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– Esta es mi casa. ¿Qué estás tú haciendo aquí?

– He venido a verte -respondió con un suave susurro, acercándose a él de puntillas.

– Estás loca -apuntó Santi riéndose entre dientes-. Por eso te amo.

– No podía dormir.

– Yo tampoco.

– ¿Qué vamos a hacer?

– No lo sé.

Santi suspiró y apagó el cigarrillo. Atrajo a Sofía hacia él y pegó su rasposa mejilla a la de ella. Rascaba.

– No puedo soportar pensar que lo nuestro va a terminar ahora que hemos vuelto a encontrarnos -murmuró Sofía.

– Lo sé. Yo también he estado pensando en eso -le dijo Santi-. No sabes cómo me arrepiento de no haber huido contigo en aquella ocasión.

– Yo también. Ojalá…

– Quizá se nos dio una oportunidad y nos equivocamos al no aprovecharla.

– No digas eso, Santi. ¡Las oportunidades las creamos nosotros! -susurró.

– Eres realmente perversa al venir así hasta aquí -le dijo él, frotándole la cabeza con cariño-. Espero que a nadie más le cueste dormir esta noche.

– Tú y yo siempre hemos estado muy sincronizados.

– Ese es el problema. Será así siempre, da igual en qué rincón del mundo estemos.

– ¿Cuánto tiempo tenemos, Santi? -preguntó con forzada calma, intentando no demostrar lo desesperada que estaba.

– Claudia se lleva mañana por la tarde a los niños a Buenos Aires -respondió. Sofía no supo si había entendido mal su pregunta a propósito.

– Entonces, ¿podremos pasar algún tiempo juntos?

– Le está costando mucho.

– ¿Qué?

– Que hayas aparecido de pronto.

– ¿Sabe lo nuestro? -preguntó Sofía con curiosidad, en secreto encantada al saber que sí.

– Sabe que fuimos amantes. Se lo dije. Todo el mundo lo sabía. Como podrás imaginar, fue difícil mantener en secreto un escándalo como ese. No quería ocultarle algo que merecía saber. Quería que comprendiera que no había sido algo sórdido, que nos queríamos. Claudia llenó el vacío que había en mí, Chofi. Me hizo feliz en un momento en que pensaba que jamás volvería a serlo.

– ¿Qué intentas decirme? -pregunto ella despacio, aunque sabía la respuesta. Él la besó en la sien y Sofía sintió cómo a Santi se le expandía el pecho cuando respiró hondo.

– No sé, Chofi. No quiero hacerle daño.

– Bueno, no pensemos ahora en eso -dijo Sofía haciendo un claro alarde de valentía. Creía que si no se enfrentaban a la situación, las esperanzas seguirían intactas-. No tenemos que tomar ninguna decisión. Simplemente disfrutemos estando juntos, con María.

– Claro, no tenemos que tomar ninguna decisión -repitió Santi. Sofía esperaba que la incertidumbre del momento estuviera atormentando a Santi tanto como la estaba atormentando a ella.

Cuando volvió a su habitación, el amanecer estaba transformando el cielo en un espectro de azules y rosas. Dejó de pensar en el futuro. Tenía demasiado miedo de enfrentarse a lo inevitable.

Naturalmente se levantó tarde, pero esta vez sabía exactamente dónde estaba. Se puso un vestido corto y salió con paso decidido a la luz de una mañana radiante. Hacía mucho calor bajo el implacable sol argentino. Se acordó que, de pequeña, se pasaba el verano entero estirada en la tumbona junto a la piscina, «tostándose». Desde que vivía en Inglaterra echaba de menos el calor, y había olvidado aquel inmenso cielo azul que ahora resplandecía sobre su cabeza.

Cuando apareció en la terraza, Jasmina y Rafael estaban leyendo en compañía de Paco y de Anna bajo las sombrillas, mientras sus hijos estaban tumbados boca abajo en el suelo, dibujando y pintando con sus primos. Era una escena tranquila y Sofía sintió que la asaltaba la envidia. ¿Así habría sido todo si hubiera vuelto? ¿Podrían ella y Santi haber construido una vida con Santiaguito después de todo? Por un momento su cuerpo anheló volver a estar con el pequeño y con sus dos hijas. Se preguntó dónde podría estar su niño. Debía de tener veintitrés años, ya todo un jovencito. Ni siquiera la reconocería si la viera. Serían dos perfectos desconocidos.

