bramó en medio de la penumbra y el eco—, ¡si tú mismo eres griego! ¡A ti te gusta esta clase de arte!

—Soy ciudadano romano de nacimiento, señor —dijo Antípatro tranquilamente.

—Sí, sí, por supuesto. Por eso hablas griego tan bien y tienes el aspecto que tienes.Y esa preciosa damita de ojos oscuros con la que pasas las noches… ¿es romana también, no es cierto? ¿De dónde vienes, Antípatro? ¿Alejandría? ¿Cyprium?

—Señor, nací en Salona, Dalmacia. En aquel tiempo era territorio romano.

—Salona, sí. El palacio de Diocleciano está allí, ¿verdad?Y nadie diría que Diocleciano no era romano. Sin embargo, ¿por qué pareces tan condenadamente griego? Ven aquí, déjame mirarte, Antípatro. ¡Qué nombre romano tan bonito tienes!

—Mi familia era griega de origen. Procedíamos de Antioquia, pero eso fue hace muchos siglos. Si yo soy griego, entonces los romanos son troyanos, porque Eneas vino de Troya para fundar este asentamiento que se convirtió en Roma. Y ¿dónde está Troya hoy sino en territorio del emperador griego?

—¡Oh, oh, oh! ¡Un hombre docto! ¡Un sofista! —Germánico volvió decididamente junto a Antípatro y lo agarró por la pechera de la túnica, manteniéndolo firmemente sujeto. Antípatro esperaba una bofetada. Se protegió la cara con la mano—. No hace falta que te protejas —dijo el príncipe—. No voy a golpearte. Pero eres un traidor, ¿verdad? Griego y traidor. Y que duerme con el enemigo. Te hablo de esa mocita tuya griega, la pequeña espía de pechos prominentes. Cuando el basileo entre triunfante en Roma, correréis a su lado y le diréis que todo este tiempo fuisteis leales a él.

—No, señor. Con tu permiso, nada de eso es cierto, señor.

—¿No eres un traidor?

—No, señor —dijo Antípatro desesperadamente—. Ni tampoco Justina es una espía. Somos romanos de Roma, leales al Oeste. Yo sirvo a tu regio hermano, el cesar Maximiliano Augusto y a nadie más.

Eso pareció surtir efecto.

—Está bien. Bien. Lo creeré. Pareces sincero. —Germánico le guiñó el ojo, le soltó con un ligero empujón y se dio la vuelta dando la espalda a Antípatro. Con un tono mucho menos maníaco, casi contenido, le dijo—: Te quedaste en la sala después de que todos nos hubiésemos marchado. ¿Tenía César algo interesante que decirte?

—¿Por qué? ¿Por qué? Él simplemente…

Antípatro titubeó. ¿Qué tipo de lealtad tendría a César si revelara sus conversaciones privadas a otro, aunque se tratara del propio hermano del emperador?

—No dijo nada importante, señor. Sólo una breve recapitulación de la reunión. Eso fue todo.

—¿Una breve recapitulación?

—Sí señor. Nada más.

—Tengo mis dudas. Tú y él sois uña y carne, Antípatro. Él confía en ti, lo sabes, siendo un grieguito sospechoso como eres. Los emperadores siempre confían en sus secretarios más que en nadie. No le importa que seas griego. Él te cuenta cosas que no dice a nadie más. —Germánico volvió a darse la vuelta. Sus ojos verdosos taladraron los de Antípatro con repentina ferocidad—. Tengo mis dudas —volvió a decir—. ¿Decía él la verdad cuando afirmó que no teníamos por qué hacer nada respecto a esa flota enfrente de Cerdeña? ¿Lo cree de verdad?