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El corazón le latía con fuerza. Era como si hubiera abierto una puerta a su pasado. Paseó por el cuarto tocando las cosas, abriendo cajones y armarios; hasta las colonias y los perfumes que había usado seguían en el tocador. Lo que más la afectó fue la cestita de lazos rojos que siempre llevaba en el pelo de pequeña. Se sentó delante del espejo y cogió uno. Poco a poco fue soltándose el pelo hasta que le cayó sobre los hombros. No lo tenía tan largo como entonces, pero logró hacerse una trenza. La ató con el lazo y se quedó mirándose en el espejo.

Se pasó los dedos por la cara, ese rostro que una vez había brillado con el regalo de la juventud. Ahora tenía la piel más fina, más seca, y las arrugas que tenía alrededor de los ojos revelaban los años de tristeza y los años de alegrías. Cada una de las emociones vividas había quedado grabada en sus rasgos como una especie de pasaporte físico en el que hubieran quedado registrados los lugares que había visitado desde su nacimiento. Los oscuros rincones de tormento y las altas cumbres de alegría. La risa, las lágrimas, la amargura, y finalmente la humilde resignación que aparece cuando nos damos cuenta de que luchar contra la vida es algo totalmente autodestructivo e inútil. Todavía era bella, de eso estaba segura. Pero la juventud es algo que no valoramos hasta que lo perdemos. Había sido joven en una época, joven y valiente y testaruda. Se miró en el espejo de nuevo y deseó entrar en él y volver al pasado para poder vivirlo una vez más.

Cada uno de los objetos que había en la habitación la transportaba a aquellos lánguidos días en Santa Catalina y se dejaba mecer en el melancólico placer que esa remembranza le regalaba. Cada una de las prendas que había en el armario tenía una historia que contar, como si el armario fuera un museo de su propia vida. Se echó a reír cuando volvió a ver el vestido blanco que había llevado el día en que Santi había regresado y que seguía hecho una bola al fondo del estante, y el montón de vaqueros que llevaba a diario. Estaba absolutamente fascinada. Naturalmente no habría podido ponérselos aunque hubiera querido. Hacía tiempo que había dejado de tener una talla ocho. Pero las faldas y los jerséis todavía le habrían cabido. Deseó ponérselos todos a la vez y salir vestida así a la terraza.

– Cuando te enviamos a Ginebra siempre pensé que volverías.

Sofía se giró en redondo y se encontró con su madre que, incómoda, estaba apoyada en el marco de la puerta.

– Por eso dejé tu habitación como estaba.

Anna hablaba en inglés. Parecía sentirse liberada hablando su propia lengua. Fue hasta la ventana y pasó la mano por las cortinas.

– Cuando pasó el tiempo y no regresaste, no me vi capaz de deshacer tu habitación. Siempre cabía la posibilidad de que cambiaras de parecer. No sabía qué hacer con tus cosas. No quería tirar nada por si… -su voz se apagó.

– No, todo está como lo dejé -respondió Sofía, sentándose en la cama.

– Sí, en realidad no ha sido intencionado. Nunca tuve que hacerlo. Rafael tiene su propia casa, y Agustín vive en Estados Unidos. Paco y yo estamos solos. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras, a menos que prefieras alojarte en algún otro sitio.

– No, en realidad no había pensado en eso, así que sería agradable poder quedarme aquí. Gracias. -Y a continuación no pudo evitar añadir-: ¡Como en los viejos tiempos!

Cuando se giró se sorprendió al ver que la expresión severa de su madre se suavizaba; incluso detectó en su rostro la insinuación de una sonrisa.

– Espero que no -replicó Anna.

Cuando esa noche cerró la puerta de su habitación y fue a casa de Chiquita, Sofía se acordó de aquellos días idílicos cuando su romance con Santi todavía no había sido descubierto y su madre y ella eran amigas. Ese verano había sido el más feliz de su vida. Recordó esos días, y su corazón volvió a albergar en secreto la esperanza de que, de algún modo, todavía pudiera volver a vivirlos.

