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Se sentó en el bordillo de la piscina y pensó en David. Imaginó la expresión de su rostro, sus pálidos ojos azules, la nariz recta y aristocrática que tanto le gustaba besar. Imaginó esos rasgos que amaba. Sí, amaba a David, pero no de la misma forma que amaba a Santi. Sabía que no estaba bien, que no debía buscar los brazos, los labios, las caricias de otro hombre, pero jamás había dejado de amar a aquel ser humano que, de algún modo que no alcanzaba a comprender, estaba ligado a su alma. Deseaba a Santi y ese deseo la ahogaba. Después de veinticuatro años, el dolor seguía siendo tan intenso como al principio.

Había oscurecido cuando llegó a la casa. Estaba más calmada. Había caminado un poco y había respirado hondo, siguiendo los sabios consejos que el abuelo O'Dwyer le había enseñado cuando sus hermanos se metían con ella y la sacaban de sus casillas. Fue hasta la cocina, donde Soledad la saludó con una pequeña ración de mousse de dulce de leche que todavía no había terminado de enfriarse. Se sentó a la mesa de la cocina en su sitio de siempre mientras Soledad cocinaba y empezaron a hablar como lo habrían hecho dos buenas amigas. Sofía necesitaba distraerse, y Soledad era la distracción perfecta.

– Señorita Sofía, ¿cómo ha podido estar tanto tiempo fuera? Ni siquiera me escribió. ¿Dónde tenía usted la cabeza? ¿Acaso pensaba que no la echaría de menos? Pues se equivocaba. Me sentí muy herida. Pensé que ya no me quería. Después de todo lo que había hecho por usted. Debería haber estado furiosa. De hecho, debería estar furiosa ahora, pero no puedo. Estoy demasiado feliz de volver a verla para poder estar enojada -dijo de manera reprobatoria, ocultando la cabeza en el vapor de la olla de sopa de zapallo. Sofía lo sentía muchísimo por ella. Soledad la había querido como a una hija y Sofía apenas había pensado en ella.

– Oh, Soledad, nunca te olvidé. Simplemente no podía volver. En vez de eso construí una nueva vida en Inglaterra.

– El señor Paco y la señora Anna… nunca fueron los mismos desde que usted se marchó. No me pregunté qué fue lo que pasó, no me gusta andar por ahí chismorreando y escuchando lo que no debo. Lo cierto es que las cosas nunca volvieron a ser lo mismo entre ellos. Usted se marchó y ellos se distanciaron. Todo cambió. No me gustó nada el cambio, no me gustó el ambiente que se creó. Deseaba de todo corazón que usted volviera a casa y usted ni siquiera escribió. Ni una palabra. ¡Nada!

– Lo siento, fui muy desconsiderada. Soledad, si tengo que serte sincera, y siempre lo he sido contigo, me dolía demasiado pensar en Santa Catalina. Los echaba demasiado de menos a todos ustedes. No podía escribir. Sé que tendría que haberlo hecho, pero me era más fácil intentar olvidar.

– ¿Cómo puede alguien olvidarse de sus raíces, señorita Sofía? ¿Cómo puede usted? -preguntó, meneando su cabeza de cabellos grises.

– Créeme, cuando estás en la otra punta del mundo, Argentina parece estar muy lejos. Seguí con mi vida lo mejor que pude. Dejé que pasara demasiado tiempo antes de volver.

– Es usted tozuda como su padre.

– Pero ahora estoy aquí -dijo, como si de algún modo eso fuera a consolarla.

– Sí, pero volverá a marcharse. Aquí ya no le queda nada. El señor Santiago está casado. La conozco. Volverá a marcharse.

– Yo también me he casado, Soledad. Tengo una familia a la que volver y un marido al que adoro.

– Pero su corazón está aquí con nosotros -dijo Soledad-. La conozco bien. No se olvide que yo la crié.

– ¿Cómo es Claudia? -se oyó preguntar.

