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– Vi lo preocupada que estaba mamá. No había forma de consolarla. Todos nos sentíamos traicionados y muy, muy tristes. La familia se quedó destrozada por lo ocurrido. Mamá y Anna apenas se hablaron durante un año, y pasó mucho tiempo antes de que las cosas volvieran a la normalidad. Santi tenía un futuro brillante. Papá estaba desesperado ante la posibilidad de que fuera a tirarlo por la borda por tu culpa. Así que te escribí y…

– Me dijiste que se había enamorado de Máxima Marguiles.

Esa carta había hecho añicos los sueños de Sofía, como si el espejo en que se reflejaban sus deseos más profundos se hubiera trizado en mil pedazos. El año que había pasado en Ginebra había sido el más duro de su vida. Ahora se explicaba por qué Santi nunca le había escrito: había estado esperando noticias suyas. No sabía cómo localizarla. Después de todo, la había estado esperando como ella a él. No había dejado de amarla.

El peso de esas revelaciones le quebró el alma y tuvo que sentarse en el suelo, muda de incredulidad, vacía de cualquier sentimiento. Había vivido los últimos veinticuatro años de su vida sobre un malentendido, sobre una mentira. María nunca podría llegar a entender lo que había hecho.

– Por favor, Sofía, perdóname. Por favor, intenta entender por qué lo hice. Mentí. Santi ni siquiera conocía a ninguna Máxima Marguiles. Estaba destrozado sin ti.

María inspiró hondo y cerró los ojos. Parecía muy frágil y muy cansada. Tenía la piel seca y sin vida. Cuando cerró los ojos, Sofía tuvo la sensación de que estaba muerta, excepto por el débil movimiento de su pecho al respirar.

Sofía se dejó caer pesadamente sobre el suelo de linóleo, recordando las largas horas que había pasado anhelando y rezando para que Santi se reuniera con ella. Ahora entendía por qué nunca había aparecido.

– Pero podrías haber vuelto, Sofía. No tenías que haberte ido para siempre.

– María, ¡yo no me fui! ¡Me echaron! -le soltó Sofía furiosa.

– Pero nunca volviste. ¿Por qué? Por favor, dime que no fue sólo por mi culpa -abrió los ojos e imploró a su prima con la mirada-. Por favor, dime que no fue sólo por lo que te dije.

– No he vuelto porque…

– Aquí estaba tu casa. Todos te querían. ¿Por qué lo tiraste todo por la borda?

– Porque… -empezó, desesperada.

– ¿Por qué no volviste cuando dejaron de estar enamorados? Me he sentido terriblemente culpable todos estos años. Por favor, dime que no fue porque me despreciabas. ¿Por qué, Sofía? ¿Por qué?

– Porque si no podía tener a Santi no había nada para mí en Argentina ni en Santa Catalina. Sin él no tenía sentido volver.

María miró a Sofía y en la expresión de su rostro la autocompasión dejó lugar al más puro asombro.

– ¿Tanto amabas a mi hermano? Lo siento muchísimo -dijo bajando la voz.

Sofía no podía hablar. Tenía un nudo en la garganta. Estaba totalmente atontada por la angustia. María la miró con ojos solícitos.

– Entonces toda la culpa es mía -dijo visiblemente entristecida-. Me equivoqué. No tenía derecho a meterme en tu vida. No tenía derecho a apartarte del hombre al que amabas.

Sofía meneó la cabeza y sonrió con amargura.

– Nadie le apartó de mí, María. Amaré a Santi hasta el día de mi muerte.

Las palabras de Sofía apenas habían tenido tiempo de calar en María cuando la puerta se abrió de golpe y Santi entró en el cuarto. Sofía seguía sentada en el suelo. La luz del sol bañaba la habitación y tuvo que parpadear para poder ver con claridad. En un primer momento Santi no la reconoció. Sonrió educadamente. Sus ojos verdes, esos ojos que tan bien conocía Sofía, revelaban una tristeza que antes no tenían. El brillo de la juventud había sido sustituido por las arrugas, unas arrugas que dibujaban en su rostro la sabiduría y el encanto de la madurez. También él había ganado peso, pero seguía siendo Santi, el mismo e irremplazable Santi.

