– Entras ahora.
Sofía le miró, pasmada. Anna iba a oponerse, pero el quejumbroso Agustín captó su atención.
– ¿Cómo?
– Entras ahora, así que muévete. -Luego añadió con gravedad-: Más vale que ganes.
– ¡María, María! -gritó Sofía asombrada-. ¡Ha funcionado!
María meneó la cabeza, entre el asombro y el miedo. Después de todo, el ombú era un árbol mágico.
Sofía no podía creer en su suerte mientras se ponía una camisa rosa y montaba su poni. Vio cómo los chicos de La Paz se reían, incrédulos, cuando entró en el campo. Roberto Lobito gritó algo a su hermano Francisco y ambos rieron disimuladamente, burlones. Ella les enseñaría, decidió. Iba a mostrarles de lo que era capaz. No tuvo tiempo para hablar con Santi ni con los demás. Antes de que se diera cuenta el juego había dado comienzo. En pocos segundos le pasaron la bola y a continuación fue superada por Marco, que pegó su poni al suyo y la empujó fuera del campo. Lo único que pudo hacer fue ver, desesperada, cómo la bola pasaba por debajo de las patas de su poni y salía por el otro lado. Furiosa, se lanzó contra él y luego contra Francisco antes de salir al galope. Se dio cuenta de que tanto Fernando como Rafael evitaban pasarle la bola; sólo Santi confiaba en ella cuando podía, pero estaba fuertemente marcado por un burlón Roberto Lobito. De hecho, Roberto y Santi parecían estar lidiando algún tipo de batalla particular, como si fueran los dos únicos jugadores en el campo, golpeándose, entrelazando sus palos y gritándose obscenidades.
– ¡Fercho, a tu izquierda! -gritó Sofía a Fernando cuando surgió una oportunidad. Él la miró, dudó, y luego se la pasó a Rafael, que al instante fue emparedado por Marco y Davico-. La próxima vez pásamela, Fercho. Tenía el gol a la vista -le gritó, furiosa, fundiéndole con la mirada.
– Seguro -le respondió Fernando, desdeñoso, antes de virar y alejarse a medio galope. Sofía vio cómo Roberto Lobito rompía su regla de silencio y meneaba la cabeza a Fernando, solidario.
Sabrina y Martina quedaron horrorizadas al ver que habían admitido a Sofía en el partido.
– Ahí la tienes, pavoneándose delante de todos -dijo Sabrina, irritada.
– Por Dios, pero si sólo tiene quince años -soltó Martina, arrugando la nariz-. No deberían permitirle jugar con los chicos.
– Es culpa de Santi. Es él el que la anima -dijo Pía, acusadora.
– Se le cae la baba con ella, sólo Dios sabe por qué. Es una maldita niña mimada. Mira, ahí la tienes, dando vueltas sin hacer nada. No le pasan ni una sola bola. Mejor haría en retirarse -se quejó Sabrina mientras veía a su joven prima dando vueltas en mitad del campo.
Al término del quinto chukka todavía perdían por un gol.
– ¡Pásenle a Sofía, por el amor de Dios! Somos un equipo y la única forma de poder ganar es jugando en equipo -estalló Santi, desmontando.
– Si le pasamos, seguro que perdemos -contestó Fernando, quitándose el gorro y agitando su pelo negro y sudado.
– Venga, Fercho, no seas crío -dijo Rafael-. Sofía está jugando y no hay nada que puedas hacer para evitarlo. Nadie espera que contemos con ella, así que tómatelo con calma.
– ¡No ganaremos si seguimos jugando como un equipo de tres jugadores -gritó Santi, exasperado-, así que mejor que vayan contando con ella!
Fernando le dirigió una mirada llena de odio.
– Voy a enseñarles, pandilla de machistas, que puedo jugar mejor que el idiota de Agustín. Tráguense su orgullo y jueguen conmigo, no contra mí. El enemigo es La Paz, ¿recuerdan? -les espetó Sofía, y volvió, segura de sí misma, al campo a medio galope. Fernando estaba que ardía, aunque no dijo nada, mientras Rafael levantaba la mirada al cielo y Santi se reía, admirado.
