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– El señor Rafael Solanas la espera en recepción -dijo el conserje.

– ¿En recepción?

Las noticias vuelan en Buenos Aires. Su hermano la había encontrado.

– Hágale subir -respondió.

Sofía se puso el esponjoso albornoz del hotel y se cepilló el pelo negro y mojado. Se miró con detenimiento en el espejo. ¿Cómo esperaba que Rafael la reconociera si ni siquiera ella era capaz de reconocerse? ¿Qué le diría? No había visto a su hermano durante lo que parecía toda una vida.

Rafa llamó a la puerta. Sofía esperó. Se quedó mirando a la puerta como si fuera a abrirse sola. Cuando él volvió a llamar, esta vez con impaciencia, a Sofía no le quedó más remedio que abrirle. Cuando él entró, los dos se quedaron de pie, mirándose en silencio. Los años no habían pasado por su hermano. De hecho, estaba aún más guapo. No había duda de que era un hombre feliz y que irradiaba su felicidad como un aura que se extendía hacia ella, envolviéndola. Rafa sonrió y la estrechó entre sus brazos. Sofía se sintió como una niña cuando, entre los brazos de su hermano, se quedó con los pies colgando en el aire. Automáticamente reaccionó con idéntico afecto y abrazó a Rafa. La distancia que el tiempo había forjado entre los dos existía sólo en su cabeza.

Minutos después ambos se reían, todavía abrazados.

– Me alegro de verte -balbucearon al unísono, y se echaron a reír de nuevo. Él la tomó de la mano y la condujo a la cama, donde pasaron las dos horas siguientes hablando de los viejos tiempos, del presente y de los años perdidos. Rafael era un hombre satisfecho. Le habló de Jasmina y de cómo se había enamorado de ella a principios de la década de los setenta, cuando Sofía todavía estaba en Santa Catalina. Le recordó que Jasmina era la hija del eminente abogado Ignacio Peña.

– Mamá no cabía en sí de contenta -dijo-. Siempre había admirado mucho a Alicia Peña.

Sofía sintió que se le revolvía el estómago al recordar el esnobismo que caracterizaba a su madre, pero Rafael parecía flotar por encima de ese tipo de trivialidades como suelen hacerlo los que son realmente felices. Tenía cinco hijos. El mayor tenía catorce años y el menor sólo dos meses. Sofía pensó que no parecía tener edad de tener un hijo tan mayor.

– Supongo que sabes que esta tarde se llevan a María a Santa Catalina -dijo Rafa por fin. Después de evitar el tema, las palabras de Rafa los devolvieron a la crueldad del presente.

– Sí, lo sé -respondió Sofía, sintiendo cómo el placer que les había producido su reencuentro se disolvía al recordar su visita al hospital.

– Temo que va a morir, Sofía, pero será un alivio para ella. Ha estado muy enferma y ha sufrido mucho.

– Me siento culpable, Rafa. Si hubiera sabido que iba a vivir tan poco no habría sido tan egoísta, no habría tardado tanto en volver. Ojalá hubiera regresado antes.

– Tenías tus razones -dijo él sin rencor.

– Ojalá hubiera podido compartir mi vida con ella. Era mi mejor amiga. No te imaginas lo que voy a sentir su pérdida.

– La vida es demasiado corta para perder el tiempo en lamentaciones. El abuelo solía decir eso, ¿te acuerdas?

Sofía asintió.

– Ahora estás aquí, ¿no? -la miró con ternura y sonrió-. No tienes por qué volver a Inglaterra. Ahora estás en casa.

– Oh, tendré que volver en algún momento. Las niñas deben de estar volviendo loco a David.

– Son mis sobrinas, mi familia. También ellas deben volver a casa. Tu sitio está en Santa Catalina, Sofía. Deberían venir todos a vivir aquí.

Hablaba como su padre, pensó Sofía.

– Es imposible, Rafa. Ya sabes que ahora mi vida está en Inglaterra.

– No tiene por qué. ¿Ya has visto a Santi?

Sofía sintió que se le encendían las mejillas al oír mencionar su nombre. Intentó actuar con naturalidad.

