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Ya en el baño, Sofía se apoyó contra la puerta y volvió a respirar. Todavía sentía las manos de Santi en su cuerpo y le brillaba la piel de alegría. Cuando se miró en el espejo, entendió lo que Santi había querido decirle. Tenía las mejillas rojas y los ojos encendidos. Rezumaba sensualidad. Le encantó verse así. Se lavó la cara e hizo lo posible por recomponer su aspecto.

María se alegró mucho al verla. Sus ojos castaños se animaron cuando Sofía entró en la habitación. De repente, Sofía se sintió culpable por haberse permitido hacer el amor con Santi bajo el mismo techo en el que agonizaba su prima. No le pareció bien. Imaginó que el padre Julio agitaba su dedo índice hacia ella desde el asiento dorado que ocupaba en los cielos.

Santi estaba perezosamente sentado en un sillón bebiendo un vaso de vino. En su expresión no había el menor indicio de culpa. Eduardo estaba sentado a los pies de la cama de María. Al ver que Claudia no estaba en la habitación, Sofía se sintió aliviada. Saludó a Santi como si no le hubiera visto desde el día anterior. Cuando se inclinó para darle un beso, él le apretó el brazo dos veces. Eso siempre había sido parte de su código secreto. Ella le devolvió el apretón.

Eduardo estaba pálido. A pesar de su sonrisa, sus ojos revelaban que había perdido toda esperanza. El corazón de Sofía lloró por los dos. ¿Cómo podía estar disfrutando de Santi en medio de tanta tristeza?

María parecía débil pero feliz. Se quedaron hablando un rato y nadie mencionó su enfermedad. Todos deseaban mantener viva la esperanza de que iba a ponerse bien. Ninguno quería enfrentarse a la verdad de que estaba cada vez peor. Comentaron que los niños debían volver a la escuela. María no quería que se fueran, pero para ellos era mejor que sus vidas recuperaran cierta normalidad. Volverían a la ciudad con Claudia y con sus hijos. Sofía y Santi se miraron cuando se mencionó a Claudia, y Sofía se dio cuenta de que él estaba tan ansioso por quedarse a solas con ella en Santa Catalina como ella.

María se cansaba con facilidad. Cuando empezó a entrecerrar los ojos, decidieron dejar que durmiera y salieron a la terraza. Claudia estaba sentada en el banco del porche con su hija acurrucada sobre su regazo como un perrito cariñoso. Sofía le sonrió no sin esfuerzo, a la espera de una fría recepción. Le sorprendió ver en los ojos de Claudia una ansiedad que no había apreciado en ocasiones anteriores. Parecía asustada. Claudia tensó la espalda y apartó a su hija con un gesto cariñoso. Los demás estaban sirviéndose algo de beber y se tomaban su tiempo para reunirse con ellas. Sofía no tuvo más remedio que conversar con Claudia.

– Entonces -empezó-, te vas esta noche a Buenos Aires.

– Sí -respondió Claudia, bajando la mirada. Siguió una pausa incómoda durante la cual Sofía dio unos cuantos pasos, sin decidirse a sentarse o a quedarse de pie.

– ¿Aqué colegio van tus hijos? ¿Al San Andrés?

– Sí.

– Yo estudié ahí.

– Ya lo sé, Santi me lo dijo.

– Entiendo.

– Santi y yo tenemos una relación maravillosa. Me lo cuenta todo -dijo Claudia a la defensiva.

– Lo sé. Ya me ha dicho lo buena que eres con él. Le has hecho muy feliz -soltó Sofía apretando los dientes.

– También él ha sido muy bueno conmigo. No podría haber encontrado un marido mejor ni un mejor padre para mis hijos -dijo, mirando a Sofía con frialdad-. Quiere quedarse aquí por María. La adora. Cuando ella muera él estará desolado, pero la vida volverá a la normalidad. Supongo que regresarás con tu familia.

– Sí, supongo que regresaré -concluyó Sofía, aunque lo que quería más que nada en el mundo era quedarse.

– ¿Cómo has encontrado esto después de tantos años fuera? -preguntó Claudia al tiempo que una sutil sonrisa de triunfo se dibujaba en sus labios.

– Es como si nada hubiera cambiado. Es increíble la facilidad con la que podemos volver a adaptarnos.

