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– Las calles están fantásticas. Mire esas boutiques.

– Debería ver los centros comerciales. El Patio Bulrich y ahora el Paseo Alcorta. Es como estar en Nueva York. Las fuentes, los cafés, las tiendas… Es increíble como ha aumentado la inversión extranjera.

Sofía miró por la ventana cuando pasaban junto a un parque exquisitamente cuidado.

– Las empresas cuidan de los parques. Les hace buena publicidad, y de paso están limpios y nuestros niños pueden jugar en ellos -dijo, orgulloso.

Sofía dejaba vagar la mente mientras inspiraba el olor a diesel mezclado con el aroma de los arbustos y de las flores del parque y el olor dulzón del chocolate con churros de los quioscos. Vio a un niño de piel morena cruzando la calle en dirección al parque que llevaba a unos veinte perros de raza trotando alegremente tras él. Cuando el conductor puso el partido de fútbol entre el Boca, del que sin duda era aficionado, y el River Plate, Sofía supo que podía olvidarse de él. Cuando el Boca marcó, el taxista dio un giro tan brusco en mitad de la calle que habrían chocado si los demás coches no hubieran hecho lo mismo. De nuevo volvió a sacar el puño por la ventana y pegó un bocinazo a los otros coches para expresar su alegría. Sofía miró a la pequeña Madonna de porcelana balanceándose en el retrovisor y minutos después se vio totalmente atrapada en el ritmo hipnótico de su balanceo.

Por fin el taxi se detuvo frente a la puerta del Hospital Alemán y Sofía pagó con pesos, esa moneda que tan poco familiar le resultaba. En otros tiempos nadie bajaba de un taxi hasta que lo hubiera hecho el taxista, por temor a que el chófer saliera huyendo con las maletas del pasajero, pero Sofía estaba demasiado ansiosa por bajar del coche. Estaba mareada. El conductor puso las dos maletas en la acera y volvió a su radio. Sofía vio cómo se alejaba dando bandazos calle arriba hasta desaparecer en la marea de coches que llenaba la calle.

Sobreexcitada y totalmente agotada tras las trece horas de vuelo, entró directamente al hospital con sus maletas y preguntó por María Solanas. Cuando mencionó su nombre, la enfermera frunció el ceño durante una décima de segundo antes de asentir.

– Ah, sí -dijo. No estaba acostumbrada a que la gente usara el nombre de soltera de María-. Usted debe de ser su prima. Nos ha hablado mucho de usted. -Sofía sintió que le subían los colores. Se preguntaba qué era exactamente lo que María le habría contado-. Está usted de suerte. Vuelve a casa esta tarde. Si llega a venir más tarde no la encuentra.

– Oh -respondió Sofía sin saber qué decir.

– Llega usted muy temprano. Normalmente no aceptamos visitas hasta las nueve.

– Vengo de Londres -explicó casi sin fuerzas-. María no sabe que he venido. Quería estar un rato a solas con ella antes de que llegue la familia. Estoy segura de que usted lo entenderá.

– Naturalmente -asintió la enfermera con actitud compasiva-. Ya he visto sus fotografías. A María le encanta enseñarnos sus fotos. Parece usted… -dudó, visiblemente incómoda, como si de repente se hubiera dado cuenta de que estaba a punto de dar un paso en falso.

– ¿Más vieja? -sugirió Sofía, intentando facilitarle las cosas.

– Quizá -murmuró la enfermera y le brillaron los ojos-. Estoy segura de que se alegrará mucho de verla. ¿Por qué no sube? Está en la segunda planta, habitación 207.

– ¿Cómo está? -se atrevió a preguntar, intentando prepararse un poco antes de ver a su prima.

– Es una mujer muy valiente, y muy popular. Todo el mundo le ha tomado mucho cariño a la señora Maraldi.

