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Buenos Aires, 14 de octubre de 1997

Querida Sofía:

Hace mucho tiempo que no te escribo. Lo siento. Sé que perdiste el contacto con María hace muchos años. Por eso te escribo. No me es fácil decirte esto, pero debes saber que María se está muriendo de cáncer. La veo consumirse con cadadía que pasa. No tienes ni idea de lo difícil que es ver a alguien a quien quieres desaparecer poco a poco delante de tus ojos y no poder hacer nada por ayudarle. Me siento totalmente impotente.

Sé que las vidas de ustedes las han llevado en direcciones muy distintas, pero María te quiere mucho. Tu presencia aquí sería tremendamente positiva. Cuando te fuiste, dejaste un terrible vacío y una profunda tristeza que todos compartimos. Nunca esperamos que fueras a apartarnos de tu vida para siempre. Lamento que nadie haya hecho ningún esfuerzo por convencerte para que volvieras. No llego a comprender por qué ninguno de nosotros lo hizo. Deberíamos haberlo intentado. Me siento tan culpable… Te conozco, Sofía, y sé que habrás sufrido lo indecible en tu «exilio».

Por favor, querida Sofía, vuelve a casa, María te necesita, ha vida es un bien precioso; María ha sido quien me ha enseñado eso. Lo único que lamento es haber tardado tanto en escribir esta carta.

Con todo mi amor, Chiquita

La carta de Chiquita hizo estallar el torrente de recuerdos que Sofía llevaba reprimiendo desde hacía años. El enfebrecido torrente de imágenes cayó sobre ella, despertando a la amargura y el arrepentimiento de su largo letargo. María se está muriendo. María se está muriendo. Esas palabras le dieron mil vueltas en la cabeza hasta que no fueron más que sílabas vacías y sin sentido. Sin embargo, hablaban de muerte. La muerte. El abuelo O'Dwyer siempre decía que la vida es demasiado corta para las lamentaciones y para el odio. «Lo pasado, pasado está, y debe quedar ahí para siempre.» Echaba de menos al abuelo. En momentos como ese le necesitaba. Pero no era capaz de seguir su consejo cuando el pasado invadía su presente por todos sus poros. En ese instante deseó haber tenido la valentía de volver a casa años atrás. Eva tenía razón. Había dejado pasar demasiado tiempo. Tenía cuarenta años. ¡Cuarenta años! ¿Qué había sido de todos esos años? En ese momento María le parecía una perfecta desconocida.

Sofía leyó la carta con el corazón en un puño. Se preguntaba cómo la había encontrado Chiquita. Miró el sobre y vio que la dirección era correcta, incluso el código postal. Se quedó pensando, dando vueltas a la carta una y otra vez entre sus manos temblorosas. Entonces se acordó: Eva debía de habérsela pedido a Zaza. Se le revolvió el estómago. Después de todo ese tiempo, Argentina la había encontrado. Ya no tenía que seguir escondiéndose y se sintió agradecida por ello.

Habían pasado diez años desde que se había sentado bajo aquel arce con Eva. Diez años. Qué diferentes habrían sido las cosas si le hubiera hecho caso y hubiera vuelto a casa como ella le había sugerido, olvidando de una vez el pasado. Pero ahora, esos diez años más de distanciamiento, añadidos a los catorce anteriores, sumaban veinticuatro años. Toda una vida. ¿Sería posible revertir la descomposición de una relación después de tanto tiempo? ¿Se acordarían de ella?

Sofía salió a montar por las colinas heladas. Los campos parecían rociados por un pálido brillo azulado a medida que el sol salía por encima del bosque y empezaba a deshacer la escarcha. El cielo, de un azul aguamarina, resplandecía sobre el paisaje. No había en él ni una sola nube. Pensó con detenimiento en los últimos diez años de su vida. India había nacido en invierno de 1986. Con ella, Honor tenía por fin una hermanita con la que jugar. De hecho, al principio Honor no le había hecho el menor caso a la recién llegada, pero con el tiempo se habían hecho buenas amigas y lo hacían todo juntas, a pesar de los tres años y medio que se llevaban. Honor era independiente y descarada. India era tranquila como un pajarito.

