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Fernando asintió en silencio.

– Ah, ¿te acuerdas de aquella amiga mía que te gustaba? Esa amiga del colegio, seguro que la recuerdas. Silvia Díaz, así se llamaba. Le escribías cartas de amor. Me pregunto qué habrá sido de ella.

– Nunca le gusté -dijo él, sonriendo al recordar aquellos días inocentes.

– Oh, sí, ya lo creo que le gustabas. Pero era muy tímida. Se pasaba las clases leyendo y releyendo tus cartas. Me las leía a mí. Eran muy románticas.

– A mí no me lo parecían.

– Oh, pues lo eran. Muy románticas. Te lo tenías bien calladito. Nunca sabíamos en qué andabas. Pero una vez Sofía y yo te espiamos mientras besabas a Romina Blaquier en la piscina.

– Sabía que estaban allí -confesó y le sonrió.

– Pues no lo demostraste.

– Claro que no. Me encantaba que me miraran -añadió, echándose a reír.

– Eso está mejor. La risa sana, las lágrimas me ponen triste -dijo María, y ambos se echaron a reír a la vez.

Capítulo 45

– Veníamos a misa todos los sábados por la tarde, ¿te acuerdas?

La voz de Sofía resonó contra las frías paredes de piedra de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción.

– Antes de ir a la discoteca -añadió Santi riéndose por lo bajo-. Una conducta no demasiado reverente.

– Nunca lo pensé -respondió Sofía-. La verdad es que lo de la misa no era más que una excusa.

– No parabas de reírte durante todo el servicio.

– Costaba mucho aguantarte la risa con el padre Julio tartamudeando y ceceando.

– Murió hace años.

– Mentiría si dijera que lo siento.

– Deberías decir que lo sientes, estás en su iglesia -dijo Santi entre risas.

– ¿Quieres decir que quizá nos esté oyendo? Me pregunto si la gente tartamudea en el cielo. Nunca has oído hablar de ángeles tartamudos, ¿verdad?

Avanzaron por el pasillo central. Sus alpargatas pisaban con suavidad y sin apenas hacer ruido las baldosas del suelo. La iglesia estaba muy vacía, no como las iglesias católicas de la ciudad. El altar mostraba una humilde simplicidad bajo un limpio cobertor blanco, adornado con flores marchitas. El aire estaba cargado, y el fuerte aroma del incienso parecía no moverse, como si no hubiera ninguna ventana abierta por la que escapar. El sol entraba a raudales por la vidriera situada detrás del altar, dibujando cuentas alargadas de luz en el suelo y en las paredes, dejando al descubierto el polvo que, de no haber sido por los rayos de sol, habría pasado totalmente inadvertido. De las paredes colgaban iconos de la Virgen María, además de muchas otras estatuas de santos, y velones que brillaban en la semioscuridad. Los bancos seguían tal como Sofía los recordaba, lo suficientemente austeros e incómodos para evitar que nadie se durmiera durante el sermón.

– ¿Te acuerdas de la boda de Pilar, la sobrina de Soledad? -dijo Sofía con una sonrisa.

– ¿Cómo podría haberla olvidado? -respondió Santi, dándose un golpe en la frente con la palma de la mano y soltando una sonora carcajada.

– ¡El padre Julio la confundió con su hermana y celebró la ceremonia como si se tratara de Lucía!

Ambos intentaron acallar sus risas.

– Fue al acabar la ceremonia y bendecir a la feliz pareja, llamándoles Roberto y Lucía, cuando todo el mundo se dio cuenta de que la persona que había estado describiendo no tenía nada que ver con Pilar -añadió Sofía, casi sin poder terminar de hablar-. ¡Qué horror! Pilar estaba tan enfadada que no podíamos parar de reír.

Cuando llegaron al altar, el silencio los envolvió como un hechizo. Instintivamente dejaron de bromear. Había dos mesitas a cada lado del altar, cubiertas de velas de todo tipo. Ambos pensaron a la vez en María. Santi encendió una.