De pronto una chispa de reconocimiento le cambió la cara y se puso rojo antes de perder por completo el color.

– ¿Sofía? -balbuceó.

– Santi.

Sofía estuvo a punto de echarse en sus brazos y hundir la cabeza en lo más recóndito y familiar de su olor, pero una mujer morena y menuda entró en la habitación detrás de él, seguida de un hombre alto y delgado, así que Sofía no tuvo otra elección que seguir junto a María.

– Sofía, te presento a Claudia, la mujer de Santi, y a Eduardo, mi marido -dijo María, percibiendo lo incómoda que estaba Sofía. Habría sido imposible prepararse para ese momento. Aunque sabía desde hacía años que, como ella, también Santi se había casado, en sus sueños él seguía esperándola. Sofía se levantó, presa de la desilusión. Dio la mano a los recién llegados, ignorando deliberadamente la costumbre argentina de dar dos besos al saludar. No se veía capaz de besar a la mujer que había ocupado su lugar en el corazón de Santi.

– Tengo que irme, María -dijo, desesperada por salir de la habitación. Tenía que salir de allí. Necesitaba quedarse a solas para pensar en todo lo que había ocurrido.

– ¿Dónde te alojas? -le preguntó su prima.

– En el Alvear Palace.

– Quizá Santi pueda llevarte a Santa Catalina, ¿verdad, Santi?

– Claro -balbuceó él al tiempo que asentía, totalmente confundido, sin dejar en ningún momento de mirar a Sofía.

Cuando Sofía fue hacia la puerta y pasó por su lado, sus ojos se encontraron durante un segundo como lo habían hecho tantas veces en el pasado, y en ellos reconoció al Santi con el que había crecido y al que había amado. En ese breve instante fue consciente de que su regreso iba a provocarle más dolor que el que le había causado su partida veinticuatro años antes.

Capítulo 37

Jueves, 6 de noviembre de 1997

Sofía volvió al Hotel Alvear Palace emocionalmente exhausta. Ya en su habitación se quitó la ropa, arrugada y sudada después del viaje, y se dio una ducha. Dejó que el agua le cayera sobre la piel y la envolviera con su vaho caliente. Deseaba perderse. Deseaba que el rostro de Santi se diluyera en el vapor. Sin embargo, las lágrimas llegaron con la rapidez del agua y la cara de Santi quedó prendida en sus pensamientos. Sabía que debía parar de llorar, pero se permitió el lujo de sollozar en voz alta y en privado. Cuando por fin salió de la ducha, tenía la piel arrugada y los ojos rojos de tanto llorar.

No había esperado ver a Santi. No sabía cuándo pensaba que le vería, pero desde luego no apenas una hora después de su llegada al país. No estaba preparada para un golpe como aquél. Había tenido suficiente con enfrentarse al cuerpo agonizante de María para tener que reencontrarse además con el hombre al que no había dejado de amar. Había esperado verle más adelante, cuando hubiera tenido tiempo para prepararse. Debía de haber tenido un aspecto horroroso. Se encogió. Siempre había sido muy vanidosa y, aunque sus vidas habían tomado direcciones opuestas, todavía quería que él la deseara.

Por lo que le había dicho María, ambos creían que el otro le había traicionado. Ahora que sabía la verdad, ¿qué pensaba él? ¿Y si él la hubiera esperado hasta convencerse de que ella le había olvidado? ¿Y si había estado esperando su regreso, viendo cómo pasaban los años sin tener noticias de ella? Apenas podía pensar en ello sin reprimir el deseo de abrazarle y hablarle de los meses que había esperado sus cartas, dándose por vencida al no tener noticias suyas. Cuántos años perdidos. Y ahora ¿qué?

Cogió el teléfono. Quería hablar con David, oír su voz. Sentía que corría peligro si volvía a ver a Santi y no se fiaba de sí misma. Estaba a punto de marcar el número de su casa cuando sonó el teléfono. Suspiró y lo cogió.