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– Señora Harrison, ha tenido una niña preciosa -dijo el doctor, entregando el bebé a la enfermera.

– ¿Una niña? -suspiró Sofía con voz débil-. Una niña. Gracias a Dios.

– ¡Qué rápido! -dijo David con gran efusividad, intentando ocultar la emoción que le ahogaba la garganta como si acabara de tragarse una enorme bola de algodón-. ¡Qué rápido!

La enfermera dejó al bebé, ahora envuelto en un pequeño cobertor de muselina, junto al pecho de su madre para que Sofía pudiera tenerlo en sus brazos y mirarle la carita enrojecida. Acostumbrada como estaba a ver a padres totalmente embargados por la emoción, hizo gala de todo su tacto al girarse para que el padre de la criatura dirigiera a su esposa unas palabras llenas de orgullo.

– Una niña -suspiró David, mirando dentro del cobertor blanco-. Es el vivo retrato de su madre.

– En serio, David, si yo soy así tiro la toalla ahora mismo -bromeó ella sin fuerzas.

– Cariño, has sido muy valiente. Has hecho un milagro -susurró al tiempo que le temblaban los labios a la vista del diminuto ser humano que se retorcía en brazos de su madre.

– Un milagro -repitió Sofía, besando con ternura la frente húmeda de su nuevo bebé-. Mira qué perfecta es. Qué naricita tan diminuta. Es como si Dios se hubiera olvidado de darle una y se la hubiera pegado a la cara en el último segundo.

– ¿Qué nombre le pondremos?

– No sé. Lo que sí sé es cuál no le pondremos.

– ¿Elizabeth? -pregunto él echándose a reír.

– ¿Cómo se llamaba la madre de tu padre? -preguntó Sofía.

– Honor. ¿Y tu madre? ¿Y tu abuela?

– Honor, me gusta. Muy inglés. Honor -repitió mirando a su niña a los ojos.

– Honor Harrison… a mí también me gusta. A mi madre no. Odiaba a su suegra.

– Entonces por fin tenemos algo en común -comentó Sofía con brusquedad.

– Nunca pensé que llegaras a tener nada en común con ella.

– Honor Harrison, serás hermosa, tendrás talento y serás inteligente e ingeniosa. Tendrás lo mejor de los dos y te querremos siempre -decidió, sonriendo feliz a David-. Dile a Dominique que quiero verla. Hay aquí alguien que quiero presentarle.

Después de Dominique, los primeros en ir a verla fueron Daisy, Antón, Marcello y Maggie, que llegaron al hospital el segundo día, cargados de flores y de regalos. Antón llegó con sus tijeras para cortarle el pelo a Sofía, y Maggie apareció con su equipo de manicura para hacerle las uñas. Marcello se acurrucó en una silla y se quedó allí en silencio, mudo y guapísimo como un retrato recién pintado. Daisy se inclinó sobre la cama de Sofía para mirar enternecida a la cuna que tenía al lado.

– Somos los Reyes Magos, cariño -dijo Maggie-. Traemos regalos para el nuevo mesías. Aunque al parecer no somos los primeros -añadió señalando con la mirada los ramos de flores y los regalos que llenaban la habitación.

– Son cuatro -apuntó Sofía.

– No, Marcello no cuenta. Está de cuerpo presente, pero como si no estuviera -respondió.

– Hemos venido a mimar a mamá -declaró Antón mientras le cepillaba el pelo-. No sé lo que es dar a luz, nenita, pero una vez vi un documental en la tele y de poco me desmayo.

– Antón, no sé de qué te preocupas, eso es algo por lo que nunca tendrás que pasar -dijo Sofía alegremente mientras veía cómo oscuros mechones de pelo caían a su alrededor como plumas.

– A Dios gracias. ¿Os imagináis qué griterío y, sobre todo, qué escándalo? -bromeó Maggie cogiendo un bote de esmalte de uñas violeta-. Si los hombres tuvieran hijos, incluso los medio-hombres como Antón, no podríamos soportar los quejidos ni los chillidos. Esperemos que la ciencia nunca llegue tan lejos, o al menos que yo no lo vea.

– Violeta no, Maggie. ¿Por qué no pruebas con un rosa pálido? -dijo Sofía.

