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Panchito tenía un hándicap de nueve en el campo de polo y, aunque no estaba bien visto, sus padres le habían dejado que se dedicara al polo profesionalmente. No podían impedírselo cuando su talento era más que evidente. Su madre se implicaba demasiado en su vida. Por sus conversaciones quedaba bien claro que Chiquita no quería que su «Panchito» creciera. En la familia casi todos le llamaban Pancho en vez de Panchito. Pero para su madre siempre sería Panchito. Era su niño y ella seguía aferrada a su infancia. Si hubiera dejado de aferrarse a esa infancia con tanta fuerza se habría dado cuenta de que en su mano no había otra cosa que aire. Su Panchito había volado del nido hacía años.

Soledad le había dicho a Sofía que Panchito tenía una relación secreta con María (llamada así por María Solanas), la hija de Encarnación, que no sólo estaba casada sino que además tenía una hija, cuyo padre podía ser cualquiera del pueblo.

– Un joven como Pancho no iría nunca a un burdel. Está aprendiendo a conocer a las mujeres -decía Soledad saliendo en su defensa. Cuando Sofía miraba al «joven Pancho» imaginaba que había empezado a «conocer a las mujeres» desde el mismo momento en que había descubierto para lo que servía el pene.

Durante la cena Santi y Sofía hablaban comedidamente. A simple vista nadie habría podido imaginar la tensión que ambos sentían en el pecho, el esfuerzo que suponía tener que actuar como si no sintieran más que el afecto de una vieja amistad. Reían cuando lo que deseaban era llorar, y hablaban con calma cuando lo que querían era gritar: «¿Cómo te sientes?»

Por fin Sofía dio un beso de buenas noches a sus primos. Claudia se quedó de pie delante de los ventanales, ansiosa por abandonar la terraza y entrar en la casa en compañía de su esposo.

– Hasta mañana, Sofía -dijo con una sonrisa, a pesar de su mirada distante.

En ese momento Santi metió un pedazo de papel en la mano de Sofía. La miró con una expresión de añoranza y le dio un beso en la mejilla. Claudia no se dio cuenta de nada porque le daba la espalda a Sofía. Esperaba expectante a su marido.

Sofía salió a la oscuridad de la noche con el papel apretado contra el pecho. Estaba impaciente por abrir la nota, pero en cuanto vio el trozo de papel arrugado y estropeado se dio cuenta de que era la misma nota que ella había enviado a Santi con Soledad veinticuatro años antes. Intentó controlar sus emociones mientras la abría y volvía a leer las palabras: «Reúnete conmigo en el ombú a medianoche». Una vez más conquistada por esa ya conocida sensación de arrepentimiento, volvió a apretar la nota contra su pecho y siguió caminando. No podía sentarse como lo habría hecho normalmente para recobrar la compostura. Estaba demasiado alterada. Siguió caminando.

Los sentimientos de Santi no habían cambiado. Había conservado su nota y lo había hecho con amor. Ahora se la devolvía con la misma urgencia y confidencialidad con que ella se la había enviado aquella terrible noche. La deseaba. Ella nunca había dejado de desearle. No podía evitarlo. Sabía que no estaba bien, pero no era capaz de resistirse. El corazón le dolió al imaginar lo que podría haber sido y nunca fue.

Volvía a sentirse como una niña, saltándose las normas. Mientras se cepillaba el pelo y se lo recogía en una trenza en su viejo tocador, Sofía podría haber vuelto a los dieciocho. Estaba a miles de kilómetros de distancia, y se veía envuelta en una vida tan ajena a la que tenía con su marido y sus niñas que era casi como si estuviera viviendo una fantasía en la que no hubiera sitio para ellos. En ese momento no importaba nada, sólo Santi.

Todo había vuelto a su sitio. Santi era parte de ella, le pertenecía. Le había estado esperando durante veinticuatro años.

Estaba a punto de salir de la habitación cuando alguien llamó tímidamente a la puerta. Miró el reloj. Eran las doce menos cuarto.

