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A pesar de que el tono de voz de David era de preocupación, a Sofía le irritó. De repente se puso nerviosa.

– David, tengo que colgar. Esto está costando una fortuna. Di a las niñas que les envío todo mi amor -dijo.

– Por supuesto. Y cuídate, cariño.

Durante un instante Sofía se sintió incómoda. La llamada había dejado en ella un residuo amargo. Se sintió falsa y se odió por su habilidad para mentir de manera tan convincente. Cuando pensaba en las caritas inocentes y confiadas de sus hijas, su engaño resultaba aún más despreciable. David siempre había sido bueno con ella. El cariño que destilaban sus palabras y su voz la hacían sentirse más baja y más mezquina de lo que jamás se había sentido. Pero cuando apareció en la terraza minutos más tarde, habiéndose cambiado de ropa y lista para la cena, Inglaterra volvió a pasar a un segundo plano y se sumergió de nuevo en el precioso presente de la noche cálida y húmeda, respirando el mismo aire que Santi.

Fue una cena agradable. Un par de candelabros iluminaban la mesa y el Réquiem de Mozart llegaba a la terraza a través de las ventanas abiertas del estudio. A Sofía le encantaba Jasmina, con la que charlaba animadamente, como dos viejas amigas.

– Vivimos en un limbo terrible -dijo Jasmina-. Para los niños la vida sigue como siempre. El lunes vuelven a la escuela. No creo que se den cuenta de lo que está pasando. Pero para nosotros, esperando de esta manera, nuestras vidas están suspendidas hasta el momento en que María nos deje. Y no sabemos cuánto tardará eso en ocurrir.

– ¿Qué harás? -preguntó Sofía-. ¿Volverás a Buenos Aires como de costumbre?

– No. Los niños volverán con Juan Pablo, el chófer, mañana por la noche, pero nosotros nos quedaremos…, y esperaremos, supongo.

– Me dará pena despedirme de Clara. Nos hemos hecho muy amigas.

– También a ella le dará pena desprenderse de ti. Creo que está un poco enamoradilla de ti -dijo Jasmina, echándose a reír de esa forma tan encantadora y tan femenina que la caracterizaba-. Volverá el próximo fin de semana. Para entonces puede que ya te hayas hartado de ella.

– No creo. Es adorable.

– Rafa dice que es como tú cuando tenías su edad.

– Espero que no acabe como yo -bromeó con tristeza.

– Estaría orgullosa de ella si así fuera -dijo Jasmina convencida-. ¿Sabes?, María está muy contenta de que hayas venido. Te echaba de menos. Hablaba de ti a menudo.

– Éramos muy amigas. Qué triste es cuando la vida no resulta como esperamos -dijo Sofía presa de la melancolía.

– Siempre ocurre lo que menos esperamos, pero eso es precisamente lo que hace de la vida una aventura. No pienses en lo que has perdido, Sofía. Piensa en lo que tienes.

En ese momento entró Soledad con su postre favorito: crepes de dulce de leche y banana.

– Para usted, señorita Sofía -sonrió orgullosa y puso la bandeja sobre la mesa.

– Eres divina, Soledad. No sé cómo he podido sobrevivir sin las crepes todos estos años -respondió Sofía, complaciente.

– No volverá a quedarse sin ellos, señorita Sofía.

– ¿Cuánto piensas quedarte? -preguntó Rafael que, aunque no era esa su intención, terminó sirviéndose una larga porción de crepes.

– No lo sé -respondió Sofía con sinceridad.

– Acaba de llegar, amor, no le preguntes cuándo piensa irse -le riñó Jasmina.

– Quédate el tiempo que quieras -dijo Paco-. Esta es tu casa, Sofía. Aquí está tu lugar.

– Estoy de acuerdo contigo, papá. Ya le he dicho que debería traer a su esposo y a las niñas.

– Rafa, ya sabes que eso es imposible. ¿Qué haría David aquí? -dijo Sofía echándose a reír.

– Esa no es excusa. No puedes desaparecer durante años, regresar y volver a dejarnos.