Sofía se dirigió al ascensor. «Señora Maraldi.» El nombre le sonaba totalmente ajeno. De repente María pareció alejarse más aún, como un pequeño barco desapareciendo en la niebla. En Inglaterra Sofía había intentado asimilar la noticia de la enfermedad de su prima, pero en aquel entonces había parecido tan distanciada de su vida que no la había afectado como lo estaba haciendo en ese momento. El olor a detergente, el sonido de sus zapatos sobre el reluciente suelo de plástico de los largos pasillos del hospital, las enfermeras moviéndose con decisión de un lado a otro con bandejas llenas de medicamentos y la tristeza siempre presente en esos sitios fueron calando en su mente hasta que de pronto tuvo miedo, miedo de ver a su prima después de tanto tiempo, miedo de no reconocerla. Miedo de no ser bienvenida.

Dudó unos instantes al llegar a la puerta de la habitación. No estaba segura de lo que iba a encontrar al otro lado. Se armó de valor y entró. A la pálida luz de la mañana vio la silueta de una figura desconocida bajo las sábanas blancas. Pensó que por error se había metido en la habitación de algún pobre inválido que dormía tranquilamente en la penumbra. Avergonzada, balbuceó una rápida disculpa. Pero entonces, cuando ya se disponía a girarse para salir, una débil voz la llamó por su nombre.

– ¿Sofía?

Se giró de nuevo y parpadeó para poder ver mejor. Sin duda era su angelical amiga la que, macilenta y gris, le sonreía desde la cama. Con un nudo en la garganta, se acercó tambaleándose hasta ella y, arrodillándose en el suelo, hundió la cara en la mano de María. María estaba demasiado sorprendida para poder hablar, y Sofía demasiado emocionada para poder mirar a su prima. No se movió durante un buen rato, destrozada por lo que acababa de ver. La enfermedad de María la había transformado por completo. Estaba tan cambiada que Sofía jamás la habría reconocido.

Sofía tardó en recobrar la compostura. Cuando por fin consiguió alzar la vista y mirar a su prima, volvió a dejarse llevar por el dolor. Mientras ella era presa del llanto, María permanecía calmada y serena. Por fin Sofía pudo verla claramente. Pálida y demacrada, María la miraba sin dejar de sonreír, a pesar de la enfermedad que le estaba robando la vida.

– No sabes cuánto deseaba volver a verte. Te he echado muchísimo de menos -susurró, no porque no tuviera fuerzas para hablar, sino porque el momento era demasiado sagrado para estropearlo hablando en voz alta.

– Oh, María, yo también te he echado mucho de menos. No te imaginas cuánto -sollozó Sofía.

– Qué gracioso, ¡hablas español con acento extranjero! -exclamó María.

– ¿En serio? -respondió Sofía sin disimular su tristeza. Otra parte de sus raíces que había perdido con los años.

– ¿Quién te lo dijo? -preguntó María, mirándola a los ojos.

– Tu madre. Me envió una carta.

– ¿Mi madre? No tenía ni idea de que tuviera tu dirección. Supongo que no quiso decirme nada por si no venías. Qué divina -dijo, y sonrió con la sonrisa agradecida y tímida de la joven que atesora cada gesto amable, porque frente a la muerte el amor es el único consuelo-. Tienes muy buen aspecto -dijo, acariciándole la mejilla y secándole las lágrimas-. No estés triste. Soy más fuerte de lo que parece. Es porque se me ha caído el pelo -sonrió-. Ya no tengo que preocuparme de lavármelo. ¡Qué alivio!

– Te pondrás bien -insistió Sofía.

María meneó tristemente la cabeza.

– No, no voy a ponerme bien. De hecho estoy desahuciada, por eso me mandan de vuelta a Santa Catalina.

– Pero tienen que poder hacer algo. No pueden darse por vencidos. Tienes tanto por lo que vivir…

– Lo sé. Para empezar, mis hijos. No puedo dejar de pensar en ellos. Aunque sé que crecerán rodeados de mucho amor. Eduardo es un buen hombre. Pero, bueno, basta ya de tanta negatividad, no tiene sentido. Has vuelto a casa, eso es lo importante. No sabes lo feliz que me has hecho -concluyó, y sus grandes ojos se llenaron de lágrimas.

– Háblame de tu marido. Tengo la sensación de que después de tantos años no sé nada de ti. Por favor, háblame de él.