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Nada había cambiado.

Se detuvieron antes de llegar a la casa y aparcaron el coche debajo de uno de los enormes y frondosos eucaliptos. Sofía vio a un grupito de niños que jugaban en los columpios del parque. Cuando reconocieron el coche, fueron corriendo hacia ellos. Abrazaron a Rafael con tanto entusiasmo que casi le tiraron al suelo. Sofía enseguida se dio cuenta de que dos de ellos eran hijos suyos. La niña rubia con cara de traviesa, y el hermanito pequeño, pelirrojo como su abuela.

– Clara, Félix, saluden a la tía Sofía.

El pequeño se escondió, vergonzoso, entre las piernas de su padre, de manera que Sofía se limitó a sonreírle. Por su parte la niña se acercó sin miedo a ella y le dio un beso.

– Si eres mi tía, ¿por qué nunca te he visto? -preguntó, mirándola a los ojos.

– Porque vivo en Inglaterra -le respondió.

– La abuela vivía en Irlanda. ¿Conoces a la abuela?

– Sí, claro que la conozco. Es mi madre. ¿Sabes?, tu padre y yo somos hermanos como tú y Félix.

Clara entrecerró los ojos y la escudriñó.

– Entonces ¿cómo es que nunca nadie me ha hablado de ti?

Sofía miró a Rafael y por su expresión dedujo que Clara era un peligro.

– No lo sé, Clara, pero te prometo que a partir de ahora todos hablarán de mí.

La niña abrió los ojos como platos en cuanto intuyó el escándalo y, cogiendo a Sofía de la mano presa del entusiasmo, anunció que sus abuelos estaban tomando el té en la terraza.

De algún modo aquella niña de no más de diez años dio seguridad a Sofía. Le recordaba a ella misma a su edad, malcriada e impredecible. La sorprendía que las vidas de esos niños le recordaran su propia infancia. Se acordó de cómo solían jugar en los columpios y correr en grupos de un lado a otro como ellos. Santa Catalina no había cambiado nada. Sólo había cambiado la gente. Había aparecido una nueva generación que crecía allí, como una obra de teatro que fuera transcurriendo frente a un mismo decorado.

Sofía siguió a Clara hasta la parte delantera de la casa. Más tarde se reiría al recordar la expresión en el rostro de su madre y de su padre, que, sentados en la tranquilidad de las largas sombras de la tarde, miraban como siempre a la distante llanura. Era un día como otro en la estancia, todo transcurría como de costumbre, nada iba a romper su rutina, o eso pensaban. Al verlos la asaltaron los recuerdos y anduvo hacia ellos con paso firme.

Cuando Anna vio a Sofía, se le cayó la ta2a de té al suelo. La porcelana se rompió en grandes pedazos. Se llevó los dedos blancos y largos a la gargantilla que le rodeaba el cuello y empezó a retorcerla con visible nerviosismo. Miró a Paco sin saber qué hacer. A Paco se le tiñó la cara de rosa y se puso como pudo en pie. La visión de sus ojos tristes llenos de remordimientos bastó para conmover el distante corazón de Sofía.

– Sofía, no me lo puedo creer. ¿Eres tú? -añadió con voz ronca y avanzó hacía ella arrastrando los pies para abrazarla. Como con Rafael, Sofía sintió que correspondía al abrazo de su padre con sincero afecto-. No sabes cuánto hemos esperado este momento. Te hemos echado muchísimo de menos. Estoy feliz de que hayas vuelto a casa -dijo, presa del júbilo. Paco había envejecido tanto desde la última vez que le había visto que sintió que la abandonaba cualquier resquicio de amargura.

Anna no se levantó. Deseaba abrazar a su hija, había imaginado que lo haría, pero ahora que Sofía estaba delante de ella mirándola con ojos distantes, no sabía qué hacer.

– Hola, mamá -le dijo Sofía en inglés. Como Anna no se había levantado para saludarla, ella no se acercó a su madre.

– Sofía, qué sorpresa. Podrías habernos avisado -dijo visiblemente confundida. Enseguida se arrepintió de sus palabras. No era su intención que sonaran así. Nerviosa, empezó a pasarse la mano por el pelo, que llevaba recogido en un sobrio moño bajo. Sofía había olvidado lo fríos que eran sus ojos. A pesar de que el paso de los años debía haber limado las diferencias entre las dos mujeres, no sentía el menor afecto por Anna. Para ella su madre era una perfecta desconocida, una desconocida que le recordaba a alguien que en el pasado había sido su madre.

