Cuando el almuerzo hubo terminado, María y Sofía desaparecieron detrás de la casa, presas de un ataque de risa. Intentaban hablar, pero el estómago les dolía de tal manera de tanto reír que durante un rato tuvieron que apretárselo con las manos y concentrarse en respirar. Sofía estaba muy orgullosa de sí misma.
– ¿Crees que funcionará? -preguntó a María entre jadeos, aunque sabía que sí.
– Oh, sí -asintió María-. El tío Paco estaba muy impresionado.
– ¿Y mamá?
– ¡Estaba furiosa!
– ¡Oh, Dios!
– No finjas que te importa.
– ¿Importarme? ¡Estoy encantada! Mejor que no hagamos mucho escándalo o terminará encontrándome. ¡Shhhh! -dijo, llevándose el dedo a la boca-. Calladitas, ¿de acuerdo?
– De acuerdo -susurró obediente María,
– Así que papá estaba impresionado, ¿eh? ¿En serio? -los ojos de Sofía se iluminaron de alegría.
– Tiene que dejarte jugar. Sería muy injusto si no lo hace. ¡Sólo porque eres una chica!
– ¿Por qué no envenenamos a Agustín? -soltó maliciosa Sofía, echándose a reír.
– ¿Con qué?
– Soledad puede pedir una pócima a la bruja del pueblo. O podemos hacerla nosotras mismas.
– No necesitamos una pócima. Con un conjuro habrá más que suficiente.
– De acuerdo, supongo que es la única manera. Venga, al ombú -anunció Sofía con decisión.
– ¡Al ombú! -repitió María, soltando un grito. Sofía le devolvió el grito y ambas corrieron juntas a campo traviesa mientras sus voces resonaban en la llanura a medida que iban urdiendo el plan recién concebido.
Anna no dejaba de mortificarse. En cuanto hubo terminado el almuerzo, fingió un repentino dolor de cabeza y corrió a su habitación, donde se tiró sobre la cama y empezó a abanicarse, furiosa, con un libro. Cogió la austera cruz de madera de la mesita de noche, se la llevó a los labios y murmuró una corta plegaria. Rogó a Dios que la guiara.
– ¿Qué he hecho yo para merecer una hija así? -dijo en voz alta-. ¿Por qué permito que pueda conmigo? Lo hace sólo para humillarme. ¿Por qué Paco y papá están ciegos a sus caprichos? ¿Acaso no tienen ojos en la cara? ¿No se dan cuenta? ¿O es que soy yo la única que ve en ella el monstruo que lleva dentro? Ya sé, este es el castigo por no haberme casado con Sean O'Mara hace años. ¿No he pagado ya por ello, Dios mío? ¿No he sufrido ya bastante? Dios, dame fuerzas. Nunca las he necesitado más que ahora. Y no dejes que juegue en ese condenado partido. No se lo merece.
♦ ♦ ♦
La Copa Santa Catalina empezó puntualmente a las cinco de la tarde, algo raro en Argentina. Todavía hacía calor cuando los chicos, que vestían vaqueros blancos y relucientes botas marrones, galopaban de un lado a otro del campo, azuzados por el frenesí de la competición. Los cuatro robustos chicos de La Paz llevaban camisas negras, y los de Santa Catalina, rosas. De los cuatro chicos del equipo de La Paz, los mejores jugadores eran Roberto y Francisco Lobito. Sus dos primos, Marco y Davico, tenían el nivel de Rafael y Agustín. Roberto Lobito era el mejor amigo de Fernando, pero en un partido como ese no había lugar para la amistad. Durante el partido serían enemigos acérrimos.
Fernando, Santi, Rafael y Agustín jugaban juntos desde niños. Hoy estaban todos en buena forma; todos excepto Agustín, al que todavía le duraba la resaca de la borrachera de la noche anterior. Santi jugaba con un estilo florido, colgándose de la silla en una fría muestra de autoridad. Sin embargo, la solidez que tan famoso había hecho al equipo de Santa Catalina se veía restada por su cuarto miembro, Agustín, cuyas reacciones eran extrañamente lentas, como si fuera constantemente un paso por detrás de los demás. Jugaban seis chukkas, seis períodos de siete minutos.
