Выбрать главу

– Háblame, Chofi. ¿Qué pasó cuando te fuiste? -preguntó finalmente Santi.

– Dios, no sé por dónde empezar.

– Me he preguntado tantas veces qué podría haber hecho yo.

– No, Santi, no te tortures. Me volví loca haciéndome esas mismas preguntas y todavía no conozco las respuestas -respondió Sofía, apoyándose sobre el codo y llevándose el índice a los labios. Él le cogió la mano y la besó, levantando hacia ella la mirada.

– ¿Por qué te enviaron a Ginebra? Podrían haberte enviado a un pensionado o algo así, pero enviarte a Suiza fue un poco drástico, y encima no poder saber dónde estabas…

Sofía vio su expresión angustiada, esos ojos verdes atormentados que buscaban en los suyos una respuesta. Parecía vulnerable como un niño y al verle así sintió que el corazón le daba un vuelco.

– Me enviaron a Ginebra porque estaba esperando un hijo tuyo -dijo en voz baja y temblorosa. Él la miró sin dar crédito a lo que acababa de oír-. ¿Te acuerdas cuando estuve enferma? Bueno, llamaron al doctor Higgins. Mamá enloqueció. Papá fue más comprensivo, pero estaba furioso. Sólo podía hacerse una cosa, por supuesto. No podía tener el niño. Nuestra relación era imposible; jamás la habrían aceptado. Naturalmente, a mamá le preocupaba que trajera la deshonra a la familia y eso importaba más que cualquier otra cosa. Creo que en ese momento vio en mí al diablo. No lo olvidaré mientras viva.

– Poco a poco, Chofi, no puedo seguirte. ¿Qué es lo que acabas de decir?

– Santi, cariño, estaba embarazada.

– ¿Estabas esperando un hijo mío? -tartamudeó despacio, incapaz de asimilarlo todo de una vez. Entonces se incorporó de repente y se frotó la frente con la palma de la mano.

– Sí -respondió ella con tristeza, incorporándose también y dejando que él la estrechara entre sus brazos.

– Oh, Chofi, ¿por qué no me lo dijiste?

– Mamá y papá me hicieron prometer que no se lo diría a nadie.

Me enviaron a Ginebra para que abortara. No querían que nadie se enterara. Temí que si te lo decía exigieras venir conmigo, que exigieras tus derechos como padre del niño y que te enfrentaras a mis padres. No sé, estaba muy asustada. Me dio miedo ir en contra de sus deseos. Tendrías que haberlos visto. Esa noche eran otros. Decidí escribirte en cuanto llegara a Ginebra, cuando mis padres no pudieran hacer nada por impedírmelo.

No podía decirle que había tenido el niño y que lo había dado en adopción. Estaba demasiado avergonzada. ¿Cómo podía decirle que se había arrepentido de ello desde el momento en que había recuperado la razón aquella triste mañana de invierno en Londres? ¿Le creería si le decía que no había día en que no pensara en Santiaguito, preguntándose dónde estaba y qué estaría haciendo? ¿Cómo decirle algo así sin parecer insensible y frívola? No era así como él la recordaba. De manera que dejó que Santi asumiera que había interrumpido el embarazo y que, después de superar el dolor, había seguido adelante con su vida.

– María -dijo Santi con rotundidad.

– Ya ha pasado mucho tiempo -dijo Sofía en voz baja, sintiendo que no estaba bien criticar a su prima cuando ésta estaba a las puertas de la muerte. Santi la estrechó aún más fuerte entre sus brazos y ella supo que el hecho de haber llevado a su hijo en sus entrañas los acercaba irreversiblemente. Él estaba pensando en lo que habría podido ser. Sofía podía sentir hasta qué punto Santi lamentaba lo ocurrido porque ese pesar era un reflejo del suyo.

– ¿Por eso nunca volviste? ¿Porque perdiste a nuestro hijo? -le preguntó, hundiendo la boca en su pelo.

– No. No volví porque creía que tú no me querías, que habías seguido adelante con tu vida y que habías encontrado a otra. No quería volver a Argentina si no era para estar contigo. Llegó un punto en que el orgullo me impidió regresar a casa. Supongo que dejé que pasara demasiado tiempo.