– Entre -dijo sin disimular su irritación. La puerta se abrió despacio-. Papá.

Paco se quedó de pie en la puerta. Sofía no quería invitarle a pasar, estaba demasiado ansiosa por llegar al ombú. No quería llegar tarde a su encuentro con Santi, sobre todo después de haber esperado tanto.

– Sólo quería asegurarme de que estás bien -dijo él con voz ronca. Paseó la mirada por la habitación como si le pusiera nervioso mirarla a los ojos.

– Estoy bien, papá. Gracias.

– Tu madre y yo estamos muy felices de que hayas vuelto a casa. Este es tu sitio -dijo con torpeza. Tenía un aspecto frágil, ahí de pie y sin saber qué decir. Siempre había sabido qué decir.

– Una parte de mí siempre quedará aquí -respondió Sofía. En ese momento le dolió que se hubiera abierto ese golfo entre ellos y darse cuenta de la facilidad con que la vida cambia a la gente. Fue hasta él y le abrazó. Mientras le estrechaba entre sus brazos volvió a mirar el reloj. Hubo un tiempo en que nada la habría distraído de su amor.

»Ahora vete a la cama y duerme un poco. Tenemos todo el tiempo del mundo para hablar. Estoy cansada. Ha sido un día muy largo. Hablaremos mañana -dijo Sofía, acompañándole con suavidad aunque con firmeza a la puerta.

– Bueno, Sofía, entonces buenas noches -susurró, decepcionado. Había ido a decirle algo, algo que le había estado remordiendo la conciencia durante años. Pero tendría que esperar. Se lo diría en otro momento. Salió de la habitación a regañadientes. Cuando desapareció por el pasillo, Sofía notó la lágrima que le había dejado en la mejilla cuando la había besado para darle las buenas noches.

♦ ♦ ♦

Esa noche Sofía no necesitó una linterna. La luna estaba tan fosforescente que dibujaba sombras plateadas sobre la hierba y en los campos. Sofía tenía una sensación casi surrealista mientras corría sobre ellas. Recordaba la noche en que recorrió la misma ruta para su último encuentro con Santi. Había sido una noche oscura y ominosa. Podía oír ladrar a unos perros en la distancia y a un niño que lloraba. No sintió miedo hasta que distinguió la silueta del ombú contra la azulada y brillante oscuridad del cielo.

A medida que se acercaba dejó de correr y empezó a caminar a paso vivo. Buscó a Santi en el árbol pero no le vio. Había imaginado que vería el resplandor de su linterna dando saltos como la última vez. Ese momento quedaría para siempre grabado en su memoria. Pero esa noche Santi no necesitaba linterna. La noche era tan clara que Sofía pudo ver perfectamente la hora en su reloj. Llegaba tarde. Quizás él no la había esperado. De repente sintió frío y se le cerró la garganta por la impaciencia. En ese instante apareció una sombra negra detrás del árbol. Se miraron. Sofía intentó distinguir la expresión del rostro de su primo, pero no podía verlo con claridad a pesar de la luz de la luna. Él debía de estar haciendo lo mismo. Y entonces el instinto se apoderó de ellos, liberándolos de todo pensamiento racional. Cayeron uno encima del otro, tocándose, oliéndose, jadeando, llorando. Sus actos hablaban por ellos allí donde las palabras jamás podrían haber hecho justicia a los años de espera y de lamentos. En ese momento Sofía tuvo la sensación de que de verdad había vuelto a casa.

♦ ♦ ♦

Sofía había perdido la noción del tiempo cuando finalmente ambos estuvieron abrazados, plenos y delirantes sobre la dulce hierba. En realidad le daba igual. Lo único que le importaba era sentir cómo la mano de Santi jugaba con los mechones de pelo que había liberado de su trenza. Ella aspiró el olor fuerte de su colonia y hundió el rostro en su pecho. Podía sentir su aliento cálido en la frente y la aspereza de su barbilla contra su piel. Se dejó llevar por la sensualidad del momento. Aparte de él, no importaba nada. No existía nada.