– ¿Natural? -se revolvió Maggie, visiblemente horrorizada.

– Sí, por favor. Ahora soy madre -respondió Sofía con orgullo.

– Eso de ser madre no te durará mucho, ya lo verás. Cuando hayas tenido que soportar todos esos lloros y esos chillidos durante unas semanas, querrás volver a metértela dentro. Lo sé porque Lucien me volvía loca. Casi la meto en el horno con el asado del domingo. Créeme, dentro de nada estarás deseando volver a ser independiente, cariño. En cuanto quieras volver a las uñas violetas y al pelo verde, Antón y yo estaremos preparados, ¿verdad, Antón?

– Desde luego, Maggie. Hoy en día la gente es tan aburrida. Lo único que quieren son reflejos. ¡Reflejos! ¿Qué tienen de especial los reflejos?

– Bueno, ¿cómo estás, cariño? Dolorida, supongo. Me sorprende que puedas sentarte -dijo Maggie con una mueca de compasión-. Hace veinte años que tuve a Lucien y todavía no me he recuperado del todo. Eso es lo triste del asunto. Viv me adoraba por mi cuerpo hasta que tuve a Lucien. Entonces empezó a buscar a alguien que tuviera los lugares adecuados más firmes y tersos. Dicen que eres como un elástico que vuelve a su estado original. No sé, a mí eso no me pasó. Mi cuerpo no tiene nada de elástico. Antes podía tocarme los pies con la punta de los dedos, ahora ni siquiera puedo verlos. No sabría decirte dónde están. Es culpa del embarazo. Sí, Eva tiene la culpa. Si hubiera sido ese cobarde de Adán quien hubiera comido la manzana del árbol de Dios, ahora no estaríamos gordas y blandengues, ¿no?

– Habla por ti, Maggie. Sofía está perfecta -dijo Daisy, mirando a su amiga con una amplia sonrisa en los labios-. ¿Cómo estás? ¿Es tan terrible como dice Maggie?

– Maggie siempre exagera -dijo Sofía, sonriendo a Maggie-. En realidad, el parto fue muy fácil. A David le ha quedado la mano un poco destrozada, pero aparte de eso está feliz y se siente orgullosísimo. Yo también.

– ¿Dónde está ese encanto de marido tuyo? -dijo Antón con la voz pastosa-. Siempre he sentido una especial predilección por los hombres casados. -Miró a Marcello, que no se había movido desde que había entrado.

– Vendrá más tarde. Pobrecito, está destrozado -respondió Sofía.

– Es un cielo -intervino Daisy, volviendo a mirar dentro de la cuna-. La niña es como un ratoncito.

– Querida, no deberías hablar así del bebé. Las madres siempre piensan que sus bebés son preciosos -la reprendió Maggie-. Yo pensaba que Lucien era preciosa hasta que creció.

– Si vas a compararla con un animal, intenta ser un poco más imaginativa, nenita. Los ratones son de lo más vulgar -dijo Antón, retirándose un poco para admirar su trabajo.

En ese preciso instante se abrió la puerta, dando paso a Elizabeth Harrison. Sus ojos hundidos recorrieron la habitación, buscando a Sofía entre los presentes, mientras su escuálido cuello se bamboleaba como el de un pavo bajo su prominente barbilla.

– ¿Es esta la habitación de la señora Harrison? -ladró-. ¿Quién es toda esta gente?

Sofía miró a Maggie, que estaba soplándole las uñas para secarlas.

– Es la bruja mala del Norte -susurró.

Maggie levantó la mirada.

– ¿Estás segura? Parece más uno de los amigos de Antón disfrazado de drag-queen.

– He venido a ver a mi nieta -dijo la mujer sin saludar a su nuera. Cruzó la habitación visiblemente enojada-. Esto es un hospital, no una asquerosa peluquería -soltó con una mueca de desaprobación.

– Pues a ti no te vendría mal un corte de pelo, bonita -dijo Antón, hundiendo las mejillas cuando ella pasó junto a él-. Llevas un look muy passé. No te ayuda a disimular la edad.

– Madre de Dios, ¿quién eres tú? -preguntó ella retrocediendo-. ¿Quién es esta gente?