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– Tinto -dijo Santi, contestando automáticamente a la pregunta de su madre. El rojo había sido siempre el color favorito de Sofía.

– Sí, gracias -respondió Sofía sin disimular su sorpresa. Claudia dejó de leer la revista que tenía entre las manos y al alzar la mirada vio cómo su marido servía el vino. Sofía esperó ver la mirada ansiosa que llegaría a continuación, pero esa mirada nunca llegó. Si a Claudia le había importado, se había asegurado de no demostrarlo.

– Dime, Sofía, ¿cuánto tiempo piensas quedarte? -preguntó Claudia. Sus apáticos ojos azules sonrieron quizás un poco demasiado en un intento por ocultar el miedo que se escondía tras ellos.

– No lo sé, no he hecho planes -respondió Sofía, sonriéndole con idéntica sinceridad.

– ¿No tienes marido e hijos?

– Sí. En este momento David está muy ocupado con una nueva obra, por eso no ha podido venir. De cualquier modo, no le habría resultado fácil. No conoce a ninguno de ustedes, y no habla español. En lo que a él respecta, puedo quedarme el tiempo que quiera.

– Te vimos en el periódico -dijo su tía-. Qué foto tan bonita. Estabas guapísima. Todavía la tengo por ahí guardada. Algún día la buscaré para enseñártela. Sí, estoy segura de que la guardé en algún sitio.

Santi le llevó el vino. Sofía le miró a los ojos, pero él no le devolvió la mirada.

– Deberías haber sido actriz. Ya de pequeña eras una. prima donna -recordó Chiquita-. Siempre buscabas llamar la atención. Me sorprende que tu marido no te haya dado un papel en una de sus obras. ¿Sabes, Claudia?, Sofía era muy presumida. Me acuerdo que representaban una obra en San Andrés y Sofía no quiso participar porque no era la actriz principal. ¿Te acuerdas, Santi? Estuvo llorando una semana entera. Decías que eras mejor que cualquiera.

– Sí, lo recuerdo -apuntó Santi.

– Siempre se salía con la suya, Claudia. El pobre Paco nunca podía decirle «no» a nada.

– Tampoco el abuelo -admitió Sofía con timidez, riéndose un poco-. Mi madre se enfadaba muchísimo cuando nos confabulábamos contra ella.

– Tu abuelo era un hombre extraordinario.

– ¿Sabes?, todavía le echo de menos. Añoro su sentido del humor -dijo Sofía melancólica-. Nunca olvidaré esa vez que lo tuvieron en cuidados intensivos en el hospital de Buenos Aires porque había contraído una enfermedad contagiosa. Dios sabe lo que tenía, pero fuera lo que fuera consiguió llevar de cabeza a los médicos. Creo que era algún tipo de ameba. ¿Te acuerdas, Chiquita?

Chiquita frunció el ceño y meneó la cabeza.

– No, me parece que no.

– Bueno, pues el doctor le prohibió salir de su habitación. El abuelo quiso ir al baño y, después de tocar el timbre un par de veces y no obtener respuesta, salió de la habitación y se paseó por toda la planta hasta que encontró los lavabos. A la vuelta vio que en su puerta había un letrero en el que decía que nadie, bajo ningún concepto, podía entrar en el cuarto sin supervisión. «Paciente altamente contagioso», decía el letrero. El abuelo decidió que no podía entrar ahí, ya que eso suponía saltarse las normas. ¿Y saben lo que hizo? Empezó a dar vueltas por todas las plantas, infectando a todo el mundo con el que entró en contacto hasta que encontró a una enfermera que le escoltó hasta su cuarto. Al parecer causó un pánico general. Conociendo al abuelo O'Dwyer, probablemente lo hizo a propósito. Después de eso siempre acudieron cuando llamaba al timbre.

– Debieron de saltar de alegría el día que se marchó -dijo San ti riéndose por lo bajo y meneando la cabeza-. Me acuerdo de la vez en que te peleaste con Anna e hiciste las maletas y viniste a nuestra casa, diciendo que querías que mamá te adoptara. ¿Te acuerdas, Sofía? -esta vez se echó a reír de buena gana. El vino había ido calmándole los sentidos y relajándole los músculos. Los tenía doloridos después de tanto reprimir sus emociones.

