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Sofía sentó a Honor sobre sus rodillas, la rodeó con los brazos y la abrazó, como solía hacer todas las noches antes de acostarla. Luego besó su piel pálida y perfecta.

– Mami, cuando yo sea mayor quiero ser como tú -dijo la pequeña.

– ¿Sí? -dijo Sofía con una sonrisa.

– Y cuando sea todavía más mayor quiero ser como papá.

– No creo que puedas, hija.

– Oh, sí, seré como él -dijo rotunda-. Seré igual a papá.

Sofía se rió por lo bajo al observar la percepción que tenía la niña de la evolución de una persona. Cuando, a las nueve y media, se metió en la cama, David le acarició la frente y la besó.

– Últimamente has estado muy cansada -le comentó.

– Sí, y no sé por qué.

– ¿No será que estás embarazada?

Sofía parpadeó y le miró esperanzada.

– No se me había ocurrido. He estado tan ocupada con Honor y con los caballos que no he llevado la cuenta de los días. Oh, David, quizá tengas razón. Eso espero.

– Yo también -dijo él, inclinándose para besarla-. Otro milagro.

Capítulo 35

Sofía se sentó en el tocón de un árbol que en una época había dominado las colinas. Había sido barrido por el terrible viento de octubre el otoño anterior. No hay nada invencible, pensó. La naturaleza es más fuerte que nosotros. Miró a su alrededor y, en esa luminosa mañana de junio, disfrutó del esplendor de un nuevo y efímero amanecer. Se llevó la mano a la barriga y se maravilló ante el milagro que crecía en ella, aunque se le hacía un nudo en el corazón cuando pensaba que su familia no sabía nada de la vida que se había construido al otro lado del océano. Nerviosa, se acordó de Roberto Lobito y de Eva Alarcón tal y como los había conocido, diez años atrás, e intentó imaginar el aspecto que tendrían en la actualidad.

En realidad, lo que más la preocupaba no era verlos, sino no verlos. Si en el último momento decidían no ir a la fiesta de Zaza, la desilusión sería enorme. Se había preparado mentalmente para la ocasión y durante los últimos meses su curiosidad había ido «in crescendo». Después de reconciliarse con el hecho de que iba a tener noticias de los suyos, se le hacía insoportable pensar que quizá no llegara nunca a enterarse de esas noticias. Deseaba desesperadamente saber qué había sido de Santi.

Llegó a casa a tiempo para darse un baño y prepararse para la fiesta de Zaza. Estuvo una hora probándose vestidos mientras Sam y Quid la miraban, incrédulos, sin dejar de menear el rabo cada vez que se probaba alguna prenda.

– ¡No sois de ninguna ayuda! -les dijo, tirando otro conjunto sobre la cama. Cuando David se asomó por la puerta, Sofía estaba de espaldas a él y luchaba, furiosa, con un vestido que al parecer se negaba a pasarle por las caderas. La miró durante unos segundos antes de que los perros le delataran.

– ¡Estoy gorda! -refunfuñó Sofía, enviando el vestido a la otra punta de la habitación de una patada.

Ambos se miraron en el espejo.

– Estoy gorda -repitió Sofía.

– No estás gorda, cariño, estás embarazada.

– No quiero estar gorda. No me cabe nada.

– ¿Con qué te sientes más cómoda?

– Con el pijama -respondió ceñuda.

– Bien, entonces ponte el pijama -dijo él, dándole un beso antes de entrar al baño.

– De hecho, no es mala idea -dijo Sofía animándose y sacando un par de pijamas de seda de la cómoda. Cuando David volvió a la habitación encontró a Sofía delante del espejo con unos pantalones de pijama y una camiseta.

»David, eres un genio -sonrió al ver su reflejo en el espejo. David asintió al tiempo que sorteaba el montón de zapatos y vestidos para llegar a su armario. Sam y Quid jadearon, dando su aprobación.

