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Capítulo 47

Sofía salió corriendo al parque, dejando a Soledad en su cuarto. Ya era casi de noche. No sabía lo que iba a decirle, pero tenía que verle, tenía que decírselo. Después de todo, ¿no tenían los niños derecho a saber quién los había engendrado? Se imaginó estrechándole entre sus brazos y aspirando el olor de su cuerpo. «Hijo, tú eres Santiaguito, el hijo que creía haber perdido, el hijo que jamás creí volver a ver.» Había dejado de llorar y ahora sentía una extraña ligereza, una ligereza absolutamente embriagadora.

Cuando se acercó a las barracas, distinguió las llamas rojas de un fuego de campaña. Oyó los vibrantes tonos de una guitarra y a continuación voces que cantaban cada vez más fuerte a medida que se acercaba. Quedó consternada cuando vio que se trataba de un grupo de gauchos sentados alrededor del fuego, riendo y bebiendo con los rostros atezados iluminados por las llamas. Se detuvo y se escondió a mirarles detrás de un árbol. Ellos no podían verla. Buscó con la mirada el rostro de su hijo entre los de los gauchos reunidos alrededor del fuego. Entonces le vio. Estaba sentado en el medio, entre Pablo y otro hombre al que no reconoció, cantando animado con los demás. Sonreía de vez en cuando. Al hacerlo, sus dientes blancos resplandecían con el reflejo de las llamas. Sofía no lograba distinguirle con suficiente claridad para ver si se parecía a ella o a Santi, y no conseguía acordarse de los rasgos de su cara en las pocas ocasiones en que le había visto. Frustrada, entrecerró los ojos en un intento por verle mejor.

De pronto, una mujer delgada abrió la puerta de su casa y fue hacia el grupo con una bandeja llena de platos. Sofía pudo distinguir un perro escuálido trotando a su lado. Cuando ella se movió para ver mejor, el perro debió de sentir que había alguien en los árboles, puesto que empezó a ladrar. Salió corriendo hacia ella con el rabo erguido como un jabalí, presto a atacar. La mujer miró hacia donde estaba Sofía. Dijo algo a los hombres y dos de ellos se levantaron, llevándose la mano al facón. Sofía no tuvo más remedio que salir de su escondite. En cuanto la vieron, la guitarra dejó de sonar y todos quedaron en silencio.

Javier, que ya se había puesto en pie, sacó la mano de su cuchillo y se dirigió hacia ella a paso ligero.

– Buenas noches, señora Sofía. ¿Está usted bien? ¿Quiere algo? -preguntó educadamente, mirándola con curiosidad.

Sofía le observó mientras se acercaba a ella. Era alto, tenía buena presencia y era de hombros anchos como su padre. Además caminaba como Santi, con las rodillas hacia fuera, aunque se había pasado la vida a caballo, así que no era nada sorprendente. A medida que se acercaba, Sofía vio que tenía el pelo moreno como ella. Se plantó delante de ella, esperando a que le hablara. Sofía estuvo a punto de decirle que era su madre, pero no pudo articular palabra. Su entusiasmo desapareció. Miró por encima del hombro de Javier y, al ver el pequeño grupo de gauchos con el que estaba reunido, se dio cuenta de que era feliz así. Era feliz no sabiendo. Poseía aquello que tanto la había eludido a ella durante años: la sensación de formar parte de un lugar. Él formaba parte de Santa Catalina. Qué ironía que fuera más parte de Santa Catalina que ella, y desde luego, mucho más que su madre. Llegó a la triste conclusión de que sería cruel y egoísta quebrar todos los principios con los que él había crecido. Se tragó sus palabras y en sus labios se dibujó una débil sonrisa.

– De pequeña, cuando José vivía, venía mucho por aquí -dijo, intentando entablar una conversación.

– Mi madre me ha dicho que ha estado usted fuera mucho tiempo, señora Sofía.

– Sí. No tienes ni idea de cuánto he echado de menos todo esto.

– ¿Es cierto que en Inglaterra siempre llueve? -preguntó él y sonrió con timidez.

