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Sofía le miró. Era un hombre fuerte, pero esa noche parecía vulnerable.

– No podemos quedarnos aquí -objetó Sofía.

– Lo sé. No estaría bien. Iré contigo.

– ¿Estás seguro?

– Del todo. Te necesito, Chofi. Estoy demasiado triste.

Ella le abrazó como a un niño y él se aferró a ella. Había algo conmovedor en la forma en que Santi la abrazaba. Sintió que su corazón sufría por él.

– No hay nada que podamos hacer -se lamentó Santi-. Me siento impotente. Y no puedo evitar pensar: ¿y si esto le ocurriera a alguno de mis hijos? ¿Cómo podría soportarlo? ¿Cómo pueden soportarlo mis padres?

– Lo soportas porque no te queda más remedio. Duele y dolerá siempre, Santi, pero tienes que ser fuerte. Estas cosas nos ocurren para ponernos a prueba. No sabemos por qué pasan, pero Dios quiere a María a su lado. Debemos dar gracias por haber disfrutado de ella durante todos estos años -dijo Sofía, parpadeando para no dejar caer las lágrimas. Pensó en lo que acababa de decir y se dio cuenta de que sonaba igual que su madre. A pesar de lo mucho que se había rebelado contra ella, había absorbido la filosofía de su madre más de lo que había creído-. Venga, vamos a la cama. Estás cansado. Te sentirás mejor por la mañana.

Caminaron entre los árboles cogidos de la mano. Tendrían que haber estado felices por poder pasar la noche juntos, pero sentían sus corazones apesadumbrados y vacíos, presas de una sensación de soledad.

– ¿Sabes?, nunca había pensado en la muerte. Nunca había tenido que enfrentarme a ella. Pero me da miedo. Somos demasiado vulnerables.

– Ya lo sé -dijo Sofía categóricamente-. Todos tendremos que pasar por eso en algún momento.

– Miro a mis hijos y me pregunto qué voy a decirles cuando me pregunten adónde se ha ido. Ya no sé en qué creer.

– Eso es porque estás enojado con Dios. Yo pasé toda mi infancia enfadada con Dios simplemente porque mi madre era una fanática. Eso me irritaba. Pero ahora creo. Todo esto tiene que tener un propósito.

– Tengo que ser fuerte por mamá, pero por dentro me siento débil e impotente -confesó él sin ocultar su tristeza.

– Delante de mí no necesitas mostrarte fuerte, Santi.

Y él le apretó la mano.

– Me alegra que hayas venido. Has vuelto cuando más te necesitaba.

Sofía cerró la puerta de la habitación y fue hasta la ventana para cerrar las persianas y correr las cortinas.

– Escucha cómo cantan los grillos -dijo. Estaba nerviosa. Habían hecho el amor antes, pero esa noche sería algo lento e íntimo. Le oyó acercarse por detrás y acto seguido Santi le rodeó la cintura con los brazos y la atrajo hacia él. La besó en el cuello con suavidad. Sofía se apoyó en él y cerró los ojos. Santi le metió las manos por debajo de la falda y ella sintió sus palmas rugosas sobre el estómago. Había mucha humedad en el aire y tenía la piel empapada. Entonces Santi le puso las manos en los pechos, con tanta suavidad que apenas podía sentirlas. Su barba incipiente le hizo cosquillas en el cuello y Sofía se retorció de placer. Se giró hasta que quedaron frente a frente y la boca de Santi se posó sobre la suya con la pasión de alguien que quiere borrar el dolor del presente y abandonarse en brazos de la mujer a la que ama. Por fin ambos se abandonaron en el otro y en la intimidad de la noche Sofía le tuvo para ella sola.

– ¿Estoy vieja? -le preguntó más tarde, cuando vio a Santi mirándole el cuerpo.

– ¿Tú? Nunca -dijo con ternura-. Sólo un poco mayor.

Capítulo 44

Lunes, 10 de noviembre de 1997

Fernando sintió las gotas de sudor que le bajaban por la espalda cuando desembarcaba del ferry sobre el que había cruzado las aguas que separaban Uruguay de Argentina. Habían pasado casi veinte años desde la última vez que había pisado suelo argentino, veinte años desde que había tomado parte en las manifestaciones políticas contra el Gobierno militar que había usurpado el poder el 24 de marzo de 1976. Aunque durante el golpe no había habido derramamientos de sangre, los cinco años siguientes habían sido testigos de la desaparición de casi veinte mil personas. Fernando había estado a punto de ser uno de ellos.