La tensión casi podía tocarse con las manos cuando entraron con los ponis en el campo para jugar el último chukka. En cuanto el partido dio de nuevo comienzo, un silencio pesado cayó sobre los espectadores. El último chukka era una agresiva demostración de poderío individual a medida que cada uno de los equipos intentaba desesperadamente vencer al otro. Santi, sin duda el mejor de su equipo, estaba sometido a un férreo marcaje, y Sofía, a la que todos consideraban fuera del partido, se movía por el campo casi con total libertad. El tiempo se acababa. A pesar de la discusión anterior, Sofía casi no recibía bolas y se pasaba la mayor parte del tiempo furiosa, cubriendo a los demás. Por fin Santi consiguió empatar el partido.
Los espectadores se habían puesto en pie, incapaces de seguir sentados a medida que la batalla ganaba en intensidad durante los últimos minutos del partido. Sabían que si uno de los dos equipos no marcaba antes de que terminara el tiempo, tendrían que decidir el resultado del partido a «muerte súbita». Gritos furiosos y órdenes impacientes resonaban por el campo, mientras Roberto intentaba controlar a su equipo y Santi hacía lo posible por convencer a su hermano para que jugara con Sofía. María saltaba de acá para allá, nerviosa, incapaz de quedarse quieta, animando a Sofía. Miguel y Paco caminaban impacientes de un extremo a otro de las bandas, sin apartar los ojos del partido. Paco miró el reloj; quedaba sólo un minuto. Quizá había sido un error dejar jugar a Sofía, pensó con tristeza.
De pronto Rafael se hizo con la bola, la pasó a Fernando y éste se la devolvió. Santi escapó del marcaje de Roberto y de Marco, que salieron detrás de él al galope. Siguió un estallido de gritos enfebrecidos, pero Rafael logró pasar la bola a Santi y éste voló, libre de mareaje, hacia adelante. Sólo Sofía y Francisco, su oponente, se interponían entre él y la portería. Tenía que elegir entre driblar aFrancisco e intentar marcar, o arriesgarse y pasar la bola a Sofía. Convencido de que Santi no iba a confiar en ella, Francisco dejó de marcarla y salió hacia él para quitarle la bola. Santi levantó sus ojos verdes hacia su prima, que entendió de inmediato y se preparó. Justo antes de que Francisco se abalanzara sobre él, Santi golpeó la bola hacia ella.
– ¡Todo tuyo, Sofía!
Decidida a no desaprovechar una oportunidad como ésa, Sofía salió a medio galope tras la bola, apretando la mandíbula con firmeza. La golpeó una, dos veces, y entonces, balanceando el taco en el aire con seguridad, pensó en José, en su padre y en Santi antes de enviar la bola entre los postes. Segundos después sonó el silbato. Habían ganado el partido.
– ¡No me lo puedo creer! -boqueó Sabrina.
– Dios mío. Lo ha conseguido. Sofía ha marcado -chilló Martina, dando saltos y palmadas-. ¡Bien hecho, Sofía! -le gritó-. ¡Ídola!
– ¡Justo a tiempo! -soltó Miguel, sin dejar de dar palmadas a Paco en la espalda-. Suerte la tuya, porque de lo contrario podías haber terminado en la barbacoa con el lomo.
– Ha jugado bien, a pesar de que su propio equipo la ha dejado de lado. De todas formas, no hay duda de que tiene madera -dijo Paco, orgulloso.
Rafael se acercó al galope a Sofía y le dio una palmada en la espalda.
– ¡Bien hecho, gorda! -le dijo riéndose entre dientes-. ¡Eres una estrella!
Fernando la miró y asintió sin sonreír. Estaba contento porque habían ganado, pero no se sentía capaz de acercarse a felicitar a Sofía. Santi casi la tiró del poni cuando la cogió del cuello y la atrajo hacia él para darle un beso en su mejilla cubierta de polvo.
– Sabía que podías hacerlo, Chofi. No me has* decepcionado -se rió, quitándose el gorro y rascándose el pelo empapado.
Roberto Lobito caminó hasta ella cuando Sofía desmontaba.
– Juegas bien para ser una chica -le dijo con una sonrisa.
– Y tú juegas bien para ser un chico -le soltó ella, arrogante.
Roberto se echó a reír.
– Entonces, ¿te veré a menudo en el campo? -le preguntó a la vez que estudiaba su rostro con interés.