Выбрать главу

– Vamos. Salgamos de aquí antes de que el padre Juan nos pille -dijo Santi, empezando a caminar por el pasillo.

– No estamos haciendo nada malo. Somos primos, ¿recuerdas?

– Chofi, no podré olvidarlo mientras viva. Creo que Dios hizo que fuéramos primos para castigarme por algo que hice en alguna vida anterior.

– O quizá tenga un sentido del humor bastante enfermizo.

En cuanto salieron al sol tuvieron que protegerse los ojos para que la luz no los cegara. Sofía se sintió mareada durante un instante hasta que sus ojos se ajustaron por fin al reflejo del sol. La humedad del aire era casi insoportable.

– Vamos a tener una buena tormenta, Chofi. ¿La sientes tú también?

– Sí. Adoro las tormentas. Son muy excitantes.

– La primera vez que hicimos el amor fue durante una tormenta. ¿Te acuerdas?

– Sí, lo recuerdo. ¿Cómo podría olvidarlo?

Caminaron hasta la plaza. El camino seguía siendo una callejuela sucia que nadie había reparado desde el tiempo de sus abuelos. Rodeaba perezosamente la plaza, que estaba llena de árboles altos.

Sofía se dio cuenta de que todavía pintaban la parte baja de la corteza con cal blanca para mantener alejadas a las hormigas. El sol bañaba las casitas y los escaparates de las tiendas, cuyo interior quedaba semioculto tras los polvorientos cristales de las ventanas. El «boliche» seguía en la misma esquina. Era el café en el que se reunían los gauchos a beber mate y jugar a las cartas. Paco solía pasar allí las mañanas de los domingos, leyendo el periódico mientras tomaba un café. Sofía supuso que, como su padre era una criatura de costumbres, todavía lo hacía.

Como era la hora de la siesta, todas las tiendas estaban cerradas y la plaza estaba tranquila y en silencio en pleno calor de mediodía. Pasearon por la plaza y fueron a sentarse en uno de los bancos que quedaba protegido por la sombra. Cuando estaban a punto de sentarse, una voz los llamó desde otro de los bancos. Horrorizados y sorprendidos a la vez, vieron que quien les llamaba no era otra que la famosa Vieja Bruja.

– Buenos días, señora Hoffstetta -dijo Santi, saludándola cortésmente con la cabeza.

– ¡No sabía que la Vieja Bruja todavía estuviera viva! -susurró Sofía a través de su sonrisa.

– Me parece que las brujas no mueren.

La Vieja Bruja estaba sentada medio encorvada sobre sí misma. Llevaba un vestido negro. No era de extrañar que le hubieran dado el apodo de Vieja Bruja. De pequeña, Sofía la encontraba aterradora. Tenía la cara pequeña y llena de agujeros, como una vieja nuez, y los ojos tan negros como sus dientes. Se la olía a un kilómetro de distancia. Agarraba una bolsa de papel marrón con sus dedos largos y nudosos.

Los primos se sentaron e intentaron ignorarla, pero durante todo el tiempo que estuvieron ahí sentados, Sofía pudo sentir los ojos de la vieja en su espalda.

– ¿Sigue mirándonos? -le preguntó a Santi.

– Sí. Tú actúa como si no la vieras.

– Puedo sentirla. Ojalá se fuera.

– No te preocupes. En realidad no es una bruja.

– No creas. Consigue que las brujas de los cuentos parezcan Blancanieves.

Ambos se echaron a reír, tapándose la boca con la mano.

– Probablemente sepa que hablamos de ella -concluyó Sofía.

– Si tan bruja es, desde luego que lo sabe.

– Vámonos. ¡No puedo soportarla!

Así que se levantaron para irse.

– ¡Bah! -chilló la bruja. Ellos la ignoraron y aceleraron el paso-. ¡Bah! -insistió-. Mala suerte. Tuvieron su oportunidad. Mala suerte. ¡Bah!

Ambos se detuvieron y se miraron boquiabiertos. Santi estuvo a punto de dar la vuelta para enfrentarse a ella, pero Sofía consiguió cogerle del brazo y tirar de él.

– Almas gemelas. Veo sus auras. ¡Almas gemelas! ¡Bah! -continuó.