– Pero ¿has vuelto a… a adaptarte? -preguntó Claudia con cautela.

– Claro.

– Pero la gente cambia, ¿no? Aparentemente da la sensación de que todavía siga siendo tu casa, pero seguro que no acabas de adaptarte a ninguno de los dos sitios.

– No, qué va. En realidad no me siento una inadaptada en ningún sitio -mintió Sofía.

– Tienes suerte. Es algo muy común. Me sorprende que te sientas como en casa. Hay tantas caras nuevas… una nueva jerarquía. Ya no eres parte del lugar. Santi me dijo que solías ser el tema de casi todas las conversaciones en Santa Catalina. Ahora nadie habla nunca de ti.

Sofía se sintió herida por su franqueza y decidió retirarse.

– En realidad, no quiero que hablen de mí, Claudia -replicó con frialdad-. He venido a ver a María. Entre nosotras hay una amistad que tú jamás entenderías. Da igual lo que tú pienses. Las raíces que tengo aquí son más profundas de lo que jamás serán las tuyas.

En ese momento Santi salió a la terraza seguido de Miguel, Panchito, Eduardo y Chiquita. De inmediato percibió las mejillas encendidas de Claudia y una nube de preocupación le cruzó la cara mientras sus ojos iban de su mujer a su amante.

– ¿Te quedas a comer, Sofía? -preguntó Chiquita-. ¿O a cenar?

– Voy a comer con mis padres, Chiquita, pero me encantaría cenar con ustedes -dijo. Luego, girándose hacia Claudia, añadió-: No creo que te vea más tarde.

El cuello de Claudia enrojeció de rabia y Sofía le sonrió con evidente satisfacción.

– Que tengas un buen viaje a Buenos Aires.

Mientras Sofía caminaba entre los árboles, casi saltaba de felicidad. Se sentía victoriosa. Claudia la había atacado, debía de sentirse amenazada por ella. A buen seguro eso era señal de que las cosas no iban bien entre marido y mujer. Llenó el vacío que dejé al irme, pero ahora he vuelto, pensó Sofía, triunfante.

Debían de ser las cinco de la tarde cuando los coches salieron hacia Buenos Aires. Los hijos de Rafael y Jasmina se fueron con el chófer, y los de Santi y Claudia con los de María. Cuando el polvo volvió a posarse sobre el camino tras su marcha, centelleando al sol, Sofía se dirigió, victoriosa, a casa de Chiquita.

Después de cenar con la familia de Santi, se sentaron todos en la terraza. Envueltos en la humedad de la noche, una profunda pesadumbre descendió sobre sus corazones. Sentados en la oscuridad, observados por los ojos ocultos de los animales de la pampa, hablaron abiertamente de María. Sofía apenas podía mirar el amable rostro de Eduardo. Sin embargo, resultaba casi catártico hablar así de ella todos juntos. Por una vez fueron realistas. María no viviría mucho más. Miguel había llamado a Fernando, que había decidido volver a Santa Catalina por primera vez desde que había estado preso para dar el último adiós a su hermana. Superaría sus miedos por ella y quizá conseguiría liberarse de las sombras que le atormentaban.

Chiquita y Miguel se tomaban de las manos en busca de consuelo. No iba a ser fácil, a pesar de los meses de preparación. Podía ser cosa de días, literalmente. En esos momentos, Sofía se sintió muy unida a sus primos. Compartían un pasado común; compartían su amor por María, y eso los unía con una fuerza que, pasara lo que pasara, nada podría debilitar.

Más tarde, cuando todos estaban ya en la cama, Santi y Sofía seguían sentados en el banco como la noche anterior. Se habían quedado en silencio. No necesitaban hablar. Los reconfortaba el hecho de estar juntos. Santi cogió de la mano a Sofía y la atrajo hacia él. Sofía no supo cuánto tiempo estuvieron así, pero después de un rato empezó a dolerle el cuerpo.

– Necesito moverme, Santi -dijo, y se estiró. Estaba anquilosada y medio dormida. También melancólica-. Debería irme a la cama. Se me están cerrando los ojos.

– Quiero pasar la noche contigo, Chofi. Esta noche necesito estar cerca de ti -dijo Santi.