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– Ya tengo una niña de tres años -dijo Sofía, sonriendo en cuanto la carita de Honor emergió a través de la niebla que había ido misteriosamente formándose en su cabeza mientras hablaba con Eva.

– ¡Cómo vuela el tiempo! -suspiró Eva con nostalgia.

– Desde luego. Han pasado doce años desde el verano en que nos conocimos. Doce años. Pero ahora parece que fue ayer.

– Sofía, no quiero fingir contigo y hacer ver que no sé por qué te fuiste de Argentina y por qué no has vuelto desde entonces. Si finjo, nuestra amistad no sería sincera -dijo Eva mientras sus pálidos ojos azules no dejaban de cuestionar a Sofía. Puso la mano de Sofía entre sus largos dedos color miel y la apretó afectuosamente-. Te pido que vuelvas -dijo bajando la voz.

– Aquí soy feliz, Eva. Me he casado con un hombre maravilloso. Tengo una hija y estoy embarazada de nuevo. No puedo volver ahora. Este es mi sitio -insistió Sofía alarmada. No esperaba que Eva recuperara el pasado tan de repente.

– Pero, ¿no podrías por lo menos hacerles una visita para que sepan que estás bien? Olvida el pasado. Han pasado muchas cosas en los últimos diez años. Si esperas más quizá sea demasiado tarde, quizá nunca puedas volver a conectar con ellos. Después de todo, son tu familia.

– Dime, ¿cómo está María? -preguntó Sofía, alejando la conversación de un tema que Eva no podría entender jamás.

Eva retiró las manos y las puso sobre sus rodillas.

– Se casó -respondió.

– ¿Con quién?

– Con Eduardo Maraldi, el doctor Eduardo Maraldi. No la veo mucho, pero la última vez que la vi creo que tenía dos niños y que estaba esperando otro. No me acuerdo bien. Con tanta gente teniendo hijos es muy difícil acordarse de todos. ¿Sabías que Fernando está exiliado en Uruguay?

– ¿Exiliado?

– Estuvo implicado con la guerrilla que luchaba contra Videla. Está bien. Podría haber vuelto cuando cambió el Gobierno, pero, para serte sincera, creo que está demasiado afectado por lo que pasó. Lo torturaron, ¿sabes? Ahora vive y trabaja en Uruguay.

– ¿Lo torturaron? -balbuceó Sofía, horrorizada. Eva le contó la historia tal como la sabía: que habían entrado a robar en casa de Chiquita y Miguel y que habían secuestrado a Fernando, que después había escapado milagrosamente a Uruguay. Sofía se quedó de piedra al oírla, arrepentida de no haber estado allí para darles su apoyo.

– Fue horrible -siguió Eva muy seria-. Roberto y yo fuimos a verle una vez. Tiene una casa en Punta del Este, en la playa. Es otro hombre -dijo, recordando al joven resentido que ahora vivía como un hippy, escribiendo artículos para varios periódicos uruguayos.

– ¿Y Santi? ¿Está bien? -preguntó Sofía ansiosa, preguntándose cómo le habría afectado lo de su hermano.

– Se casó. Le veo bastante en la ciudad. Sigue igual de guapo -añadió sonrojándose. No había olvidado sus besos. Se pasó un dedo por los labios de forma inconsciente-. Por alguna razón parece que la cojera le ha empeorado y está bastante envejecido, pero le sienta de maravilla. Sigue siendo el mismo.

– ¿Con quién se casó? -preguntó Sofía, intentando que no le temblara la voz por miedo a delatarse. Apartó los ojos y fijó la mirada en algún punto de la distancia.

– Claudia Calice -dijo Eva, levantando inquisitiva el timbre de voz en la última sílaba del nombre.

– No, no la conozco. ¿Cómo es? -preguntó Sofía, luchando contra ese vacío que tan familiar le resultaba y que ahora amenazaba con volver a tragársela. Se quedó deshecha cuando se enteró de que él se había comprometido con otra, y volvió a recordar una vez más aquel momento bajo el ombú cuando le había suplicado que huyera y se casara con él. El fantasmagórico eco de sus palabras todavía resonaba en los pasillos de su memoria.