– Sí, le he visto un momento en el hospital -dijo, restándole importancia.

– ¿Ya conoces a Claudia?

– ¿Su esposa? Sí, me ha parecido… muy agradable.

Su hermano no se dio cuenta de lo difícil que le resultaba hablar de Santi, por no mencionar a su mujer. Para Rafael su aventura con Santi formaba parte de otra vida que habían compartido en otro tiempo pero que ahora quedaba tan lejos que ya no contaba. No sospechó, ni por un momento, el amor que la quemaba dentro cada vez que pensaba en Santi, como si también eso hubiera quedado enterrado en el olvido con el paso de los años.

– Voy a Santa Catalina a primera hora de la tarde. ¿Vienes conmigo? -le preguntó. Sofía se sintió aliviada de no tener que contar con Santi para que la llevara. Todavía no se sentía con fuerzas para enfrentarse a él.

– No lo sé. Hace años que no veo a mamá ni a papá. Ni siquiera saben que estoy aquí.

– Entonces les darás una sorpresa -exclamó alegremente.

– Sospecho que no será una sorpresa demasiado agradable. Pero sí, iré contigo. Lo haré por María.

– Perfecto. Almorzaremos tarde. Jasmina y los niños ya están en la estancia. Como hoy es jueves hemos tenido que sacarlos de la escuela para que estuvieran allí cuando llegue María.

– Me muero de ganas de conocerlos -soltó con efusividad, intentando parecer entusiasmada.

– Te van a querer muchísimo. Han oído hablar mucho de ti.

Sofía se preguntó qué les habrían dicho de ella. Más tarde, antes de partir al campo, llamó a David. Le dijo que le echaba de menos, lo cual era cierto. De repente deseó que la hubiera acompañado.

– Cariño, estás mejor sola. Necesitas pasar un tiempo sola con tu familia -la animó David, conmovido cuando la oyó decir que le necesitaba. Ni se imaginaba cuánto.

– En realidad, no sé si quiero pasar por esto -dijo Sofía, mordiéndose una uña.

– Cariño, claro que quieres, lo que pasa es que tienes miedo.

– Estás muy lejos.

– No seas tonta.

– Ojalá estuvieras aquí. No quiero hacer esto sola.

– Todo irá bien. De todas formas, si tan terrible es, siempre puedes coger el próximo vuelo y volver a casa.

– Tienes razón -respondió Sofía aliviada. Si las cosas se ponían mal no tenía más que irse. ¡Qué sencillo! Además, ya lo había hecho antes. David le pasó a las niñas, que no paraban de parlotear, totalmente ajenas al coste de la llamada. Dougal, el recién llegado cachorrito de cocker spaniel, se había comido casi todos los calcetines de David y se las había arreglado para comerse el cable del teléfono.

– ¡Es un milagro que hayamos podido hablar! -se rió Honor. Cuando Sofía colgó se sentía mucho más fuerte.

Buenos Aires la inquietaba. Se sentía como una turista en el lugar al que había pertenecido. Conocía cada callejón, y veía las sombras de su pasado cernirse sobre las plazas y las aceras, volviendo a proyectar escenas que creía olvidadas. Se preguntaba si Santa Catalina evocaría en ella las mismas sensaciones y empezó a preocuparse. De nuevo deseó no haber vuelto.

Sin embargo, y para su alegría, el recorrido hacia el campo le resultó más que familiar. Dejaron la ciudad extensa y enfermiza a sus espaldas, pasando cada vez por delante de menos casas hasta que llegaron a las carreteras largas y rectas de su juventud que atravesaban las llanuras como viejas cicatrices. Volvió a respirar las conocidas fragancias de su niñez. El dulce olor de la hierba, el polvo y el inconfundible y embriagador eucalipto.

Cuando llegaron a las puertas de Santa Catalina fue como si los últimos veinticuatro años hubieran sido sólo un sueño. Nada había cambiado. Los olores, los rayos de sol colándose entre los álamos de la avenida, los perros escuálidos, los campos llenos de ponis… y a medida que avanzaban, hasta la casa, su casa, seguía como la había dejado al irse.