– Ya lo sé. No tuve tiempo -replicó con frialdad, sin saber cómo interpretar la aparente indiferencia de Anna-. De todas formas, he venido por María -añadió.

– Claro -respondió su madre, recuperando la compostura.

Durante un instante Sofía estuvo segura de haber visto cómo la decepción encendía las mejillas de Anna, y cómo le enrojecía después la piel diáfana del cuello.

– ¿Has podido verla? Ha cambiado mucho -dijo Anna con tristeza, perdiendo la mirada en la llanura como si deseara estar lejos de allí, entre las hierbas altas y los animales salvajes de la pampa. Lejos de aquel interminable sufrimiento humano.

– Sí -respondió Sofía, calmándose. Bajó la mirada, y de pronto una terrible sensación de pérdida le comprimió el pecho. María le había enseñado lo frágil y precaria que era la vida humana. Miró a su madre y su resentimiento pareció suavizarse.

En ese momento Soledad salió corriendo de la casa para limpiar la taza rota, seguida a pocos pasos por una sobreexcitada Clara.

– Tendrías que haber visto la cara que ha puesto la abuelita. Se ha quedado blanca y luego se le ha caído la taza. ¡Imagínate!

Soledad no había envejecido, pero se había expandido hasta tomar dimensiones insospechadas. Cuando vio a Sofía de pie frente a ella, sus acuosos ojos marrones se deshicieron en un río de lágrimas que le caían por la cara hasta la amplia sonrisa que la sorpresa le había dibujado en los labios. Apretó a Sofía contra su pecho y se echó a llorar desconsoladamente.

– No puede ser. Gracias, Dios mío, gracias por haberme devuelto a mi Sofía -sollozó.

Clara daba saltitos alrededor de ellas presa de la excitación, y los demás niños, que habían estado jugando con ella en los columpios, se las quedaron mirando perplejos.

– Clara, ve y diles a todos que Sofía ha vuelto -dijo Rafael a su hija, que inmediatamente corrió hacia donde estaban sus primos y delegó en ellos la tarea. Los niños se alejaron a regañadientes, seguidos por un atajo de perros escuálidos que no dejaban de olisquearles los talones.

– Tía Sofía, todos se alegran mucho de verte -sonrió Clara mientras Soledad barría los trozos de porcelana con manos temblorosas. Sofía se sentó a la mesa, la misma mesa a la que tantas veces se había sentado muchos años atrás, y sentó a la niña sobre sus rodillas. Anna la miraba con recelo y Paco apretaba la mano de su hija entre la suya, pero era incapaz de hablar. Se quedaron sentados en silencio, aunque las lágrimas de su padre le comunicaban mucho más de lo que hubiera podido decirle con palabras. Rafael se sirvió un trozo de tarta sin perder la calma.

– ¿Por qué llora el abuelito? -susurró Clara a su padre.

– Son lágrimas de alegría, Clara. La tía Sofía ha estado fuera mucho tiempo.

– ¿Por qué?

Sofía se dio cuenta de que la pregunta iba dirigida a ella.

– Es una larga historia, gorda. Quizás algún día te la cuente -respondió al tiempo que miraba a su madre.

– Eso sería poco apropiado, ¿no crees? -dijo Anna en inglés. Pero no intentaba castigarla. Lo que intentaba era mostrar un poco de sentido del humor.

– Eso lo he entendido -se rió Clara, que sin duda estaba disfrutando con la escena. Cuanta más intriga intuía, más le gustaba su nueva tía.

Antes de que la conversación llegara a ser más embarazosa, empezó a llegar gente de todos los rincones de la granja. Grupos de niños curiosos, los sobrinos y sobrinas de Sofía, Chiquita y Miguel, un altísimo Panchito, y, para horror suyo, una Claudia hermosa y radiante. Sofía quedó profundamente conmovida por aquella bienvenida, cuya calidez jamás se habría atrevido a imaginar. Su tía Chiquita la abrazó largo rato. Sofía pudo leer en sus ojos que le agradecía que hubiera regresado para consolar a María en sus últimos días de vida. Parecía cansada y muy tensa, y en su rostro una expresión obsesionada, había sustituido a la elegante belleza que Sofía recordaba en él. Chiquita había sido siempre una mujer serena, como si la crueldad del mundo nunca invadiera su benevolente existencia. La enfermedad de María la había roto por completo.