– Es muy elegante. Pelo negro y brillante. Muy bien vestida. Típica argentina -dijo Eva, totalmente ajena a lo que Sofía seguía sintiendo por su primo-. Es encantadora y muy sociable, mucho más en la ciudad que en el campo. No me parece que le guste mucho el campo. Por lo menos, me dijo una vez que odiaba los caballos. Dijo que tenía que fingir con Santi, quien, como ya sabemos, vive para ellos -añadió antes de concluir con un tono más amable-: ¿No sabías que se había casado?

– Claro que no. No he hablado con él desde… bueno, desde que me fui -respondió con brusquedad al tiempo que bajaba la mirada.

– ¿Estás segura de que no es Santi la razón de que no hayas vuelto?

– No, no. Claro que no -dijo Sofía un poco demasiado rápido.

– ¿No te has comunicado con los tuyos en todo este tiempo?

– No.

– ¿Ni siquiera con tus padres?

– No, sobre todo con ellos.

Eva apoyó la espalda en el banco y observó con detenimiento la cara de Sofía. Estaba anonadada.

– ¿No echas de menos aquello? -preguntó horrorizada-. ¿No los echas de menos?

– Al principio sí, pero es increíble hasta qué punto llegamos a olvidar cuando estamos lejos -mintió con tristeza. Y añadió-: Me he obligado a olvidar.

Se quedaron sentadas sin decir nada. Eva le daba vueltas a las posibles razones que habían llevado a Sofía al exilio, y Sofía pensaba con tristeza en Santi y en su nueva vida con Claudia. Intentó imaginárselo mayor, con la cojera más pronunciada, pero no pudo. En su cabeza, Santi seguía tal como le dejó, eternamente joven.

– ¿Sabes que Agustín vive en Estados Unidos, en Washington? Se ha casado con una norteamericana -dijo Eva instantes después.

– ¿En serio? ¿Y Rafa? -preguntó Sofía, intentando aparentar interés, a pesar de que sólo podía pensar en Santi y de que deseaba que Eva volviera a hablarle de él.

– Se casó con Jasmina Peña hace unos años. De hecho, no mucho después de que te fueras. Ahora son tremendamente felices. No los veo mucho. Pasan la mayor parte del tiempo en Santa Catalina porque él se encarga de la estancia. Siempre me gustó Rafa. Era un chico muy cabal. Los demás siempre andaban por ahí buscando pelea. Rafa era el único en quien se podía confiar. No como Agustín – dijo, acordándose de las torpes atenciones que le dispensó Agustín. Mientras había vivido en Buenos Aires, Agustín se había ganado muy mala fama; salió con muchas chicas, incluso con más de una a la vez. Era la clase de chico contra el que las madres previenen a sus hijas y contra el que, más adelante, las chicas previenen a sus amigas. No me extraña que se haya casado con una norteamericana, pensó Eva. Un territorio nuevo en el que seguir practicando.

– ¿Es feliz Santi? -preguntó Sofía, mordiéndose el labio inferior.

– Sí, creo que sí. Pero ya sabes cómo son las cosas, la gente se casa, tiene hijos, y poco a poco pierdes contacto con ellos. Los veo de vez en cuando, pero Roberto y yo viajamos mucho. El polo le lleva por todo el mundo y yo siempre le acompaño. Casi nunca estoy en Buenos Aires y no he vuelto a Santa Catalina desde que Fernando se fue. Roberto y él eran muy amigos, pero ahora no tiene tiempo ni siquiera para ir a verle. La última vez que vi a Santi fue en una boda en Buenos Aires -recordó.

– Cuéntame -le pidió Sofía, arriesgándose a desvelar sus sentimientos por Santi. Eva la miró sin disimular su curiosidad. Sabía que a Sofía la habían enviado al extranjero porque estaba enamorada de su primo, pero Eva no tenía la menor idea de la profundidad de los sentimientos entre ambos. ¿Cómo habría podido saber que Sofía todavía lloraba en silencio por Santi, que había soltado a su amado como quien suelta un globo para luego darse cuenta de que el globo volaba eternamente en las nubes de su memoria?