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– No tenía nada que ver con la rapidez con que se vive hoy en día. Serás vieja antes de haber disfrutado de tu juventud -había dicho, sin ocultar su desaprobación. Sin embargo, Sofía recordó que pronto había empezado a cansarse de las palabras de su abuela a medida que crecía en ella el deseo de que José ordenara a los caballos que aceleraran un poco el paso. Pero la abuela no quería ni oír hablar de eso. Seguía disfrutando del paisaje y saludando a los gauchos que encontraban por el camino.

Paco se levantó y se dirigió a los lustrosos caballos. Les dio unas palmadas con su mano firme y se puso a hablar con Pablo.

– ¿Sofía, vienes conmigo? -dijo su padre.

– ¡Yo también, yo también! -chilló Clara, tirando su cuaderno de dibujo al suelo y corriendo hacia donde estaba su abuelo.

– Me encantaría -respondió Sofía, dirigiéndose hacia ellos.

Pablo desmontó y Paco levantó a Clara con sus grandes manos como quien levanta a un cachorrillo. Se sentaron cada una a un lado de él y Paco le dio las riendas a Clara, instruyéndola pacientemente sobre cómo llevarlas. Sofía vio a Pablo caminar de regreso a los árboles y perderse entre ellos. Saludaron con la mano a Rafael y a Jasmina, y también a Anna, que dejó de leer y les sonrió desde debajo de su sombrero.

– ¿Nos están mirando? ¿Nos están mirando? -susurró Clara cuando daba orden a los caballos para que dieran la vuelta, totalmente concentrada.

– Sólo tienen ojos para ti, cariño -dijo Paco, y Sofía se acordó que ese era el tipo de cosas que su padre solía decirle.

Salieron al trote por el parque. Sofía no pudo evitar sentir una punzada de fastidio cuando se alejaron en dirección contraria a la casa de Chiquita. Estaba desesperada por ver a Santi y le resultaba difícil concentrarse en nada más. Como le había ocurrido con su abuela años atrás, la novedad dejó de serlo pasado un rato y deseó estar en cualquier otra parte. Su padre escuchaba con atención mientras su nieta parloteaba incansablemente. Por fin, cuando se hizo un silencio en su conversación, Paco volvió su atención a Sofía.

– Te encantaba llevar los caballos -dijo.

– Lo recuerdo, papá.

– Pero eras mejor jugando al polo.

– Me gustaba más el polo -admitió Sofía entre risas.

– ¿Te acuerdas de «La Copa Santa Catalina»? -preguntó, sonriendo al recordarlo.

– ¿Cómo podría haberlo olvidado? Gracias a Dios que Agustín se cayó. De lo contrario nunca me habrías dejado jugar.

– Ya sabes que yo quería que jugaras desde el principio.

– ¿Ah, sí?

– Pero sabía lo mucho que tu madre odiaba que jugaras. No soportaba ver que tú sí eras parte de Santa Catalina. Ella nunca lo consiguió.

Paco se giró y sus ojos se encontraron durante unos segundos con los de su hija. En ellos Sofía vio arrepentimiento.

– Ella eligió vivir aquí -murmuró Sofía, apartando la mirada.

– Clara, mira, los demás niños están jugando en los columpios -dijo Paco, que detectó que la niña se estaba cansando del juego ahora que nadie le prestaba atención-. ¿Por qué no vas a jugar con ellos?

– ¿Puedo? -preguntó, animándose. Cuando Paco detuvo a los ponis, Clara saltó al suelo y salió corriendo alegremente a través del parque para unirse a sus primos.

Sofía intuía que su padre quería hablar con ella a solas y esperó con desconfianza a que empezara. Paco ordenó a los ponis que reemprendieran la marcha, y el tintineante sonido de los arneses llenó la incómoda pausa que siguió.

– No era fácil, ¿sabes? -dijo pasados unos segundos, sin apartar la mirada del camino que se extendía delante de ellos.

