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En la cocina, Sofía ayudaba a las otras madres a sentar a sus hijos. Johny Longrace lloraba porque Samuel Pettit le había pegado, y Quid ya le había lamido la carita a Amber Hopkins, algo que su madre consideró terriblemente insano. Corría de un lado a otro de la cocina, intentando encontrar un trapo limpio con que limpiar la cara de su niña.

– Honor, cariño, ven a sentarte -dijo Sofía sin perder la calma entre todo aquel caos-. Mira qué ingeniosos son esos sándwiches. Tienen forma de mariposa.

– ¿Puedo comer una galleta de chocolate, por favor? -preguntó la niña, alargando la mano para coger una.

– No hasta que no te hayas comido tu sándwich de Marmite -dijo Sofía sin poder evitar una mueca al percibir el olor a Marmite que se le había quedado pegado a los dedos.

– Sofía, ¿te importaría sacar a tu perro de aquí? Está intentando comerse el sándwich de Amber -dijo exasperada la madre de ésta. Sofía pidió a Hazel que encerrara a Quid en el estudio para que no diera problemas.

– También me puedes encerrar con él -dijo entre risas-, aquí tengo tantos problemas que casi no doy abasto.

– Sofía, Joey no ha comido azucarillos y parece que ya no quedan. Con lo que le gustan los azucarillos -dijo la madre de Joey, mientras su rostro vulgar iba arrugándose ante el temor de que su querido niño tuviera que quedarse sin. A Sofía le pareció igualita a las caras que Honor pintarrajeaba en los huevos durante el desayuno.

En ese momento se abrió la puerta de la cocina y entró Zaza. Llevaba unos pantalones de ante color crema y una chaqueta de tweed, y en sus labios se dibujó una roja mueca de contrariedad en cuanto vio la cocina llena de niños gritando a sus desquiciadas madres.

– Dios mío, ¿qué pasa aquí? -balbuceó horrorizada cuando Sofía tuvo que saltar para saludarla por encima de un niño que no paraba de berrear-. Si estos son los amigos de Honor, espero que cuando se haga mayor aprenda a elegir mejor.

Zaza había durado seis semanas en Provenza con Ariella y, más tarde, con Alain.

– En seguida me di cuenta de que sobraba -le había dicho a David-. Alain era adorable, pero un vago rematado. Apenas nos hacía caso. Sin embargo, Ariella estaba empeñada en recuperarle, y después de que hube cumplido con mi propósito, los dejé y volví a casa.

Luego Tony le dijo que había vuelto convertida en una mujer mucho más interesante y que estaba pensando en volver a enviarla el año siguiente para que tomara un curso de reciclaje. Sofía estaba contenta de que las aguas hubieran vuelto a su cauce. Le sorprendía lo mucho que había echado de menos a Zaza.

– Esta fiesta se está convirtiendo en una pesadilla -suspiró Sofía al ver a los niños llenarse de chocolate-. Uno de ellos va a vomitar en cualquier momento, estoy segura.

– Como alguno vomite encima de mis pantalones de ante le retuerzo el pescuezo -dijo Zaza dando un paso atrás.

– ¿Por qué no vas a sentarte al estudio? Estarás mucho más segura que aquí -sugirió Sofía.

– De hecho, he venido a decirte que este verano Tony quiere dar una fiesta por mi cincuenta cumpleaños -dijo Zaza con una amplia sonrisa-. No sé si celebrarlo o suicidarme. Bueno, será un almuerzo y nos encantaría que vinierais.

– Claro que iremos. Tampoco tenemos que ir demasiado lejos, ¿no es así? -apuntó Sofía echándose a reír.

– Ahora, si no te importa, me voy al estudio. Ven a buscarme cuando todo esto haya acabado, o por lo menos cuando se hayan lavado la cara y las manos.

En la fiesta, Honor tenía la cara llena de trochos de chocolate y de pastel, y el pelo cubierto de smarties, que había puesto ahí un dulcemente enamorado Hugo Berrins, que en ese preciso instante estaba tirando gelatina a los demás niños, sin tanta dulzura. Sofía puso los ojos en blanco y se apoyó en la encimera junto a Hazel.

– ¿Tú crees que Honor volverá a ser la misma después de esto? -dijo con gesto agotado. Se había dado cuenta de que últimamente se cansaba con mucha facilidad.