– No estoy segura de querer recordarlo. La verdad es que fue una situación un poco embarazosa -dijo Sofía, de repente incómoda.

– No, nada de eso. Santi y María estaban encantados. Ellos te animaron -dijo Chiquita.

– ¿Qué dijeron mis padres? -preguntó Sofía. Nunca había querido llegar hasta el fondo de aquel episodio.

– A ver, déjame pensar -suspiró su tía, entrecerrando los ojos-. Tu padre… sí, Paco vino a buscarte. Recuerdo que te dijo que había buenos orfanatos que te acogerían si no querías seguir viviendo en casa. Dijo que eras una niña demasiado incorregible para venderte a cualquier otro miembro de la familia.

– ¿En serio? -exclamó Sofía echándose a reír.

– Siempre estabas dando problemas. Me alegro de que te hayas calmado -dijo Chiquita con cariño. Claudia, mientras tanto, no había dicho ni una sola palabra. Se había limitado a escuchar.

«Jugaba al polo con los niños -siguió Chiquita, asintiendo.

– Dios, hace años que no cojo un mazo. No sé si me acordaría de cómo se juega.

– ¿Jugabas tan bien como los chicos? -preguntó Claudia por fin, en un intento por participar en la conversación.

– No tan bien como Santi, pero ciertamente igual que Agustín -dijo Chiquita sin dudarlo.

– Siempre quería hacer lo mismo que los chicos. Parecía que se divertían mucho más que nosotras -recordó Sofía.

– Eras como una especie de chico honorario, ¿eh, Chofi? -apuntó Santi sonriendo entre dientes. Sofía pareció dudar. Era la primera vez que le había oído llamarla Chofi. Chiquita fingió no haberlo notado, pero al ver cómo sus ojos iban, alarmados, de uno a la otra, Sofía se dio cuenta de que no era así. Naturalmente, Claudia mantuvo la compostura y siguió dando pequeños sorbos a su copa de vino como si su marido no hubiera dicho nada fuera de lo normal.

– Sofía era toda una amenaza. Me alegro de que hayas sentado la cabeza y de que hayas encontrado un buen marido. Sabía que al final lo conseguirías -dijo Chiquita, visiblemente nerviosa, intentando romper el silencio.

Claudia miró su reloj.

– Santi, deberíamos ir a dar las buenas noches a los niños -dijo, tensa.

– ¿Ahora? -preguntó Santi.

– Sí. Se pondrán muy tristes si no subes.

– De hecho yo debería volver a casa de mis padres. Ha sido un día muy largo y estoy cansada. Los veré mañana -dijo Sofía levantándose.

Claudia y Santi se pusieron en pie para irse. Santi no besó a Sofía. Simplemente le dijo adiós, indudablemente incómodo, y salió de la sala acompañado de su mujer. Chiquita la besó afectuosamente.

– Habla con Anna, Sofía -le dijo.

– ¿Qué quieres decir?

– Simplemente que hables con ella. Las cosas no han sido fáciles, para ninguna de ustedes.

Capítulo 39

Mientras Sofía volvía a paso lento hacia la casa, se acordó de la cantidad de veces que había hecho ese trayecto en el pasado. Esa solía ser su casa. El aroma de los eucaliptos impregnaba el aire húmedo y podía oír a los ponis relinchando en los campos. Los grillos cantaban rítmicamente. Imaginó que los grillos estaban en Argentina desde su creación. Como el ombú, formaban parte de aquel lugar. No podía imaginar el campo sin ellos. Aspiró los olores de la pampa y se dejó mecer por los recuerdos y los ecos agridulces de su niñez.

Cuando llegó a la casa, estaba enferma de nostalgia. Necesitaba estar a solas y pensar. Había esperado encontrar Santa Catalina cambiada, y realmente la perturbaba que no fuera así. Podía volver a ser una niña y, sin embargo, su cuerpo era el de una mujer madura, llena de las experiencias vividas en otro país, otra vida. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que Santa Catalina había quedado anclada en el tiempo, como si el mundo que quedaba más allá de sus muros no la hubiera tocado. Paseó hasta la piscina y caminó a su alrededor. Pero los recuerdos seguían allí, persistentes; todo lo que veía la remontaba al pasado. La pista de tenis donde Santi y ella tantas veces habían jugado surgió de la oscuridad y casi pudo volver a oír sus lustrosas voces reír y bromear en la brisa.