– No me gusta hablar mal de nadie, sobre todo si es un Solanas, ya sabe usted que soy la defensora número uno de esta familia. No hay nadie más leal a los Solanas que yo; si no fuera así, me habría ido de aquí hace años. Pero con usted puedo ser sincera. La señora Claudia no es una Solanas. No creo que él la quiera. Creo que sólo ha querido a una mujer en su vida. No me interesan los detalles, ya sabe usted que no me gustan los chismes. Cuando usted se fue, el señor Santi se convirtió en un fantasma. La Vieja Bruja decía que casi le había desaparecido el aura. Quiso verle. Le habría curado, pero ya sabe usted que él nunca mostró el menor interés por el mundo de lo oculto. Después del terrible episodio con el señor Fernando, el señor Santiago empezó a invitar a la señora Claudia a Santa Catalina los fines de semana y volvió a sonreír. No creí que fuera a verle sonreír de nuevo. Luego se casó con ella. Creo que si ella no hubiera aparecido, él se habría dado por vencido. Habría tirado la toalla, así, sin más. Pero no creo que la ame. Yo observo mucho y veo cosas. Por supuesto, no es asunto mío. Él la respeta. Es la madre de sus hijos, pero no es su alma gemela. La Vieja Bruja dice que sólo tenemos un alma gemela en esta vida.

Sofía la dejaba hablar. Cuanto más la escuchaba, más deseaba liberar a Santi de ese estado de desolación en el que había caído. Le divertía ver lo mucho que sabía Soledad. Debía de haber oído los chismes por boca de las otras criadas y de los gauchos. Pero sabía que aquellos chismes no hacían más que intuir la verdad.

Rafael y su esposa Jasmina cenaron con Sofía y con sus padres en la terraza. Sofía les agradecía su compañía. Jasmina era una mujer afectuosa y sensual. Su cuerpo destilaba una fertilidad madura que no había visto en la fría Claudia, y tenía un gran sentido del humor. Había llevado a la terraza a su hija de dos meses envuelta en un chal y le estaba dando de mamar discretamente en la mesa. Sofía se dio cuenta de que a su madre aquello no le hacía demasiada gracia, aunque hacía lo posible por que no se le notara. Jasmina conocía lo suficiente a su suegra para leer en sus gestos y miradas, y era lo bastante inteligente para hacer caso omiso de ella.

– Rafa no quiere más hijos. Dice que con cinco basta. Nosotros éramos trece hermanos, ¡imagínate! -dijo con una amplia sonrisa, a la vez que sus pálidos ojos verdes parpadeaban con malicia a la luz de las velas.

– Mi amor, hoy en día no es práctico tener trece hijos. Tengo que educarlos a todos -dijo Rafael, sonriendo con cariño a su esposa.

– Ya veremos. No veo por qué tenemos que parar -le contestó ella echándose a reír, abriendo por un momento su camisa para ver cómo mamaba el bebé-. Cuando los niños son tan pequeños me dedico a ellos en cuerpo y alma, pero cuando crecen ya no te necesitan tanto.

– No estoy de acuerdo -dijo Paco, poniendo su mano grande y tosca sobre la de Sofía-. Creo que si como padre eres capaz de crear un hogar feliz, tus hijos siempre terminarán volviendo.

– Tienes hijos, ¿verdad, Sofía?

– Sí, dos hijas -respondió, dejando la mano bajo la de su padre, aunque, a diferencia de los viejos tiempos, era muy consciente de que estaba allí.

– Qué pena que no las hayas traído contigo. Clara y Elena habrían estado encantadas de conocerlas. Deben de ser todas de la misma edad, ¿no, amor? Y a mí me habría gustado que pudieran practicar inglés con ellas.

– Deberían practicar más conmigo, Jasmina -dijo Anna.

– Sí, pero ya sabes cómo son los niños. No puedes obligarlos a que hagan cosas en contra de su voluntad.

– Quizá deberías ser un poco más dura con ellos -insistió Anna-. Los niños no saben lo que les conviene.

– Oh, no. No soportaría disgustarlos. Cuando salen de la escuela están en casa, y cuando están en casa me gusta que jueguen y se diviertan.

Sofía se dio cuenta de que aquél era un conflicto que su madre no iba a ganar y admiró la dulzura con que Jasmina se enfrentaba a ella. Sin duda, bajo aquellos modales suaves había una mujer de hierro.