María estaba sentada en la cama. Llevaba un camisón azul claro que le daba un aspecto celestial. Aunque había perdido todo el pelo, tenía la piel traslúcida como la gasa y sus ojos castaños brillaban de contento.

– Es mágico estar en casa -comentó entusiasmada mientras acercaba a ella a sus dos hijos más pequeños y besaba cariñosamente sus caritas bronceadas-. Eduardo, enséñale el álbum a Sofía, quiero ponerla al corriente de todo lo que se ha perdido.

A diferencia del hospital, había en la habitación un ambiente feliz. La casa de Chiquita era un hogar cálido, lleno de música y de risas, y el calor pesado de la noche quedaba bañado por el dulce aroma de la hierba húmeda y del jazmín. Santi y Claudia no tenían casa de campo propia, así que se quedaban en casa de los padres de él durante los fines de semana y las vacaciones de verano. Sofía entendía por qué Santi no había querido irse de allí. Aquella era su casa, y el eco de una infancia encantada todavía reverberaba en las paredes.

Santi y Sofía apenas se dirigieron la palabra mientras ella estuvo hablando durante horas con María y con Chiquita, pero en ningún momento dejaron de ser conscientes de la presencia del otro. Las mujeres se rieron de las aventuras que les habían ocurrido. Una historia llevaba a la siguiente, y los años de separación fueron poco a poco deshaciéndose. Cuando dejaron a María dormida en el cuarto alegremente decorado y lleno de flores que ocupaba, Sofía se sentía como si nunca se hubieran separado.

– ¿Sabes, Chiquita?, es maravilloso volver a ver a María -dijo cuando entraban en el salón-. Me alegra haber venido.

– Tu vuelta le ha hecho mucho bien. Te echaba mucho de menos. Creo que le has dado fuerzas para vivir quizás un poco más.

Sofía abrazó a su tía. El miedo y la incertidumbre de los últimos meses habían ido minando el ánimo de Chiquita, tensando sus emociones hasta el límite. Estaba demasiado frágil.

– Tú y tu familia son lo que María más quiere en el mundo. Son ustedes quienes le dan fuerzas para seguir viviendo. Mira lo feliz que está de haber vuelto a casa. Sus últimos días serán muy tranquilos y estarán llenos de alegría.

– Tienes mucha razón, mi querida Sofía -dijo Chiquita, antes de mirarla ente lágrimas y susurrarle-: ¿Y qué vamos a hacer contigo, eh?

– ¿A qué te refieres? Volveré con mi familia, naturalmente.

Chiquita asintió e hizo ademán de comprender.

– Naturalmente -dijo con dulzura, pero sonreía y sus ojos rastrearon los rasgos de Sofía como si estuvieran leyendo los sentimientos que se escondían debajo.

Santi y Claudia estaban tranquilamente sentados, leyendo revistas. Panchito, convertido en un fornido chico de veintiocho años, estaba tirado en el sofá viendo la televisión. Sus piernas delgadas colgaban de los brazos del sofá. Desprendía un carisma que a Sofía le resultó muy atractivo. Como Dorian Grey, Panchito era una réplica más joven y perfecta de su hermano. Tenía sus mismos ojos de color verde mar, aunque carecían de la profundidad de los de su hermano mayor. No había ni una sola arruga en la suave piel de su rostro, que también carecía del carácter del de Santi, en el que habían quedado grabados el sufrimiento y su posterior supervivencia al dolor.

Sofía miró a Santi y le amó aún más por su piel arrugada y la melancolía de sus ojos. Tiempo atrás había emanado de él una seguridad con la que parecía ser capaz de domar los designios del destino y adiestrarlo para que obrara a su voluntad, pero la vida le había enseñado que es imposible conquistar lo que está fuera de nuestro control; sólo podemos aprender a vivir en armonía con ella. Santi había recibido con el tiempo una dura lección de humildad.

– Santi, tráele a Sofía una copa de vino. ¿Tinto o blanco? -preguntó Chiquita.