– Oh, Dios, me está asustando. Vayámonos de aquí -insistió Sofía y empezaron a caminar con premura.

– ¿Cómo se atreve a hablarnos así, la muy chismosa? -dijo Santi fuera de sí-. Es la gente como ella la que anda por ahí molestando a los demás.

– Ahora sabes que de verdad es una bruja, no hay duda.

– Bueno, entonces, ¿por qué no se larga montada en su escoba?

Los dos se echaron a reír, visiblemente nerviosos.

De repente, cuando ya creían que la habían perdido de vista, apareció delante de ellos, jorobada y apestosa. Su aspecto recordaba al de un murciélago gigante y peludo. Se acercó arrastrando los pies a Sofía y le puso la bolsa de papel marrón en sus sorprendidas manos. Sofía la sostuvo con la repulsión de alguien que lleva una bolsa llena de entrañas goteantes. Al tocarla con los dedos, la sintió bIanda y húmeda. Miró a la mujer a los ojos y de repente se dejó vencer por el pánico, pero la vieja bruja asintió, tranquilizadora, y cerró sus manos en torno a la bolsa. Sofía se retorció y dio un paso atrás, intentando en vano librarse de ella. La vieja bruja sonrió y murmuró su nombre, «Sofía Solanas», antes de encaminarse de vuelta hacia la plaza.

Cuando estuvieron a salvo en la camioneta, Sofía cerró dando un portazo y subió la ventanilla. Temblaba.

– ¿Qué hay en la bolsa? -preguntó Santi con impaciencia, empezando a encontrar divertida la situación.

– No sé por qué sonríes. No tiene nada de gracioso. ¡Ábrela tú! -chilló y se la dio. Santi la abrió despacio y miró dentro con mucha cautela, como si esperara encontrar algo grotesco. Entonces se echó a reír de puro alivio.

– ¿Y bien?

– ¡No vas a creerlo! Es un esqueje… de ombú, para que lo plantes.

– ¿Un ombú? ¿Qué diantre voy a hacer con un ombú?

– Bueno, desde luego no crecerá en Inglaterra -dijo Santi empezando reír de nuevo.

– Qué mujer tan extraña. ¿Qué edad tendrá? Yo pensaba que era una anciana hace muchos años -exclamó Sofía acalorada-. Debería estar enterrada.

– ¿Por qué te habrá dado un ombú? -murmuró Santi, frunciendo el ceño-. Incluso me sorprende que supiera quién eres.

Encendió el motor y Sofía vio aliviada que dejaban atrás el pueblo y emprendían el camino hacia Santa Catalina.

– ¿Qué habrá querido decir con eso de almas gemelas? -dijo Sofía después de un rato.

– No lo sé.

– Pero tiene razón. Lo somos. Aunque no creo que haga falta ser clarividente para ver eso. Es horripilante. El problema es que la gente cree en ella -dijo Sofía enfadada-. Soledad la primera.

– Oh, ¿y tú no? -dijo Santi, y en sus labios empezó a insinuarse una sonrisa.

– ¡Claro que no!

– Entonces, ¿por qué estamos hablando de ella? Si no creyeras en ella, ni siquiera te molestarías en pensar en ella.

– Eso no tiene sentido. No creo en ella, es un estorbo, y creo que no debería ir por ahí asustando a la gente. No creo en brujas.

– Pero sí crees en la magia del ombú.

– Eso es diferente.

– No, no lo es.

– Sí que lo es. La Vieja Bruja está loca, deberían encerrarla. El ombú es algo totalmente distinto. Representa la magia de la naturaleza.

– Chofi.

– Qué -respondió irritada. Entonces miró a Santi y vio que en su rostro empezaba a asomar una sonrisa.

– ¿Alguna vez el ombú ha cumplido alguno de tus deseos? -preguntó sin apartar los ojos de la carretera, como si necesitara concentrarse en algo para no echarse a reír.

– Sí.

– ¿Cuál?

– Una vez pedí que te enamoraras de mí -respondió Sofía y sonrió triunfante.

– No creo que eso tuviera nada que ver con el ombú.

– ¡Tú qué sabrás! -exclamó-. No entiendes el poder de la naturaleza. ¿Sabes una cosa?, apuesto lo que quieras a que este esqueje crece en Inglaterra.

Sofía se giró y vio que Santi sonreía.