Los años habían pasado muy deprisa. Habían sido años felices, años soleados, aunque bajo la frágil superficie de su felicidad se escondía el recuerdo siempre presente de Santi. Era raro el día en que no ocurriera algo que le recordara a él. Por muy fugaz que fuera la imagen, por muy breve que fuera el reconocimiento de la misma, Sofía no le olvidaba. Y todavía conservaba el cobertor de muselina de Santiaguito debajo del colchón, más por costumbre que por otra cosa. Tenía dos hijas que ocupaban por entero su corazón. Santiaguito se había perdido en algún lugar del mundo y sabía que nunca volvería a encontrarlo. Pero no podía desprenderse de él. El cobertor de muselina era lo único que conservaba de su pequeño y, de algún modo que no conseguía entender del todo, era todo lo que le quedaba de Santi. Por eso seguía allí, escondido bajo el colchón a pesar de la escasa atención que le prestaba.

Mientras galopaba por las colinas, era perfectamente consciente de estar viva. Pensó sobre la vida, la vida con toda su energía, con todas sus emociones, con toda la aventura que implicaba. María iba a dejarla con su marcha. De repente el pasado le pareció increíblemente importante porque jamás podría compartir su futuro con María. Sofía deseó aferrarse a él, pero el pasado se le escapaba entre los dedos como arena, sin dejarle más opción que la de seguir adelante. Tenía que ir a verla.

– Lamento que tu prima esté enferma, pero me alegra que por fin haya ocurrido algo que te haga reaccionar -fue la reacción de David cuando se enteró de la noticia. Sofía se mostraba remisa a dejar a las niñas, pero él le aseguró que podía ocuparse de ellas sin problema. Su viaje era demasiado importante. Sofía quería ir, aunque al mismo tiempo le preocupaba lo que encontraría allí. David sólo conocía parte de la historia. No tenía ni idea de que el hombre al que ella había amado estaba en Santa Catalina. Si lo hubiera sabido, seguramente no habría estado tan contento de dejarla ir. Sofía se preguntaba si su decisión de no decirle nada a David sobre Santi podría estar basada en un deseo inconsciente de dejar la puerta abierta a un futuro reencuentro con su primo. Por esa misma razón decidió no decirle a Dominique que se iba.

David insistió en que hiciera las maletas en seguida. No había tiempo que perder pensando en lo que se encontraría una vez allí. Le dijo que fuera práctica. Volvía para ver a María, no debía pIantearse nada más. La acompañó al aeropuerto con Honor e India, a quienes los aeropuertos les sugerían vacaciones y climas soleados, y le compró un montón de revistas para que se entretuviera durante el largo vuelo. Sofía se dio cuenta de que David estaba triste. Siempre adoptaba un tono de voz brusco cuando se ponía ansioso. Hablaba demasiado deprisa y se entretenía en detalles totalmente superfluos.

– Cariño, ¿quieres llevarte alguna novela? -dijo, cogiendo una de Jilly Cooper y dándole la vuelta para leer la contraportada.

– No. Tengo bastante con todas estas revistas -respondió Sofía, dando las gracias a India, que apareció en ese momento con un montón de caramelos-. Mi amor, no puedo comérmelos todos. Si son buenas con papá, les comprará algo -añadió, viendo a Honor abriendo una bolsa de chocolatinas que todavía no habían pagado.

Le costaba dejarlos. Se quedó un buen rato despidiéndose de ellos, por lo que India terminó echándose a llorar, demasiado nerviosa y estresada con tanta despedida. Aunque ya casi había cumplido once años, todavía dependía mucho de su madre y nunca se había separado de ella más de dos días. Honor, que ya era una muchachita orgullosa e independiente, rodeó con el brazo a su hermanita y prometió consolarla cuando estuvieran en el coche.