Sofía miró a su madre, que estaba sentada al otro extremo de la mesa. Cuando lo hizo, Anna levantó los ojos y la miró. Sofía intentó imaginar lo que estaría pensando, pero, a diferencia de su padre, la expresión de Anna no delataba nada.

– Me siento halagada. De verdad -respondió Sofía, y se sirvió un poco de postre.

– Agustín se fue a Estados Unidos. No sé… no entiendo a los jóvenes de hoy en día -dijo su padre, meneando su cabeza plateada-. En mis tiempos la familia permanecía unida.

– En tus tiempos, papá, la situación del país obligaba a las familias a mantenerse unidas. Nunca sabías cuándo alguien de tu familia iba a desaparecer delante de tus narices -dijo Rafael, visiblemente melancólico, acordándose de Fernando.

– Aquellos fueron tiempos muy duros.

– Me acuerdo que cuando era niño -continuó Rafael- siempre estabas muy preocupado por saber dónde estábamos.

– Los secuestros estaban a la orden del día. Estábamos muy preocupados por ustedes -dijo Anna-. Sobre todo Sofía, que siempre desaparecía con Santi y con nuestra querida María.

– En eso creo que no ha cambiado -se burló Rafael. Sofía no sabía si se refería al presente o a su desaparición años atrás.

– Nunca entendí por qué te preocupabas tanto, mamá. Creía que en realidad estabas un poco paranoica -dijo Sofía.

– No, no es verdad. Simplemente creías que yo era una aguafiestas. Me lo hiciste pasar mal, Sofía.

Anna había hablado sin el menor atisbo de humor, aunque no había pretendido que sus palabras sonaran tan amargas.

– Lo siento, mamá.

Sofía se sorprendió a sí misma porque lo decía de corazón. Nunca se había mirado a través de los ojos de su madre. Pero ahora que también ella era madre, se preocupaba constantemente por sus hijas. Una pequeña llama de comprensión se encendió en su cabeza. Miró a su madre y sintió que la embargaba la tristeza.

Esa noche se retiró temprano. Dejó a los demás hablando en la terraza, con los rostros iluminados por la oscilante luz de las velas, y con sus voces mezclándose con el suave coro de grillos que llenaba el silencio de la pampa, y atravesó el patio iluminado por la luz de luna y lleno de macetas de geranios hasta su habitación. Ya en la cama, intentó en vano dormir. No podía quitarse a Santi de la cabeza. Se preguntaba cuánto tiempo podrían estar juntos. Sabía que llegaría el momento en que tendría que volver a separarse de él. ¿O existía alguna posibilidad de que construyeran una vida juntos? Sin duda, después de todo ese tiempo, se lo merecían. No hacía más que darle vueltas a estos pensamientos a fin de ponerlos en orden.

Finalmente, apartó a patadas las sábanas, frustrada por no poder conciliar el sueño. Necesitaba ver a Santi. Necesitaba saber que lo suyo no iba a terminar ahora que habían vuelto a encontrarse. Se puso el salto de cama y salió a la oscuridad de la noche. La luna estaba llena y fosforescente. Fue avanzando a saltos de sombra en sombra como un sapo, con los pies desnudos húmedos por el rocío. No sabía cómo iba a poder encontrarle, o cómo iba a despertarle sin despertar también a su esposa.

Una vez en la casa, Sofía fue rodeándola, caminando pegada a la pared. Atisbó por las ventanas, intentando adivinar cuál era su habitación. La casa de Chiquita era de una sola planta, así que no tuvo que habérselas con escaleras ni con plantas trepadoras. La mayoría de las habitaciones estaban protegidas por persianas. Sofía había olvidado la afición que tienen los argentinos por las persianas. Naturalmente, no podía ver a través de ellas, así que no había forma de saber qué o quién estaba en el otro lado. Rodeó la casa hasta llegar a la terraza y se quedó de pie sobre las suaves baldosas sin saber qué hacer. Ya estaba a punto de darse por vencida cuando una lucecita roja llamó su atención desde el porche. Miró con más atención y se dio cuenta de que era la punta de un cigarrillo.

– Dejé de fumar hace años -dijo la voz desde el porche.

– ¡Santi! ¿Qué estás haciendo ahí? -balbuceó, aliviada.