– Por mi hermana -dijo, y cerró los ojos para rezar. Sofía se sintió conmovida. También ella encendió una vela, cerró los ojos y, en silencio, pidió a Dios que dejara vivir a su prima. Sintió que la mano de Santi buscaba la suya. Cuando la encontró, se aferró a ella en busca de consuelo. Se la apretó dos veces y ella le devolvió el mensaje utilizando el mismo código. Se quedaron así durante un rato. Sofía nunca había rezado con tanto fervor. Pero sus plegarias no eran del todo altruistas. Mientras María siguiera con vida, ella tenía una excusa para quedarse.

»Me pregunto si a Dios le importa que sólo acudamos a él cuando ocurre alguna desgracia -dijo Santi en voz baja.

– Supongo que ya está acostumbrado -respondió Sofía.

– Espero que funcione.

– Yo también.

– Aunque no tengo demasiada fe en que vaya a funcionar. Me gustaría. Me siento culpable por haber venido aquí como último recurso. Tengo la sensación de que no merezco ningún milagro.

– Pero has venido. No creo que importe que hayas venido como último recurso. Ahora estás aquí.

– Supongo que nunca entendí a esa gente que venía siempre a la iglesia. Creo que ahora los entiendo. Les da consuelo.

– ¿Te está dando algún consuelo? -preguntó Sofía.

– Algo parecido -le respondió él, y le sonrió con tristeza en los ojos-. ¿Sabes?, me habría gustado casarme contigo en esta pequeña iglesia.

– Con el padre Julio tartamudeando: «Q-q-q-q-q-uieres t-t-to mar a S-s-s-sofía…»

Santi se echó a reír.

– Nada habría importado, ni siquiera que el padre hubiera celebrado el servicio pensando que era a Fercho quien casaba -dijo, estrechándola entre sus brazos y besándole la frente.

Sofía se sintió profundamente amada entre sus brazos. El olor de Santi le recordó otros tiempos y deseó con todas sus fuerzas aferrarse a ese momento para siempre. Le abrazó y se quedaron así un rato. Ninguno de los dos sentía la necesidad de hablar. Sofía se sentía terriblemente melancólica y a la vez feliz por estar con él. Era perfectamente consciente de que esos momentos no durarían. Por eso se aferraba a ellos y los vivía con una intensidad que hasta el momento desconocía.

– ¿Alguna vez le confesaste al padre Julio que éramos novios? -le preguntó Santi, separándose de ella.

– ¿Estás loco? ¡No! ¿Y tú?

– No. ¿Le confesaste algo?

– No. Lo inventé todo. Se escandalizaba con tanta facilidad que no podía resistirme a la tentación de inventarme las cosas que le contaba.

– Eres terrible, ¿sabes? -dijo Santi con una sonrisa imperceptiblemente triste.

– No pensaba que fuera tan mala como antes hasta que regresé. Ahora he superado todos mis límites.

– Debería sentirme culpable. De hecho era así al principio. Pero ya no. Siento que todo está en su sitio -dijo Santi, meneando la cabeza como si hubiera perdido el control sobre sus sentimientos y éstos no fueran ya responsabilidad suya.

– Todo está en su sitio -insistió Sofía, tomando la mano de él entre la suya-. Debería haber sido así siempre.

– Lo sé. Me siento culpable por no sentirme culpable. Es aterradora la facilidad que tenemos para olvidar.

– ¿Claudia?

– Claudia, los niños. Cuando estoy contigo no pienso nunca en ellos.

– A mí me pasa lo mismo -admitió Sofía. Pero eso no era del todo cierto. Cada vez que el rostro de David emergía junto con el de sus hijas, Sofía ponía todo su empeño en reprimirlos. Casi habían terminado dándose por vencidos. Pero David podía ser muy persistente cuando se lo proponía.