Después de controlar ese dolor al que había terminado por acostumbrarse, se sentó a la mesa. Poco después Soledad apareció con el té, tostadas, membrillo y queso. Vio dormir al bebé de Jasmina sobre el pecho de su madre, parcialmente cubierto por un precioso chal blanco. Jasmina tenía una mano sobre la cabeza del bebé y con la otra sostenía el libro que estaba leyendo. Si supiera pintar, Sofía la habría dibujado así, serena y hermosa como una «Madre e hija» de Sorolla.

Durante todo el rato que estuvo allí, lo único que deseaba Sofía era estar con Santi. Anhelaba que llegara la tarde en que Claudia por fin se fuera a la ciudad y los dejara solos. Nadie hablaba. Todos parecían sumidos en sus pequeños mundos, y Sofía se acordó de aquellos años inocentes de su juventud cuando formaba parte de su mundo. Miró a su madre, que leía en silencio a la sombra con la cabeza cubierta por su sombrero de paja. Siempre llevaba sombreros de paja. Sofía no conseguía recordar qué se ponía durante el invierno. Paco leía los periódicos del domingo. Llevaba unas gafas pequeñas y redondas que se había colocado en la punta de su nariz grande y aguileña. Cuando se sintió observado por ella, levantó la mirada y le sonrió. En sus ojos Sofía pudo distinguir una chispa de cariño. Sin embargo, no había lugar para ella en esa escena. Todos tenían su sitio bajo el sol y compartían una relajada familiaridad en la que sobraban las palabras. Eran parte del lugar. Sofía también había sido parte de aquello en otro tiempo, pero ya no conseguía recordar cómo se sentía entonces.

Bebió el té en silencio. Pasados unos minutos, Clara se acercó a ella para enseñarle su dibujo. Era muy bueno para una niña de su edad, lleno de colores brillantes y de rostros felices. Sus pinceladas eran seguras y decididas. Sofía lo admiró.

– ¡Eres toda una artista! -exclamó con entusiasmo. Clara resplandeció de orgullo-. ¿Quién te ha enseñado a dibujar?

– Nadie. Es que me gusta mucho. Soy la mejor de la clase.

Sofía miró la carita de duendecillo de la niña y sonrió.

– ¿Vas a ser pintora cuando seas mayor?

– No -respondió Clara con absoluta seguridad-. Voy a ser actriz -concluyó, sonriendo con cara de felicidad.

– Creo que serás una actriz estupenda, Clara.

– ¿De verdad? -chilló, saltando de un pie al otro.

– ¿Cuál es tu película favorita?

– Mary Poppins.

– Y ¿quién te gustaría ser? ¿La niña?

– No. Mary Poppins. Me sé todas las canciones -anunció, empezando a cantar-: Con un poco de azúcar…

– Vaya, parece que es verdad que te sabes todas las canciones -se rió Sofía.

– Mamá dice que es un buen sistema para aprender inglés.

– Tiene razón.

– Esta noche vuelvo a Buenos Aires -gimoteó la niña, con una mueca de fastidio.

– Pero te gusta ir a la escuela, y volverás el próximo fin de semana, ¿no?

– ¿Estarás aquí?

– Claro -respondió Sofía, no queriendo desilusionar a la niña. No sabía cuándo se iría. No quería pensar en eso.

– ¿Te quedarás a vivir aquí? Papá me ha dicho que sí.

Sofía miró a Rafael, que levantó la mirada del periódico y le sonrió con cara de culpa.

– No creo que me quede -dijo, intentando ser sincera-. No para siempre. Pero tienes que venir a verme a Inglaterra. Te gustará. El mejor teatro se hace allí.

– Oh, lo sé todo sobre Inglaterra. Mary Poppins vivía en Londres -dijo entusiasmada.

– Cierto.

– ¡Mira, ahí viene el carro!

De los árboles salió el carro tirado por un caballo, cuyas riendas manejaba Pablo. Sofía se acordó que muchos años atrás había dado una entrañable vuelta por la granja en carro en compañía de su abuela. La abuelita Solanas siempre decía que uno de los mayores placeres de esta vida era recorrer la pampa sentada cómodamente sobre el cuero gastado de la silla del carro, contemplando el paisaje que la rodeaba. Cada vez que se acercaban a algún agujero del camino, le daba instrucciones a José con su firme vocecita para que anduviera con cuidado, y a veces le ordenaba detener los caballos si veía algún animal o algún pájaro interesante. Le había dicho a Sofía que cuando era joven iban en carro a la ciudad. Cuando Sofía comentó que debían de tardar horas, la abuela le contestó que la vida se movía a paso mucho más lento en aquellos tiempos.