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– Felicidades, Sofía -dijo Ariella con voz calmada.

– ¿Qué está pasando, Ariella? -preguntó Sofía poniéndose seria.

– Oh, nada. Sencillamente me estoy tomando un respiro -respondió sin darle la menor importancia.

– ¿Cuándo pensáis volver?

– En cuanto haya conseguido que Alain vuelva a prestarme atención enviaré a Zaza de vuelta a casa. Imagino que entonces podrá darle a Tony un poco de vida -concluyó Ariella soltando una risilla.

– Qué mala eres -dijo Sofía, que parecía estar divirtiéndose de lo lindo.

– De mala nada. Les estoy haciendo un favor. Zaza necesita una aventura. Tony necesita a una nueva Zaza, y Zaza necesita a una nueva Zaza, créeme.

– Mejor que me ande con cuidado -dijo Sofía entre risas.

– No te preocupes, no eres mi tipo. Eres demasiado inteligente. No, no me divertiría nada contigo.

Esa noche Sofía soñó que estaba sentada en la cama del hospital hablando con Ariella y con Zaza, que intentaban convencerla para que dejara a David y se fuera con ellas a la Provenza. Sofía meneaba la cabeza, riéndose y diciendo que no, que se olvidaran del asunto, y ellas también se reían, a la vez que le decían lo bien que lo pasaría. En ese momento se abría la puerta de golpe y entraba una mujer vestida de negro. Parecía un cuervo. Estaba arrugada y encorvada y cojeaba, dando la sensación de que arrastraba un pie. Apestaba. Ariella y Zaza retrocedieron, tapándose la nariz antes de desaparecer en la nada. De pronto, la mujer se acercó a la cuna y cogió a la niña. Sofía chillaba, luchando por no soltar a Honor, intentando desesperadamente que no la separaran de ella. La mujer era tan fea y tan deforme que no parecía un ser humano. Más bien parecía un murciélago. Decía: «Prometiste entregar a tu bebé. Es demasiado tarde para cambiar de opinión». En ese momento se convirtió en Elizabeth Harrison, que la observaba con esos ojos acuosos y bulbosos que nadaban en sus cuencas como ostras.

La enfermera agitó a Sofía para despertarla. Estaba muy alterada, y sudaba y chillaba pidiendo ayuda. Cuando despertó se quedó mirando a la enfermera con ojos asustados y abiertos como platos hasta que, pasados unos segundos, se dio cuenta de que estaba despierta y no atrapada en una pesadilla.

– ¿Está usted bien, señora Harrison? Tenía una pesadilla -dijo la enfermera con una sonrisa compasiva.

– Quiero ver a mi marido -sollozó Sofía-. Quiero irme a casa ahora mismo.

Al día siguiente, David se llevó a Sofía a casa. Una vez instalada entre los seguros muros de Lowsley, Sofía olvidó la pesadilla y a la extraña bruja que había intentado robarle a su pequeña. Estaba sentada delante de la chimenea con Sam y Quid, que no paraban de menear sus gruesos rabos, charlando alegremente con Hazel, la enfermera, que acunaba a Honor mientras la pequeña dormía. David estaba trabajando en el despacho, justo en la habitación de al lado, y Sofía pensaba que era maravilloso que la vida hubiera vuelto a la normalidad. Luego pensó en Zaza y en Tony y se preguntó si para ellos la vida volvería a ser igual.

Capítulo 34

Honor trepó a la mesa del comedor. Llevaba puesto el disfraz de león que Sofía le había comprado en Hamleys y rugía con furia a su amiga Molly, que corría delante de ella, chillando aparentemente aterrada. Los demás niños que habían ido a celebrar el tercer cumpleaños de Honor estaban con Sofía en la cocina, medio escondidos entre las piernas de sus madres. Pero Honor no le tenía miedo a nada. A menudo desaparecía durante horas hasta que su angustiada madre la encontraba tumbada sobre la hierba observando con atención una oruga o una babosa que le había llamado la atención. Todo la fascinaba, especialmente la naturaleza. Tenía la seguridad de que, si tardaba mucho en aparecer, su madre o la niñera terminarían por encontrarla.