Tony había levantado una carpa blanca en el jardín por si llovía, pero como el día había amanecido espléndido y caluroso, los invitados preferían quedarse al sol, con sus vestidos de flores y sus trajes, bebiendo champaña y «Pimms» y admirando la laberíntica mansión de ladrillo viejo y las flores que abundaban por todas partes. Zaza no tardó en aparecer a saludar a David y a Sofía antes de partir corriendo tras uno de los camareros que había salido de la casa con una bandeja de salmón ahumado antes de tiempo.

Zaza no tenía un estilo propio, pero era lo suficientemente lista para reconocer el buen gusto en cuanto lo veía. Se había gastado miles de las libras que tanto le costaban ganar a Tony contratando a decoradores y a paisajistas para que transformaran su casa en un espacio que sin duda mereciera adornar las páginas de Homes & Gardens. Sofía apreciaba la perfección estética de Pickwick Manor, pero pensaba que Zaza se estresaba demasiado. En cuanto se vio envuelta por la barahúnda de invitados, Sofía empezó a buscar atemorizada los rostros de Eva y Roberto.

– Sofía, qué alegría volver a verla -la saludó un hombre extraño con una risa alegre, y se inclinó sobre ella para besarla. El aliento le olía a una desagradable mezcla de salmón y champaña. Sofía retrocedió y lo miró con el ceño fruncido, incapaz de acordarse de quién era-. George Heavywater -dijo él sin poder ocultar la decepción ante aquel ofensivo lapso de memoria-. Oh, por favor, ¿ni siquiera recuerda dónde nos conocimos? -preguntó juguetón, dándole un leve codazo.

Sofía suspiró sin ocultar su irritación al recordar al patán indiscreto junto al que se había sentado hacía cuatro años.

– En la cena de Ian Lancaster -respondió impasible, mirando al grupo de invitados por encima de su hombro.

– Cierto. Dios, ha pasado mucho tiempo. ¿Dónde se ha estado escondiendo? ¡Probablemente ni siquiera se haya enterado de que la guerra ha terminado! -dijo, riéndose de su estúpido chiste.

– Discúlpeme -dijo Sofía, dejando de lado sus modales-, pero acabo de ver a alguien con quien prefiero hablar.

– Oh, sí… bueno -tartamudeó alegremente el señor Heavywater-. Nos vemos después.

No si puedo evitarlo, pensó Sofía en cuanto se hubo perdido entre la multitud.

Sofía y David habían llegado tarde a la fiesta. Después de pasar la primera hora buscando sin éxito a Eva y a Roberto, Sofía se dio por vencida y se resignó tristemente al hecho de que obviamente éstos habían decidido no aparecer. Encontró un banco a la sombra de un arce que estaba alejado de la multitud y se sentó abatida. El tiempo parecía pasar muy despacio. Quería irse a casa y se preguntó si, en caso de que consiguiera marcharse a escondidas, alguien se daría cuenta de su ausencia.

Pero en ese momento alguien se dirigió a ella.

– ¿Sofía? -dijo una voz profunda a su espalda-. Te he estado buscando.

– ¿Eva? -balbuceó Sofía, levantándose y parpadeando de pura sorpresa al ver a la rubia y elegante mujer que parecía flotar hacia ella.

– ¡Cuántos años hace! -le dijo al oído al tiempo que la besaba con gran afecto. A Sofía le dio un pequeño vahído al oler la colonia de Eva, la misma fragancia a limón que llevaba doce años antes. Se sentaron.

– Pensaba que no vendrían -dijo Sofía en español, tomando la mano de Eva y apretándola entre las suyas como si tuviera miedo de que fuera a desaparecer si la soltaba.

– Hemos llegado tarde. Roberto se perdió -explicó Eva, soltando su encantadora risa.

– No sabes lo que me alegra verte. Estás igual -dijo Sofía con total sinceridad, sin dejar de admirar la perpetua juventud de Eva.

– Tú tampoco.

– ¿Cuándo te casaste con Roberto? -preguntó-. ¿Dónde está?

– Por ahí, entre los invitados. Nos casamos hace tres años. Me fui a vivir a Buenos Aires para terminar los estudios y conocí a Roberto en una fiesta. Tenemos un niño. También se llama Roberto. Es un encanto. Oh, estás embarazada -dijo, poniendo la mano que tenía libre en la apenas imperceptible barriga de Sofía.