A la una sonó el gong desde la torre para llamar a todos al almuerzo. Desde todos los rincones de la estancia la familia se dirigió a la casa de Paco y Anna, siguiendo el fuerte aroma a lomo y a chorizo a la brasa. La familia Solanas era muy numerosa. Miguel y Pablo tenían otros dos hermanos, Nico y Alejandro. Nico y Valeria tenían cuatro hijos: Niquito, Sabrina, Leticia y Tomás, y Alejandro y Malena tenían cinco: Ángel, Sebastián, Martina, Vanesa y Horacio. Como siempre, el almuerzo fue de lo más ruidoso, y la comida abundante y deliciosa como un espléndido banquete. Sin embargo, faltaba alguien y, una vez que todos se hubieron servido y estuvieron sentados, esa ausencia se hizo evidente.
– ¡Sofía! ¿Dónde está? -susurró Anna a Soledad cuando ésta pasaba por su lado con un bol de ensalada.
– No sé, señora Anna, no la he visto.
Entonces, volviendo de pronto la vista hacia el campo de polo, exclamó:
– ¡Qué horror! ¡Ahí está!
Al oírla, la familia entera se volvió a ver y un silencio de sorpresa se cernió sobre ellos. Una Sofía descarada y segura de sí misma galopaba hacia ellos con el mazo en el aire, golpeando la bola que tenía delante. Tenía grabada en el rostro una sonrisa decidida. Anna se levantó de un salto, sonrojada por la desesperación y la furia.
– ¡Sofía! ¿Cómo has podido? -chilló, horrorizada, arrojando la servilleta al suelo-. ¡Que Dios te perdone! -añadió con un murmullo en inglés. Santi se hundió en su silla, sintiéndose culpable, mientras el resto de la familia seguían mirando a Sofía, totalmente desconcertados. Sólo Paco y el abuelo O'Dwyer, que siempre se sentaba en la cabecera de la mesa, mirando su plato de comida sin dejar de parpadear porque nadie se molestaba en hablarle, sonreían con gran orgullo mientras Sofía galopaba hacia ellos con gran soltura.
– Te mostraré que puedo jugar al polo mejor que Agustín -dijo Sofía en un susurro, apretando los dientes-. Mírame, papá. Deberías sentirte orgulloso, fuiste tú quien me enseñó. -Mientras galopaba sobre la hierba blandía el mazo, retadora, se mantenía sobre la silla con firmeza y soltura, y controlaba la bola y el poni sin dejar de sonreír, feliz y sin atisbo de vergüenza. Sentía veinte pares de ojos encima y disfrutaba de su atención.
Segundos antes de estrellarse contra la mesa tiró de las riendas, consiguiendo detener al poni, que no dejaba de resoplar, y se quedó ahí quieta, mirando desafiante a su padre.
– ¿Lo ves, papá? -anunció triunfante. Toda la mesa centró su atención en Paco, a la espera de lo que éste haría. Para su sorpresa, él siguió sentado plácidamente en su silla, cogió su copa de vino y la levantó.
– Bien, Sofía. Ahora ven y únete a nosotros. ¡Te estás perdiendo un festín! -dijo con voz tranquila a la vez que una sonrisa irónica empezaba a dibujarse en su rostro curtido. Emocionada, Sofía bajó del poni de un salto y caminó con él a lo largo de toda la mesa.
– Siento haber llegado tarde al almuerzo, mamá -dijo al pasar junto a Anna, que había vuelto a sentarse porque las piernas ya no la sostenían.
– En mi vida había visto una demostración tan descarada de querer llamar la atención -siseó Anna en inglés. Tanto temblaba que a duras penas consiguió articular las palabras. Sofía ató las riendas a un árbol y, cepillándose los vaqueros, se acercó lentamente al bufé.
»Sofía, lávate las manos y cámbiate antes de sentarte a la mesa -dijo Anna furiosa, mientras, avergonzada, iba recorriendo con la mirada los silenciosos rostros de sus parientes políticos. Sofía resopló antes de volver a la casa para cumplir las órdenes de su madre.
Una vez que se hubo ido, el almuerzo continuó donde lo habían dejado, aunque ahora el tema de conversación era la sinvergüenza de Sofía. Anna seguía sentada con los labios apretados y en silencio, ocultando el rostro bajo el sombrero, profundamente humillada, ¿Por qué tenía Sofía que humillarla siempre delante de toda la familia? Agradeció a Dios que Héctor ya no estuviera entre ellos para ver el comportamiento vergonzoso de su nieta. Habría quedado totalmente horrorizado por su falta de moderación. Levantó los ojos para mirar a su padre, que seguía sentado refunfuñando a un grupo de perros que salivaban esperanzados a sus pies; Anna sabía que él admiraba a Sofía y que su admiración iba en aumento cuanto peor era el comportamiento de su nieta. María se echó a reír, cubriéndose la boca con la mano y observando cuál era la reacción de cada uno para dar a Sofía un informe detallado cuando estuvieran a solas.
Agustín se giró hacia Rafael y Fernando para quejarse.
– No es más que una maldita presumida -susurró de manera que sus palabras no llegaran a oídos de su padre-. Papá tiene la culpa. Siempre deja que se salga con la suya.
– No te preocupes -dijo Fernando con aire satisfecho-. No jugará en el partido. Mi padre nunca lo permitiría.
– Es una exhibicionista -dijo Sabrina a su prima Martina. Ambas eran un poco mayores que Sofía-. Yo jamás haría una cosa así delante de todos.
– Bueno, Sofía no tiene límites. Y ese empeño por jugar al polo, ¿por qué no admite de una vez que es una chica y deja de ser tan infantil?
– Fíjate en Anna -dijo Chiquita a Malena-. Está tan avergonzada que me siento mal por ella.
– Yo no -replicó Malena con brusquedad-. Es culpa suya. Siempre ha estado demasiado ocupada admirando a sus hijos. Debería haberse ocupado más de Sofía en vez de encajársela a Soledad. Cuando nació Sofía, Soledad no era más que una niña.
– Ya lo sé, pero Anna hace lo que puede. Sofía no es fácil -insistió Chiquita, mirando compasivamente hacia el otro extremo de la mesa, donde Anna intentaba actuar con normalidad y hablar con Miguel y Alejandro. Los rasgos de su cara traicionaban la tirantez que la embargaba, sobre todo alrededor del cuello, que estaba tenso como si estuviera haciendo esfuerzos por no llorar.
Cuando Sofía volvió a la mesa se había puesto otro par de vaqueros deshilachados y una camiseta blanca limpia. Después de servirse un poco de comida se sentó entre Santi y Sebastián.
– ¿Qué demonios ha sido todo eso? -le susurró Santi al oído.
– Tú me diste la idea -respondió Sofía, echándose a reír.
– ¿Yo?
– Dijiste que tenía que impresionar a mi padre o al tuyo. Así que he impresionado a los dos -dijo triunfante.
– No creo que hayas impresionado a mi padre -dijo Santi, mirando al otro extremo de la mesa, donde Miguel seguía conversando con Anna y con su hermano Alejandro. Los ojos de Miguel se encontraron con los de su hijo, y cuando eso ocurrió meneó la cabeza. Santi se encogió de hombros, como diciendo «no fue idea mía».
– ¿Así que crees que jugarás en el partido de esta tarde? -preguntó, mirando a su prima mientras ésta devoraba la comida del plato para ponerse a la altura de los demás.
– Claro.
– Me extrañaría mucho que jugaras.
– A mí no. Me lo he ganado -dijo, rascando el plato con el cuchillo a propósito para molestar a los demás.