Выбрать главу

– Oh, no, no tienes ni idea, tu madre es una santa, una diosa del cielo. Chiquita es la persona más dulce que hay sobre la Tierra. Ojalá fuera mi madre.

– Es verdad, tengo mucha suerte -admitió María, que era la primera en apreciar la buena relación que tenía con su madre.

– Lo único que pido es que mi madre me deje en paz. Todo porque soy la más pequeña y la única hija -se quejó Sofía, subiendo la escalerilla y tumbándose junto a su prima en otra de las tumbonas.

– Supongo que Panchito centra casi toda la atención de mamá.

– Ojalá tuviera un hermano pequeño en vez de esos dos zoquetes. Agustín es una pesadilla, siempre se está metiendo conmigo. Me mira con esa expresión de superioridad que odio.

– Rafa es bueno contigo.

– No es él quien me molesta. Es Agustín el que tiene que irse. Ojalá se fuera a estudiar al extranjero. Me encantaría que desapareciera, en serio.

– Nunca se sabe, puede que tu deseo se cumpla.

– Si te refieres al árbol, tengo cosas más importantes que pedirle -le dijo Sofía, y sonrió para sus adentros. No tenía intención de desperdiciar uno de ellos en Agustín.

– Entonces, ¿qué piensas hacer con el partido? -preguntó María, untándose aceite en sus voluptuosos muslos-. Estoy muy quemada, ¿no?

– Sí, estás negra, pareces una india. Venga, dame un poco. Gracias a Dios no he heredado de mamá su pelo rojo y su piel blanca. El pobre Rafa se pone siempre como un cangrejo.

– Bueno, dime, ¿qué piensas hacer?

Sofía dio un profundo suspiro.

– Me rindo -dijo, dramática, levantando los brazos.

– Sofía, no te pega nada rendirte. -María estaba un poco decepcionada.

– Bueno, todavía no he planeado nada. De todos modos, en realidad no sé si me importa tanto. Aunque valdría la pena hacer algo sólo para ver la cara de mamá y de Agustín.

Justo en ese momento dos fuertes brazos la levantaron de la tumbona antes de que pudiera darse cuenta de lo que ocurría. En un segundo se encontró volando por los aires y luego cayendo al agua, gafas de sol incluidas, luchando por liberarse.

– ¡Santi! -jadeó, feliz, a la vez que emergía a la superficie para coger aire-. ¡Boludo! -Se tiró sobre él y hundió su cabeza burlona en el agua. Estuvo más que encantada cuando él la atrapó, abrazándola por las caderas y hundiéndola de nuevo. Lucharon bajo el agua hasta que tuvieron que salir a respirar a la superficie. Sofía hubiera deseado seguir luchando un poco más, pero se vio siguiendo a regañadientes a Santi al borde de la piscina.

»Un millón de gracias. Estaba empezando a freírme -dijo por fin, una vez que hubo recuperado el aliento.

– Me dio la impresión de que te estabas cocinando demasiado, como una de esas salchichas de José. Lo he hecho por tu bien -contestó Santi.

– Seguro.

– Entonces, Chofi, ¿no vas a jugar esta tarde? -la azuzó-. Has dado cuerda a tus hermanos como a dos ratones mecánicos.

– Mejor, necesitaban que alguien lo hiciera.

– En realidad, no creías que Paco fuera a dejarte jugar, ¿verdad?

– Si quieres que te diga la verdad, sí, creía que podría convencer a papá.

Santi sonrió, divertido. Al hacerlo se le marcaron las líneas que le rodeaban los ojos y la boca de esa forma tan particular y tan suya. Está desesperantemente guapo cuando sonríe, pensó Sofía.

– Si hay alguien que pueda convencer de algo al viejo Paco eres tú. ¿Qué pasó?

– Deja que te lo deletree: M-A-M-Á.

– Ya veo. Entonces ¿no hay más que hablar?

– No.

Santi salió del agua y se sentó sobre las piedras caldeadas por el sol que bordeaban la piscina. Tenía el pecho y los brazos cubiertos de vello suave y rubio que Sofía encontraba curiosamente fascinante,

– Chofi, tienes que demostrar a tu padre que puedes jugar tan bien como Agustín -sugirió Santi, apartándose de los ojos el pelo rubio y empapado.

– Tú sabes que puedo jugar mejor que Agustín. José también lo sabe. Pregúntaselo.

– No importa lo que José y yo pensemos. La única persona a la que tienes que impresionar es a tu padre… o al mío.

Sofía entrecerró los ojos durante un instante.

– ¿Qué estás tramando? -le preguntó él, divertido.