– Te quedan cinco chukkas para que juegues como sabes, Agustín -gruñó Paco durante el descanso que siguió al primer tiempo-. Si no hubieras estado paseándote por el campo, Roberto Lobito no habría tenido oportunidad de marcar… dos veces. -Enfatizó ese «dos veces» como si hubiera sido sólo culpa de Agustín. Cuando estaban cambiando sus ponis, exhaustos y resollantes, por otros, Agustín miró, incómodo, a su hermana, que estaba al otro lado del campo-. Tienes razones para sentirte ansioso, hijo. Si no mejoras tu juego, Sofía ocupará tu lugar -añadió Paco antes de salir del terreno de juego. Esa amenaza fue suficiente para que Agustín mejorara durante el segundo chukka, aunque Santa Catalina seguía perdiendo por dos goles.
Santa Catalina y La Paz al completo habían ido a ver el partido. Normalmente se sentaban todos juntos, pero ese día era diferente. La importancia del partido los hizo sentarse en grupos que miraban al adversario con desconfianza. Los chicos se habían sentado juntos como una manada de lobos, arrastrando nerviosos los pies, con un ojo en el partido y el otro en las chicas. Las chicas de La Paz se habían agrupado sobre los capós de los Jeeps, vestidas con camisetas cortas y pañuelos en la cabeza, hablando de chicos y de ropa, con las gafas de sol cubriéndoles los ojos con los que, muy a menudo, repasaban con lujuria a alguno de los chicos de Santa Catalina. Mientras tanto, las chicas de Santa Catalina, Sabrina, Martina, Pía, Leticia y Vanesa, miraban al guapo Roberto Lobito montado sobre su poni como un caballero que galopaba en su corcel de un extremo al otro del campo con su pálido pelo rubio ondeando sobre su hermoso rostro cada vez que agachaba la cabeza para golpear la bola. Sofía y María mantenían las distancias. Habían preferido sentarse en la valla con Chiquita y el pequeño Panchito, que jugaba junto a las líneas del campo con un mazo en miniatura y una bola, a fin de no perderse los movimientos de sus hermanos y primos.
– ¡No pueden perder! -protestaba Sofía apasionadamente mientras veía cómo Santi galopaba hacia la portería contraria y luego pasaba la bola a Agustín, que volvía a perderla-. ¡Choto Agustín! -le gritó con frustración. María se mordió el labio, ansiosa.
– Sofía, no utilices esa palabra, no es digna de ti -dijo Chiquita con suavidad sin apartar los ojos de su hijo.
– No puedo soportar ver al idiota de mi hermano. Es una vergüenza.
– Chopo, chopo -se rió Panchito, golpeando la bola contra un perro confiado.
– No, Panchito -reprendió Chiquita, corriendo en su rescate-. No debes decir esa palabra, aunque no la digas bien.
– No te preocupes, Sofía. Puedo sentir el cambio en el aire -dijo María, mirando a su prima a los ojos.
– Espero que tengas razón. Si Agustín sigue jugando así, seguro que perdemos -replicó Sofía, lanzando a continuación un guiño a María a espaldas de su madre.
Cuando ya se había cumplido el cuarto chukka, y a pesar de que Santi y Fernando habían marcado un gol cada uno, Santa Catalina todavía perdía por dos. La Paz, confiados de su victoria, estaban tranquilamente sentados sobre sus sillas. De pronto Agustín pareció aparecer de la nada, robó la bola y salió como rayo hacia la portería contraria. Fuertemente animado desde las bandas, marcó.
– ¡Oh, Dios mío! -gritó Sofía, animándose-. Ha marcado Agustín.
Se oyó un griterío de parte del equipo de animadoras de Santa Catalina, que estuvieron a punto de caerse de los capós de los coches de puro alivio. Sin embargo, el poni de Agustín no se detuvo ahí, sino que siguió galopando, victorioso, hasta detenerse de golpe, lanzando a un delirante Agustín por los aires. Éste aterrizó con un quejido y quedó inerte sobre la hierba. Miguel y Paco corrieron a su lado. En pocos segundos estaba rodeado. Pasaron unos terribles instantes que a la acongojada Anna le parecieron una eternidad antes de que Paco anunciara que sólo tenía un golpe en la cabeza y una increíble resaca. Para sorpresa de todos, llamó a gritos a Sofía.