– ¿De verdad confiabas en mí?

– Eso intentaba, pero después de un tiempo perdí la esperanza. Estabas demasiado lejos y no sabía lo que pensabas. Y esperé. ¡Esperé durante años!

– Oh, Chofi, deberías haber vuelto. Ojalá lo hubieras hecho. Habrías visto cómo me consumía por ti. Sin ti estaba perdido. Ya nada era lo mismo. Me sentía totalmente impotente. No sabía dónde encontrarte. No sabía dónde estabas, de lo contrario te habría escrito.

– Ahora lo sé. Jamás se me pasó por la cabeza que María pudiera haber destruido mis cartas.

– Ya lo sé. Como no las recibía, no podía escribirte. No sabía dónde estabas. María me lo confesó hace años, pero entonces ya era demasiado tarde. Sé que en aquel momento ella pensaba que estaba haciendo lo correcto. El remordimiento había estado torturándola durante años, por eso dejó de escribirte. No tenía el valor de decírtelo o de enfrentarse a ti -añadió con una amarga sonrisa-. No puedo creer que nos vencieran tan fácilmente -dijo con voz ronca, meneando la cabeza-. Al final me di por vencido. Tuve que hacerlo o me habría vuelto loco. Creí que habías conocido a otro. ¿Por qué, si no, habías decidido no volver a casa? Luego apareció Claudia y tuve que tomar la decisión de construir una vida con ella o esperarte. Escogí una vida con ella.

– ¿Eres feliz? -preguntó Sofía midiendo las palabras.

– La felicidad es muy relativa. Creía que era feliz hasta que ayer apareciste en el hospital.

– Santi, lo siento muchísimo.

– Ahora soy feliz.

– ¿Estás seguro?

– Segurísimo -respondió él, tomando la cara de ella en sus manos y besándole la frente-. Me duele pensar en todo lo que sufriste sola en Suiza. Quiero saber lo que pasó. Tenemos que ponernos al día de todos estos años. Quiero compartir cada minuto de mi pasado contigo y sentir que conozco tu vida tan bien que casi habría podido estar ahí contigo.

– Te contaré lo de Suiza. Te lo contaré todo.

– Deberías descansar un poco.

– Ojalá pudiéramos pasar la noche juntos.

– Ya lo sé. Pero has vuelto. He soñado con tu regreso un millón de veces.

– ¿Soñabas que sería así?

– No, imaginaba que estaría furioso, pero cuando te vi fue como si nos hubiéramos despedido ayer. No has cambiado nada, nada -dijo, y la miró con tanta ternura que Sofía sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

– Adoro este viejo árbol -dijo Sofía, girando la cabeza para ocultar la emoción que la embargaba-. Nos ha visto crecer, ha sido testigo de nuestro dolor, de nuestro amor, de nuestro placer. Nadie sabe tanto como el viejo ombú.

Él suspiró hondo y volvió a estrecharla entre sus brazos.

– Nunca dejo que mis hijos vengan aquí -dijo.

– Lo sé, tu hijo me lo dijo.

– No podía evitar la sensación de que me había fallado. No quería que mis hijos vivieran en un mundo fantástico de magia y deseos como nosotros.

Ella le abrazó.

– Lo sé, pero para mí siempre fue más que eso. Era nuestro escondite secreto, nuestro pequeño reino. Para mí, el ombú representará siempre una infancia idílica. Contiene la esencia misma de mis recuerdos. Acabamos de darle uno nuevo.

Santi se rió con ella y su tristeza se desvaneció.

– Supongo que me he comportado como un idiota.

– No, pero no creo que a tus hijos les hiciera ningún daño venir aquí. ¿Te acuerdas de cuánto nos gustaba subir ahí arriba?

– Sí, en aquel tiempo estabas muy en forma.

– ¿En aquellos tiempos? Podría volver a trepar por él por unos pocos pesos.

Y volvieron a treparlo juntos. Cuando llegaron a la copa del árbol pudieron ver cómo el amanecer rompía el horizonte y acariciaba la noche con sus rayos rojos, pintándola de dorado.