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El tema de conversación era María. Chiquita les decía cuánto había mejorado su aspecto y que no había nada como estar en casa para volver a sentirse viva. Su pequeño rostro reflejaba las esperanzas que parecía albergar, pero Sofía pudo percibir que, en realidad, tras sus ojos no quedaba ya esperanza alguna. Entonces todos empezaron a recordar el pasado. Sofía se sintió incómoda al tener que quedarse ahí sentada escuchando conversaciones sobre las que no sabía nada. Naturalmente, cuando Clara dejaba de prestarle atención, Sofía podía intervenir en las conversaciones y reírse con las historias de los demás. Pero su pasado nada tenía que ver con el de ellos y tuvo la extraña sensación de ser una intrusa. Por un lado sentía que había vuelto a encajar perfectamente en el lugar, pero por el otro se había perdido tantas cosas que en realidad no podía conectar con nadie excepto con Santi. Todos sus primos querían saber lo que había hecho en los últimos veinte años, pero su vida estaba tan alejada de ellos que unas pocas frases bastaban para satisfacer su curiosidad y, después de eso, tenían muy poco que decirse. Los únicos que no habían cambiado eran Santi y Sofía. Seguían con la misma dinámica de hacía veinticuatro años. Así que cuando él le propuso practicar un poco con el mazo y la pelota después del partido de polo, Sofía se sintió aliviada. Claudia no pudo hacer otra cosa que mirarlos con impotencia. Santi dijo que tampoco pensaba ir a misa, quería quedarse con su hermana. Pero Sofía conocía bien cuáles eran sus motivos. Notó que Chiquita fruncía levemente el ceño. Sofía supuso que también ella intuía cuáles eran esos motivos, o al menos los sospechaba. A diferencia de Rafael, Chiquita no había olvidado el pasado y conocía a su hijo mejor que nadie.

Sofía hizo caso omiso de la desconfianza impresa en los ojos de su tía y volvió al frescor de su cuarto a dormir la siesta. Desde su ventana podía ver a los niños mayores dirigirse a la piscina en bañador. Pero tenía demasiado calor y demasiado sueño por culpa del vino y de la humedad para acompañarlos. De repente se sintió vieja. Ser adulta en Santa Catalina era algo nueva para ella.

– Santiaguito juega muy bien, ¿verdad? -dijo Santi con orgullo mientras su hijo galopaba por el campo.

– Es como su padre -respondió Sofía.

– Te remonta al pasado, ¿verdad?

– Desde luego -respondió ella, y miró cómo se alejaba a medio galope, flexionando su bronceada espalda desnuda cuando levantaba el taco. Deseó volver a ser la niña que había sido y subirse otra vez a un poni, pero ya no tenía edad para eso. Se preguntaba si todavía se acordaría de cómo se jugaba.

Se sentó en la hierba con Chiquita y, para sorpresa suya, Anna se unió a ellas. Al principio el ambiente era un poco tenso, pero en cuanto Clara se les unió, terminaron concentrándose en sus ejercicios gimnásticos. Las tres se reían viendo a la niña dar saltos como un monito.

– ¿Sabes, Sofía?, así eras tú -dijo Chiquita al tiempo que Clara pasaba dando saltos junto a ellas.

– Sí, es cierto -asintió su madre-. Eras tan presumida que no sabía qué hacer contigo.

– ¿Tan insoportable era? -preguntó Sofía, contenta de que Anna se hubiera incorporado a la conversación.

Anna asintió con severidad, pero Sofía se dio cuenta de que estaba haciendo un enorme esfuerzo por resultar agradable.

– Eras una niña difícil -admitió.

A Sofía le costaba hablar con su madre. Había muchos temas que no podían tocar, de manera que se deslizaban alrededor de ellos como un par de patinadoras, temerosas de romper el hielo sobre el que se movían y caer al agua helada que había debajo, para encontrarse allí con los demonios a los que tendrían que enfrentarse. Sofía todavía seguía viendo a su madre como la persona que la había alejado de allí. Había sido ella quien la había apartado de todo lo suyo. La vida que podía haber tenido se hacía evidente a su alrededor. Jamás podría perdonarla, así que charlaban educadamente con la ayuda de Chiquita, que actuaba de árbitro, cambiando de tema cada vez que sentía que las dos mujeres estaban rascando la superficie y acercándose peligrosamente al agua.

