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– Bueno, fue en la boda de un primo de Roberto. Tienen una estancia preciosa cerca de Santa Catalina, a unas dos horas de Buenos Aires. Yo no conocía a Claudia, pero Santi y ella llevaban ya dos años casados. Sí, debían de llevar dos años porque se casaron en 1983, creo, y la boda fue el verano pasado. Santi parecía muy agobiado, había como mala onda entre ellos; estaba claro que habían tenido una discusión porque apenas se hablaban. Claudia pasó todo el rato con los niños. Se le dan muy bien. Me di cuenta de que todos la seguían como al flautista de Hamelín. A mí también me encantan los niños; en ese momento Roberto y yo estábamos buscando el segundo. Creo que ellos también, porque llevaban casados un par de años y ella obviamente lo deseaba.

»Bueno, pues hablé con Santi -le dijo Eva a Sofía-. Todavía juega mucho al polo, aunque sigue siendo amateur, no como Roberto. De hecho, creo que Roberto no le cae demasiado bien -sonrió a la vez que se preguntaba si la antipatía que Santi sentía por su marido se debía a que la había querido para él. Volvió a acordarse de su beso y se ruborizó-. No creo que ese fuera un buen ejemplo de lo que es su relación, porque sé que Santi es feliz. Es muy feliz con Claudia. Seguro que tenían un mal día. Él estaba distraído, aunque conmigo estuvo encantador. Ambos lo estuvieron. Por cierto, también estaban tus padres. Siempre me gustaron tus padres, sobre todo tu madre. Es una mujer amable y muy afectuosa.

Si Sofía hubiera estado escuchando habría fruncido el ceño ante esa descripción de su madre, pero estaba en las nubes con su globo, pensando en Santi.

– No puedo entender por qué no puedes volver -volvió a insistir Eva-. Lo más difícil sería el momento de volver a verlos a todos, pero después del primer «hola» las cosas volverían a la normalidad. Sé que todos estarían muy contentos de volver a verte.

– Ah, ahí está Roberto -dijo Sofía mientras Roberto se acercaba a ellas. Había envejecido un poco. Su atractivo parecía haber quedado un poco minado por culpa de la pesada mandíbula que parecía arrastrar con ella su boca. Pero seguía siendo un hombre guapo.

– Veo que ya conoces a mi esposa -dijo, pasando la mano por la larga melena rubia de Eva.

– Nos conocimos hace tiempo.

– Nunca he estado tan enamorado de nadie como de mi mujer -apuntó Roberto-. Me ha hecho un hombre completo.

Sofía sonrió. Siempre había sido un hombre transparente, pensó mientras él intentaba decirle de forma sutil que para él el romance que habían tenido años atrás no había significado nada. No tenía que haberse molestado. Para ella tampoco había significado nada. Pasados unos segundos a Sofía no se le ocurría nada que decirle.

Eva y Roberto vieron a Sofía volver a la carpa, donde estaban sirviendo el buffet.

– Sigue siendo muy bella -dijo Eva-. Es una chica muy rara, ¿sabes? Imagínate, irte así de tu casa, sin una palabra. ¿Qué tipo de persona puede hacer algo así?

– Siempre fue muy testaruda -dijo Roberto encogiéndose de hombros-. Era una malcriada y muy independiente. Fercho no la soportaba.

– Bueno, fue muy cariñosa conmigo. La verdad es que la vez que estuve en Santa Catalina puso todo de su parte para hacerme sentir bien. Nunca lo olvidaré. Le tengo mucho aprecio, a toda la familia.

– ¿Vas a decirles que la has visto? -pregunto Roberto.

– Naturalmente. Se lo diré a Anna. Aunque no quiero empeorar las cosas. Parece un tema muy delicado -dijo, y a continuación añadió-: Puede que me equivoque, pero me parece que todavía quiere a Santi. Me ha preguntado mucho por él.

– ¿Después de todo este tiempo? No es posible.

– Ya lo creo. ¿No será que se niega a volver por él?

– No. Fercho me dijo que se peleó con Anna y con Paco y los culpó por enviarla a Ginebra. Me dijo que lo de Sofía no era más que un arrebato y que terminaría por volver. Cuando se aburra de todo esto regresará a Santa Catalina a hacerles la vida imposible. Créeme, conozco bien a Sofía. No es capaz de quedarse quieta. Siempre anda por ahí dando problemas y no va a cambiar a estas alturas, por muy maravilloso que sea su esposo.