Hazel sonrió y se llevó las manos a sus anchas caderas de enfermera.

– Si no fuera por el monito ese -dijo, señalando a Hugo Berrins-, estaría como si acabara de salir de la bañera. La llevaré arriba una vez que se hayan ido todos y la bañaré.

– Pero lo ha pasado bien, ¿verdad?

– Le encanta ser el centro de atención. No conozco a nadie que le guste tanto que la adoren como Honor.

– Oh, querida, sé de quién lo ha heredado -se rió Sofía con ironía.

Por fin las madres arroparon a sus niños con sus gruesos abrigos y salieron a la noche de marzo, gritando a Sofía: «Te veremos el lunes en la escuela». Sofía les dijo adiós con la mano, feliz al verlas irse y decidida a hacer algo distinto para el siguiente cumpleaños de Honor.

– No me veo capaz de volver a pasar por esto el año que viene -dijo a Hazel-. Puede que organice una pequeña fiesta.

– Oh, volverá a pasar por esto, ya lo creo, señora Harrison. Siempre me sorprende la capacidad que tienen las madres para pasar por este caos año tras año. Pero los niños lo adoran, ¿no cree?

Hazel cogió de la mano a una adormilada Honor y se la llevó arriba para bañarla. Sofía le dio un beso en la naricilla, que era la única parte de la cara que no tenía cubierta de chocolate y de gelatina, antes de cruzar el vestíbulo para reunirse con Zaza.

Zaza escuchaba música junto a la chimenea. Fumaba y leía un libro sobre las estancias argentinas.

– ¿Qué es eso? -preguntó Sofía, tomando asiento a su lado.

– Es un libro titulado Estancias argentinas. Pensé que te gustaría -dijo Zaza.

– ¿Dónde lo has conseguido?

– Me lo ha dado Nick. Acaba de volver de allí. Lo ha pasado en grande jugando al polo.

– Vaya -dijo Sofía impasible.

– Qué libro tan maravilloso. ¿Tu casa era como una de éstas?

– Sí, exactamente como ésas.

– ¿Sabes?, creo que Nick estuvo jugando con un amigo tuyo -dijo Zaza-. De hecho estoy segura de que lo era porque Nick dijo que hablaron de ti. En realidad, ahora está aquí, en Inglaterra. Es jugador profesional. Dijo que te conocía.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Sofía sin estar demasiado segura de querer saberlo.

– Roberto Lobito -respondió Zaza, entrecerrando los ojos a la espera de la reacción de Sofía. Nick había dicho que al parecer Sofía había tenido una escandalosa aventura con un chico a la que sus padres no habían dado su aprobación y que por eso se había ido de Argentina. Zaza se preguntaba quién podía haber sido aquel hombre. Sofía relajó los hombros, y Zaza tachó a Roberto Lobito de su lista de sospechosos.

– Oh, Roberto -dijo soltando una carcajada-. Siempre fue un gran jugador, incluso entonces.

– Está casado con una mujer bellísima. Van a estar aquí hasta el otoño, creo. Espero que no te importe, pero los he invitado a mi fiesta.

– Vaya -dijo Sofía. Zaza sacó el humo del cigarrillo por la nariz y luego lo abanicó con la mano para que no llegara a Sofía, que no soportaba los cigarrillos.

– Creo que no he visto nunca a una mujer tan guapa como Eva Lobito -suspiró, dando una nueva chupada al cigarrillo.

– ¿Eva Lobito?

Sofía se acordó de Eva Alarcón y se preguntó si sería la misma persona. Era la única Eva que conocía.

– Es muy rubia, rubia como un ángel. Cara alargada, piel olivácea, risa encantadora y un cuerpo fantástico: piernas largas y un acento inglés muy marcado. Sencillamente encantadora.

No había duda. Se trataba de Eva Alarcón, y Sofía iba a volver a verla, y a Roberto, después de tantos años. Sabía que el reencuentro le devolvería los recuerdos felices, y con ellos la inevitable melancolía, pero sentía una gran curiosidad, y la curiosidad podía más que la ansiedad. Deseaba que llegara la fiesta como se desea una copa, a sabiendas de que después llegarán las náuseas y el dolor de cabeza.