– ¿Cómo son tus hijas, Sofía? -preguntó su madre.

– Oh, adorables, por supuesto. Muy inglesas. David es un padrazo y las mima muchísimo. Son sus princesitas. Según él nunca hacen nada malo.

– ¿Y según tú? -preguntó su madre.

– Bueno, pueden llegar a ser a la vez muy traviesas y encantadoras -dijo, sonriendo al recordar sus caras-. Honor es igual a mí cuando tenía su edad, realmente incontrolable; a India le encanta estar en casa con los caballos.

– Entonces ahora entenderás lo que tuve que aguantar -dijo Anna y sonrió a su hija.

– Sí. No hay una poción mágica con los niños, ¿verdad que no? Tienen su propia personalidad y es muy difícil controlarla.

– Desde luego -asintió Anna. De repente ambas mujeres se dieron cuenta de que, después de todos esos años, por fin tenían algo en común: las dos eran madres.

– No me estás mirando, abuelita -gimoteó Clara a su abuela antes de hacer otra voltereta. De nuevo cambiaron de tema y Sofía se alegró de no tener que seguir hablando de ella. No tenía ganas de hablar de Inglaterra, y pensar en David y en las niñas la hacía sentirse culpable.

Pasado un rato su madre se fue y Clara se sentó con la espalda apoyada en el pecho de su tía y se quedó dormida al sol. Sofía habló de María con Chiquita. Su tía intentaba hacerle preguntas sobre ella, pero la conversación volvía irremediablemente a María. Así lo quería Sofía. Hablaron de los viejos tiempos, y se alegró de que también fueran parte de su pasado.

Terminado el partido, un incansable Santi se acercó a ellas.

– Mamá, sé buena y préstame un rato a Sofía -dijo mirando a su prima desde el caballo con una ligera sonrisa-. Haré que te traigan un poni.

– Bueno, Santi -respondió Chiquita, levantándose. Iba a decir algo, pero se contuvo con una brusca inspiración-. No, nada -murmuró en respuesta a la mirada curiosa de Sofía-. Será mejor que vaya a ver qué tal sigue María. Los veré más tarde -concluyó. Y llevándose a una atontada Clara de la mano se alejó, perdiéndose entre los árboles.

Santi acompañó a Sofía hasta donde Javier esperaba con la Pura.

Sofía subió a la silla sin dificultad. Javier le dio un taco y, con un guiño, Santi salió a medio galope, golpeando la bola. Era fantástico volver a estar sobre la silla con el pelo al viento y sentir aquella sensación ya olvidada de lanzarse al galope por el campo detrás de la bola. Se reían como en los viejos tiempos mientras levantaban los tacos y se perseguían por el campo.

– ¡Es como montar en bicicleta! -gritó Sofía excitada al darse cuenta de que después de todo no había perdido la práctica.

– ¡Estás un poco oxidada, gorda! -se burló Santi, pasando a toda velocidad junto a ella.

– ¡Espera y verás, viejo!

– ¿Viejo yo? ¡Ahora verás, Chofi! -gritó, dando la vuelta y galopando hacia ella con actitud amenazadora. Sofía dio también la vuelta y salió a medio galope del campo hacia el ombú. Él sabía adónde le llevaba y le siguió el juego. El campo pasaba delante de sus ojos a gran velocidad mientras Sofía seguía galopando sobre las largas sombras del atardecer y la hierba mojada. El vasto cielo se había teñido de un nebuloso naranja y el sol se acercaba al horizonte, colgando del cielo como un melocotón enorme y radiante. Santi dio alcance a Sofía y avanzaron juntos, intercambiando sonrisas aunque mudos de felicidad.