– ¿Qué es lo que no era fácil? -preguntó Sofía, confundida.

Paco se quedó pensando durante un momento, dejándose mecer por el movimiento del carro.

– Quiero a tu madre. Hemos pasado por tiempos difíciles. Cuando te fuiste y no volviste, ella se encerró en sí misma. Ya sé que parece una mujer muy fría. Lo que le ocurre es que no está cómoda consigo misma, y tú acentuaste aún más esa incomodidad.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó, sorprendida.

– No se adaptaba y tú sí. Todos te querían. A ella le costaba querer.

– Pero ¿alguna vez me quiso? -preguntó Sofía, y, asombrada, volvió a repetirse esas palabras, como si no las hubiera dicho ella.

– Todavía te quiere. Pero…

– ¿Sí?

Sofía observó el perfil de Paco y vio en él la expresión de un hombre que estaba a punto de revelar un terrible secreto.

– Me temo que en cierto sentido soy yo el culpable de… de la difícil relación que has tenido con tu madre -dijo muy serio-. Llevo mucho tiempo queriendo decírtelo.

– ¿Por qué dices eso? Siempre estabas de mi parte. Siempre estabas ahí para apoyarme. De hecho, creo que la mayor parte de las veces me consentías demasiado.

– Sofía, cuando tu madre estaba embarazada de ti, las cosas no iban bien entre nosotros.

Paco hizo denodados esfuerzos por dar con las palabras adecuadas y Sofía intuyó lo que estaba a punto de decirle.

– No, las cosas no iban bien -continuó-. Yo ya no podía más. Éramos muy infelices.

– ¿Tuviste una aventura? -le interrumpió Sofía. Paco se encogió de hombros. Probablemente le había aliviado que su hija le hubiera ahorrado tener que pronunciar esas palabras.

– Sí -respondió, y Sofía pudo ver el remordimiento que aún le atormentaba. Esto debe de ser una odiosa costumbre familiar, pensó Sofía. Dios mío, ¿qué estoy haciendo?

– Cuando me enamoré de tu madre -siguió Paco-, nunca había conocido a nadie como ella. Era fresca, despreocupada, tenía una naturalidad difícil de describir. Cuando la traje a Argentina, las cosas empezaron a cambiar. Se convirtió en otra persona. Intenté unirme aún más a ella, pero cada vez se distanciaba más de mí. Encontré a esa persona a la que había amado en otra mujer. Nunca se ha recuperado de esa traición.

Se quedaron sentados envueltos en un silencio tenso. Sofía empezó a tomar conciencia de por qué habían sido tan duros con ella cuando había cometido su falta sexual. Al castigar a Sofía, su madre estaba castigando a su padre por haber amado a otra mujer. Su pobre padre se sentía demasiado culpable para poder llevarle la contraria.

– ¿Cómo pudo culpar a su hija por haber nacido en un momento difícil? -preguntó Sofía-. No puedo creer que me odiara porque le recordaba tu infidelidad.

– Nunca te odió, Sofía. Nunca. Simplemente le costaba demasiado acercarse a ti. Lo intentaba. Estaba celosa de ti porque yo te amaba incondicionalmente, como te amaba el abuelo O'Dwyer. Anna sentía que le habías robado los dos hombres que eran más importantes en su vida.

– Los dos hombres más importantes en la vida de mamá eran Rafa y Agustín -dijo Sofía con amargura-. No creo que hiciera ningún intento por acercarse a mí.

– Anna mira ahora al pasado con gran arrepentimiento.

– ¿De verdad?

– Deseaba que volvieras a casa.

– No lo entendí, papá. Era sólo una niña cuando ustedes me enviaron a Ginebra. Me sentí rechazada. No quería darles la espalda, pero sentía que eran ustedes quienes me la habían dado a mí. Me sentía muy culpable por haberme metido en un lío así. Ustedes dos estaban muy decepcionados. Pensé que dolería menos si no volvía a verlos nunca más.