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– No estaré fuera mucho tiempo, cariño. Volveré antes de que empiecen a echarme de menos -dijo Sofía, cogiendo a la pequeña en brazos-. Oh, te quiero mucho -suspiró, besando su mejilla húmeda.

– Yo también te quiero, mami -sollozó India, aferrándose al cuello de Sofía como un koala-. No quiero que te vayas.

– Papá cuidará de ti y pronto llegarán las vacaciones. Sólo hay que tener un poco de paciencia -respondió, secándole las lágrimas con el pulgar. India asintió e intentó ser fuerte.

Honor sonrió cuando besó a su madre y le deseó un buen vuelo, comportándose como un adulto y dando unas palmaditas en el tembloroso hombro de su hermana. David abrazó a su esposa y le deseó buena suerte.

– Llama en cuanto llegues -dijo, acercando sus labios a los de Sofía durante un largo instante. Mientras la besaba rezó para que volviera a casa sana y salva. Sofía dijo adiós con la mano a su pequeña familia antes de desaparecer por el control de pasaportes. India consiguió esbozar una sonrisa, pero, una vez que su madre se fue, se echó a llorar de nuevo. David la cogió de la mano y los tres se fueron a casa.

Sólo cuando Sofía estuvo a punto de aterrizar en Buenos Aires empezó a ser consciente de la realidad de la situación. Hacía veinticuatro años que no pisaba suelo argentino. Durante todo ese tiempo no había visto a su familia, aunque había sabido por Dominique que sus padres habían intentado desesperadamente localizarla al principio. Resentida con ellos por haberla enviado al extranjero, Sofía había disfrutado perversamente haciéndolos sufrir. Dominique la había protegido. Pero, a medida que pasaba el tiempo, cada vez se le hacía más difícil soportar la añoranza de los suyos, hasta que había tenido que admitir que el orgullo era lo único que le impedía volver.

David había intentado en innumerables ocasiones animarla a que fuera a ver a su familia.

– Iré contigo. Estaré a tu lado. Iremos juntos. Tienes que quitarte de encima toda esa amargura -le había dicho. Pero Sofía no se había visto capaz de dar el paso. Su orgullo había podido más. En ese momento se preguntaba cómo iba a reaccionar su familia cuando la vieran.

En su mente todavía podía ver y oler su país como lo había dejado hacía más de veinte años. No estaba preparada para el cambio, pero a medida que el avión descendía sobre las pistas del aeropuerto de Eseiza, al menos la silueta de la ciudad, bañada por la luz rosada del amanecer, era muy parecida a cómo la recordaba. Estaba totalmente embargada por la emoción. Volvía a casa.

Nadie había ido a buscarla al aeropuerto, aunque, ¿qué esperaba? No estaban enterados de su llegada. Sabía que debería haber llamado, pero ¿a quién? Había preferido arreglárselas sola. No había nadie a quien hubiera podido recurrir, nadie. En los viejos tiempos se habría puesto en contacto con Santi, pero esos tiempos habían pasado.

En cuanto pisó el aeropuerto de Eseiza, sintió en la nariz el olor fuerte y reconocible a aire húmedo y acaramelado. Notó la humedad en la piel y se dejó navegar por el mar revuelto de sus recuerdos. Miró a su alrededor y se fijó en los oficiales de piel oscura que se paseaban por el aeropuerto con aires de importancia, envarados y autoritarios con su uniforme almidonado. Mientras esperaba a que saliera el equipaje, observó a los demás pasajeros, y, cuando se detuvo a escuchar sus conversaciones y percibió su burbujeante acento argentino, tuvo la sensación de que de verdad estaba en casa. Mudando su piel inglesa como una serpiente, pasó por el pasillo de aduanas como la porteña que solía ser.

Al otro lado de la salida, un océano de caras morenas iba de aquí para allá, algunos con carteles en los que habían escrito los nombres de los pasajeros a los que esperaban, otros con sus hijos e incluso con sus perros, gritando y ladrando mientras esperaban a familiares y amigos que llegaban de tierras lejanas. Sus ojos negros miraron a Sofía cuando empujó el carrito entre la multitud, que se abrió como el Mar Rojo para dejarla pasar.