Su madre le había dicho que ese era un día muy especial. Era su cumpleaños. Sabía cantar el «Cumpleaños feliz» y a menudo lo hacía en las fiestas de cumpleaños de otros niños, pero ese día no tenía que cantarlo porque sus amiguitos iban a cantárselo a ella. Luego podría soplar las velas. Eso le encantaba. Lo hacía a menudo en los pasteles de otros niños, lo que avergonzaba muchísimo a su madre, sobre todo cuando el niño en cuestión se echaba a llorar y había que buscar las cerillas para volver a encender las velas. Aquel era un día en el que se celebraban los tres años de felicidad que la pequeña había dado a Sofía y a David, así como la excusa perfecta para que su hija disfrutara de su propia fiesta de cumpleaños con sus amigos.

El corazón de Sofía se había expandido como el universo durante los tres últimos años. El abuelo O'Dwyer siempre decía que el propósito de la vida era engendrar más y más amor. Sofía pensaba que Dermot debía de estar muy orgulloso de ella, porque en su corazón no había ya espacio para más amor. Cada día que pasaba quería más a su hija, la quería más a medida que crecía y desarrollaba su fuerte personalidad. Pasaba horas dibujando con ella, leyéndole cuentos, llevándosela con ella a caminar al campo o sentándola encima de Hedgehog, su pequeño poni, y llevándolo de las riendas de un extremo a otro del camino que llevaba a los bosques. Honor era curiosa y valiente. Se llevaba a su amigo Hoo, el pañuelo de seda azul que le había regalado su padre, a todas partes, y Hoo hacía que se sintiera segura. Si Hoo se perdía, había que registrar la casa de arriba abajo hasta que aparecía, normalmente detrás de algún sofá o debajo de un cojín, y se lo devolvían a su ansiosa amiguita, que no podía dormir sin él.

– ¡Honor! -gritó Hazel con todas sus fuerzas, que a su edad no eran muchas. Había llegado para el cumpleaños de Honor con la intención de quedarse un mes, pero había terminado quedándose después de que David y Sofía le suplicaran que cuidara de la niña a jornada completa. Ella se lo había tomado como un cumplido y había aceptado su oferta, ya que se había encariñado muchísimo con la niña y con sus padres en el escaso tiempo que llevaba con ellos.

Más tarde celebró su decisión al conocer al pícaro Freddie Rattray, el viudo que cuidaba de la granja de sementales con la ayuda de su hija Jaynie. Sofía le llamaba Rattie, pero Hazel no conseguía comportarse de manera tan informal a pesar de que todos parecían llamarle Rattie. Para Hazel él era Freddie, pero sólo después de que él le hubiera pedido encarecidamente que no le llamara señor Rattray.

– Me hace sentir viejo -le había dicho-. Freddie hace que al menos me sienta a mitad de camino. No quiero ver la otra parte de la montaña durante muchos años.

Hazel se había echado a reír con timidez, pasándose la mano húmeda por el pelo cano y brillante que llevaba recogido en un precioso moño bajo. Daba la sensación de que llevaba a Honor a ver los caballos con demasiada frecuencia, y a menudo acompañaba a Freddie cuando él llevaba a la niña a dar una vuelta a lomos de Hedgehog. Sofía, normalmente rápida a la hora de detectar un cariño como aquél, estaba demasiado ocupada vigilando a su hija para darse cuenta de las miradas tiernas y las risas coquetas que resonaban desde los establos.

– ¡Honor, es la hora del té! -gritó Hazel, entrando en la diminuta habitación y encontrando a las dos niñas correteando en círculos como si imaginaran su propio tiovivo. Cogió a Honor en el momento justo en que ésta pasaba galopando a su lado y la ayudó a quitarse el disfraz de león. Honor había pedido claramente llevar un «bonito vestido» para la fiesta. Sofía se había echado a reír ante su precoz sentido de la etiqueta.

– Venga, vamos a ver qué ha preparado mamá para el té -dijo.

– ¡Galletas de chocolate! -chilló Honor con los ojos abiertos de contento.

– ¡Galletas de chocolate! -repitió Molly, siguiéndola.