– No tanto como la gente imagina. Algunos días el cielo está azul y despejado como el de aquí -respondió, con la esperanza de que él no notara la atención con la que estudiaba los rasgos de su cara mientras hablaban.

– Nunca he salido de Santa Catalina -dijo él.

– Bueno, yo que tú no saldría de aquí por nada. He estado en muchos lugares del mundo y te aseguro que no he visto ninguno tan hermoso como Santa Catalina.

– ¿Se quedará? Mi madre espera que sí.

– No lo sé, Javier -dijo, meneando la cabeza-. Tu madre es una vieja sentimental.

– Ya lo sé -se rió.

– Apuesto a que ha sido una buena madre para ti.

– Sí.

– También fue muy buena conmigo cuando era niña. Era mi cómplice.

Cuando ya llevaban un rato hablando, Sofía se dio cuenta de que Javier estaba ansioso por volver con sus amigos. Después de todo, ella era la hija de su jefe, pertenecían a mundos distintos. Nunca le hablaría como a una igual. Complacerla era parte de su trabajo.

Sofía le observó caminar de vuelta a la hoguera antes de regresar a casa entre los árboles. Sin duda era su hijo. Aunque no había podido adivinar el color de sus ojos en la oscuridad, imaginó que los tendría castaños. Si los hubiera tenido verdes como su padre, seguro que ya se habría dado cuenta. Su aspecto no tenía nada de extraordinario. Era guapo, pero había sido criado como un gaucho. Era un producto del ambiente en el que había crecido. No, no habría sido justo decírselo.

Cuando volvió a su habitación, Soledad seguía allí sentada, encorvada y derrotada, con las manos fuertemente apretadas sobre sus rodillas. En cuanto entró, Soledad parpadeó al mirarla con los ojos de alguien a quien le han arrebatado lo único por lo que le merecía la pena vivir. Los tenía hinchados de tanto llorar y velados por el dolor. También Sofía estaba desolada, pero ver a Soledad así le reafirmó en su decisión. Había hecho lo correcto.

Cuando Sofía le dijo que no había sido capaz de decírselo, la cara de Soledad se iluminó y sus hombros, que hasta el momento había tenido caídos a causa de la tensión, se relajaron de puro alivio.

Volvió a llorar, pero esta vez eran lágrimas de felicidad. Abrazó a Sofía contra su pecho, dándole las gracias una y otra vez por devolverle a su hijo. Le dijo que no había pasado un solo día en que no se hubiera recordado que Javier no le pertenecía, que ella no era más que una guardiana que debía criarle lo mejor que supiera y que un día su verdadera madre volvería a reclamarlo. Pero Sofía le dijo entristecida que Javier era hijo suyo. Daba igual quién le hubiera traído al mundo.

– Hasta se parece a ti, Soledad -dijo, sentándose junto a ella en la cama y dejando que su vieja amiga le rodeara los hombros con el brazo.

– No sé, señorita Sofía, pero es un chico muy guapo, eso es cierto -dijo, reprimiendo una sonrisa de orgullo, a sabiendas de que en esa habitación no había lugar para su orgullo.

– ¿Cómo ocurrió? -preguntó Sofía con cautela-. ¿Cómo es que nadie se dio cuenta cuando Antonio y tú de repente sacaron a un niño de quién sabe dónde?

– Bueno, el señor Paco vino a vernos a casa. Nos dijo que éramos los más cualificados para criar a su bebé porque usted y yo siempre habíamos estado muy unidas. Le di de mamar cuando era usted un bebé, ¿se acuerda?

Sofía asintió. Se imaginó a Dominique y Antoine planeando enviar a Santiaguito a Argentina. No estaba resentida con ellos. De hecho, le habían dado el mejor hogar que podía tener. El hogar que ella había perdido era el que él había encontrado. Sonrió con amargura al darse cuenta de la ironía.

– ¿Qué te dijo?

– Nos dijo que volvería algún día, pero que no podía cuidar del niño. No hice preguntas, señorita Sofía, no quise meterme donde no me llamaban. Le creí e hice lo que pude por criar a Javier como a usted le habría gustado -dijo entre sorbidos con la voz temblorosa.