– ¿Taxi, señora? -preguntó un mestizo de pelo negro, retorciéndose la punta del bigote con dedos perezosos. Sofía asintió.

– Al Hospital Alemán -respondió.

– ¿De dónde es usted? -preguntó el hombre, empujando su carrito hacia la deslumbrante luz de la mañana. Sofía no estaba segura de si se detuvo en seco a causa de la intensidad de la luz o porque el taxista acababa de preguntarle de dónde era.

– De Londres -respondió dudosa. Obviamente hablaba español con acento extranjero.

Una vez en el taxi, se sentó junto a la ventanilla abierta, que bajó todo lo que pudo. El conductor encendió un cigarrillo y puso en marcha la radio. Sus manos secas y morenas acariciaron durante un instante la fría estatuilla de la Madonna que colgaba del retrovisor antes de encender el motor.

– ¿Le interesa el fútbol? -le gritó-. Argentina ganó a Inglaterra en la Copa del Mundo de 1986. Supongo que sabrá quién es Diego Maradona.

– Mire, soy argentina, pero vivo en Inglaterra desde hace veinticuatro años -replicó exasperada.

– ¡No! -balbuceó, arrastrando la «o» en un largo suspiro.

– Sí -le respondió con firmeza.

– ¡No! -balbuceó él de nuevo, incapaz de creer que alguien pudiera querer irse de Argentina-. ¿Cómo se sintió durante la guerra de las Malvinas? -preguntó, mirándola por el retrovisor. Sofía hubiera preferido que mirara hacia delante, pero los años de residencia en Inglaterra habían suavizado sus modales. Si hubiera sido una auténtica argentina, le habría pegado cuatro gritos. El taxista pegó un bocinazo al coche que acababa de detenerse justo delante y tuvo que invadir el carril contrario, amenazando con el puño al conductor del otro vehículo que, igualmente iracundo, sacó el puño por la ventana y lo agitó en el aire, furibundo.

»¡Boludo! -suspiró, meneando la cabeza y dando una larga chupada al cigarrillo que le colgaba a un lado de la boca-. ¿Cómo se sintió? -volvió a preguntar.

– Fue una situación muy difícil. Mi esposo es inglés. Fue muy difícil para los dos. Ninguno de los dos queríamos la guerra.

– Ya lo sé, fue una guerra entre Gobiernos. No tuvo nada que ver con lo que la gente quería. Ese cabrón, Galtieri… Estuve en la Plaza de Mayo en 1982 aplaudiéndole por haber invadido las islas. Meses más tarde volví a la plaza a reclamar su sangre. Fue una guerra innecesaria. Tanta sangre derramada, y ¿para qué? Pura distracción. Eso es lo que fue, pura distracción.

Mientras avanzaban a trompicones hacia la autopista que llevaba directamente al centro de Buenos Aires, Sofía miró por la ventana y vio un mundo que se abría ante sus ojos como un viejo amigo al que le hubiera cambiado la expresión de la cara. Era como si alguien hubiera transformado todos sus recuerdos, puliendo la herrumbre con la que había crecido y que tanto había querido. Mientras recorría la ciudad vio que los parques estaban muy limpios y llenos de parterres de flores cuidados con esmero. Los escaparates de las tiendas tenían relucientes marcos de bronce y mostraban las últimas colecciones europeas. Buenos Aires se parecía más a París que a una ciudad de Sudamérica.

– Parece increíble lo que ha cambiado la ciudad -dijo-. Da la sensación de ser una ciudad muy…, bueno, supongo que la palabra es «próspera».

– ¿Dice usted que hace veinticuatro años que no venía? ¡Qué barbaridad! Se perdió la época de Alfonsín, cuando la inflación llegó a tal punto que tenía que cambiar las tarifas todos los días, incluso dos veces al día. Llegó un momento en que sólo aceptaba dólares. Era la única forma de no perder dinero. La gente perdía todos sus ahorros en cuestión de horas. Fue terrible. Pero ahora las cosas están mejor. Menem ha sido un buen presidente. Muy bueno -dijo, asintiendo en señal de aprobación-. El austral fue sustituido por el peso, cuyo valor se igualó al del dólar. Eso lo cambió todo. Ahora volvemos a depender de nuestra moneda y estamos muy orgullosos de ello. Un dólar por un peso, ¿se imagina?