– Nada -respondió Sofía con timidez.

– Te conozco, Chofi…

– ¡Oh, mira, nos invaden! -dijo María mientras Chiquita y Panchito, su hijo menor, se acercaban a la piscina rodeados de cinco o seis primos más.

– ¡Vamos, Santi! -dijo Sofía, dirigiéndose a las escaleras-. Larguémonos de aquí. -Luego, pensándolo dos veces, se giró hacia su prima-. ¿Vienes, María?

María meneó la cabeza y saludó a su madre con la mano, haciéndole señas para que se le acercara.

A mediodía, el delicioso olor a carbón del asado se mezclaba con la brisa y flotaba sobre el rancho, llevando a grupos de perros escuálidos a merodear hambrientos junto a la barbacoa. José había estado ocupándose de mantener vivo el fuego desde las diez para que la carne estuviera bien hecha a la hora del almuerzo. Soledad, Rosa, Encarnación y las criadas de las otras casas preparaban las mesas para la tradicional reunión de los sábados. Los manteles blancos y la cristalería resplandecían bajo el sol.

De vez en cuando la señora Anna dejaba la revista a un lado y aparecía con su largo vestido blanco y su sombrero de paja para echar un vistazo a las mesas. Con su melena pelirroja y su piel blanca, las criadas la miraban con curiosidad, como miraban a la austera virgen María de la pequeña iglesia de Nuestra Señora de la Asunción situada en el pueblo. Era una mujer firme y directa y mostraba poca paciencia si algo no la complacía. Su dominio del español era sorprendentemente descuidado para alguien que había vivido tantos años en Argentina, y era objeto de brutales imitaciones en las dependencias de los criados.

Sin embargo, el señor Paco era muy querido en Santa Catalina. Héctor Francisco Solanas, el padre de Paco, había sido un hombre digno y resuelto que anteponía la familia a los negocios y a la política. Creía que nada era tan importante para un hombre como su casa. María Elena, su mujer, era la madre de sus hijos y por ello la había tenido siempre en gran estima. La respetaba y la admiraba y, a su manera, la amaba. Pero nunca habían estado enamorados. Los padres de ambos, que eran grandes amigos, los habían escogido el uno para el otro, convencidos de que su matrimonio sería beneficioso para ambas familias. Y así lo fue en cierto sentido. María Elena era hermosa y competente, y Héctor era atezado y enérgico, con una gran cabeza para los negocios. Eran la pareja de moda de Buenos Aires, y su presencia era constantemente requerida en todas partes. Recibían invitados con prodigalidad y eran queridos por todos. Pero, en cuanto a química, no se amaban de la forma en que dos enamorados deberían amarse. Sin embargo, en la oscuridad de la madrugada, a veces hacían el amor con una pasión arrebatadora, como si de pronto se hubieran olvidado de sí mismos, o del otro, para despertar más tarde y volver a su habitual formalidad, evaporada con el amanecer la intimidad de la noche anterior.

María Elena había aceptado que Héctor tuviera una amante en el pueblo. Todo el mundo lo sabía. Además, era muy común que los maridos tuvieran amantes, así que ella terminó por aceptarlo y nunca lo comentó con nadie. Para llenar el vacío de su vida se había entregado en cuerpo y alma a sus hijos, hasta que llegó Alexei Shahovskoi. Alexei Shahovskoi había salido de Rusia huyendo de la Revolución de 1905. Extravagante, soñador, había entrado en la vida de María Elena en calidad de profesor de piano. Además del piano, Alexei le enseñó a apreciar la ópera, el arte y la pasión de un hombre para quien el amor estaba en perfecta consonancia con la música que enseñaba. Si María Elena en algún momento correspondió a los sentimientos que sonaban con cada nota que él tocaba y que le demostraba en la forma silenciosa con que la acariciaba con sus ojos acuosos, nunca traicionó a su esposo ni a sí misma. Disfrutaba de su compañía y de su instrucción, pero rechazó sus avances con la dignidad de una mujer honorable que ya ha decidido en la vida. Él no satisfacía en ella su necesidad de amor, pero sí le dio el regalo de la música. En cada una de sus partituras había un país por el que suspirar, una puesta de sol con la que llorar, un horizonte hacia el que volar… La música dio a María Elena los medios para vivir otras vidas en su imaginación, y le abrió no sólo una vía de escape a las restricciones a menudo sofocantes de su mundo, sino además una felicidad inmensa. Lo que mejor recordaba Paco de su madre era su amor por la música y sus hermosas manos blancas danzando sobre las teclas del piano.