– Roberto, no seas cruel -dijo Eva, meneando la cabeza-. Voy a decirle a Anna que Sofía está bien y que es muy feliz. Creo que puedo conseguir que Zaza me dé su dirección, así por lo menos Anna podrá escribirle si quiere. Todo esto es muy absurdo -suspiró, poniéndose de pie-. No te dejaría por nada del mundo -añadió, abrazándole.

– Amorcito, no me dejarás porque yo nunca te lo permitiría -dijo él con una sonrisa antes de besarla. Eva vio por encima del hombro de su esposo cómo Sofía se alejaba de la carpa en compañía de un hombre que debía de ser su marido. Ambos llevaban platos de pollo y ensalada. Una nube de preocupación ensombreció el rostro plácido de Eva cuando pensó en el sufrimiento que el exilio de Sofía debía de causarle, y en ese momento decidió ponerle fin.

Las intenciones de Eva eran buenas, pero había infravalorado a los receptores de su buena voluntad. Cuando Anna recibió la carta de Eva en la que le hablaba de su conversación con Sofía y en la que embellecía los detalles de la vida de Sofía en Inglaterra, le dio vueltas entre sus pálidos dedos, una y otra vez, a la dirección que Eva había apuntado al final de la carta. A Eva no se le había ocurrido que quizá la madre era igual de tozuda que la hija.

Anna se sentía tremendamente dolida por el rechazo de su hija. ¿Por qué diantres tenía que ser ella la que izara la bandera blanca? ¿Por qué? Sofía ni siquiera los había llamado durante la guerra de las Malvinas, no les había comunicado que eran abuelos. No los había llamado ni una sola vez. Nunca. Sabía dónde estaban, seguían teniendo el mismo número de teléfono, y ahora esperaba que ellos le tendieran la mano. La vida no era así de fácil.

¿Acaso pensaba que no tenían corazón? ¿Pensaba que no les importaba? Siempre había sido tozuda y difícil, pero desaparecer en el otro extremo del mundo sin ni siquiera una carta explicándoles sus razones era muy cruel. Paco no se había recuperado. Había envejecido y se había vuelto más introvertido. Era como si Sofía hubiera muerto. Aunque quizás eso hubiera sido preferible, más comprensible, menos doloroso. Al menos habrían podido llorarla en vez de sufrir la interminable tristeza de no saber. La muerte no es un rechazo. La desaparición de Sofía era un profundo rechazo. Había herido a toda la familia, había perjudicado sus cimientos, y los restos de esa unidad tan atesorada en otro tiempo yacían desparramados por la llanura y jamás podrían ser recuperados. No, no le tocaba a Anna hacer las paces, sino a Sofía. Así que dobló la carta, la metió en el cajón donde guardaba sus objetos más íntimos y decidió no decirle nada a Paco. A buen seguro él intentaría convencerla de que se pusieran en contacto con su hija, y Anna no tenía la menor intención de volver a discutir sobre Sofía.

Capítulo 36

Noviembre, 1997

Qué extraño que una persona pueda amar a alguien durante toda su vida, que por muy lejos que estén uno del otro, por mucho que dure su separación, puedan llevar el recuerdo del otro en el corazón para toda la eternidad. Siempre había sido así para Sofía. Nunca había dejado de amar a Santi ni al pequeño Santiaguito. Sabía que no le hacía ningún bien, y, en cierto modo, había ya cerrado el libro, había escrito la última línea, antes de escribir la palabra «Fin». Se había desprendido de ellos. Los había echado al fondo del océano como si se tratara de un tesoro. Pero hay cosas que nunca mueren. Simplemente parecen aletargarse durante un tiempo.

Sofía se había ido de Argentina después de haber caído en desgracia en otoño de 1974. En ningún momento pensó que pasarían veinticuatro años hasta que volviera a pisar suelo argentino. No lo había planeado así. De hecho, jamás había hecho planes al respecto. Pero de algún modo los años se habían convertido en decenios, y un día el pasado reclamó su vuelta a casa.