Miró atrás por encima de las aguas marrones y recordó cómo había escapado veinte años atrás. Aterrado y derrotado, había jurado no volver a poner un pie en Argentina. Había visto demasiada violencia para volver a estar tan cerca de la muerte.

Durante ese período, había aprendido mucho sobre sí mismo. No le gustó lo que vio. Era un cobarde, no como esos hombres y mujeres valientes que arriesgaban sus vidas y que a menudo las sacrificaban por el bien de su país, por la democracia y por la libertad; hombres y mujeres que acudían a cientos a la Plaza de Mayo a protestar contra el general Videla y sus secuaces. Ellos eran los héroes sin rostro, los «desaparecidos» argentinos, hombres y mujeres que, secuestrados de sus camas en mitad de la noche, nunca habían vuelto a ser vistos. Puede que hubiera sido mejor haber desaparecido con ellos, pensó. Quizá hubiera sido mejor terminar en el fondo del mar en vez de esconderme en Uruguay. Ojalá la policía se hubiera dado cuenta de lo inofensivo que era, ojalá se hubiera dado cuenta de que su parloteo y sus llamativas demostraciones de oposición no eran más que simples intentos por llamar la atención, meras tentativas para parecer importante, para sentirse importante, para compensar por los años que había vivido junto a un hermano cuya luz brillaba con tal intensidad que no dejaba espacio alguno para que Fernando pudiera hacer brillar la suya. Hasta que se hizo amigo de Carlos Riberas y se unió al movimiento de la guerrilla. Aquel era un rincón tan oscuro que ahí sí podía brillar con luz propia.

Cuando llegó a Uruguay compró una pequeña casucha en la playa, se dejó crecer la barba y el pelo, y sólo se lavaba cuando se daba un baño en el mar. Se había perdido el respeto. Se odiaba, y por eso intentó perderse bajo la densa mata de pelo negro que crecía a su alrededor como el bosque cuajado de pinchos del cuento de La bella durmiente. La única diferencia era que, en su caso, no había ninguna princesa que fuera a despertarle con un beso. Evitaba a las mujeres. No valía nada. ¿Cómo iba alguien a quererle?

Había escrito artículos para varios periódicos y revistas uruguayos con la intención de seguir luchando desde el otro lado de la frontera. Pero no necesitaba el dinero, puesto que su familia se había asegurado de que no le faltara de nada. De hecho, tenía más dinero del que merecía, así que empezó a regalárselo a los mendigos sin techo que merodeaban borrachos por las sucias calles, agarrados a las botellas que escondían en bolsas de papel marrón. Aunque eso no le hacía sentirse mejor. Sencillamente se sentía muerto por dentro.

Pero una noche despertó de una de esas habituales pesadillas que le dejaban el colchón bañado en sudor y decidió que no podía seguir soportando aquella tortura. Se levantó, metió unas cuantas cosas en una mochila y cerró con llave la puerta de la casa al salir. Durante los cinco años siguientes se dedicó a viajar sin tregua por toda Sudamérica. Bolivia, Paraguay, Ecuador, desde los lagos del sur de Chile hasta las montañas de Perú. Pero allí adonde iba, la sombra de su tormento iba siempre un paso por delante de él.

En la cima del Machu Picchu, con sólo el cielo por encima de su cabeza y las nubes que cubrían la tierra por debajo, se dio cuenta de que no ya no le quedaba ningún lugar al que huir. Había llegado a la cima. Tenía sólo dos alternativas: seguir subiendo hasta llegar de una vez por todas al reino de los dioses, o bajar e intentar vivir consigo mismo. Era una elección sumamente difícil. Las nubes se arremolinaban en una danza hipnótica, llamándole para que se sumergiera en el dulce silencio y el olvido que prometían. El silencio de la muerte. El olvido que te permite olvidarte incluso de ti mismo. Miró hacia abajo, columpiándose en el borde del mundo. Pero también eso sería huir. No estaría mejor que cuando había salido huyendo de Argentina, seguiría siendo un desertor. Sería muy fácil, quizá demasiado fácil. No tendría ningún mérito; no tiene nada de valiente morir así, pensó.