Выбрать главу

– Sé que lo hiciste. No te culpo. Necesitaba saberlo, eso es todo -dijo Sofía con calma, tranquilizando a Soledad con un apretón de manos. Soledad suspiró hondo y continuó.

– Entonces inventamos una historia sobre una sobrina de Antonio que acababa de morir y que en el testamento había dejado instrucciones a Antonio para que se hiciera cargo del bebé. Nadie lo puso en duda, ese tipo de cosas pasan constantemente. Todos se alegraron muchísimo por nosotros. Hacía treinta años que queríamos un niño. Dios había sido generoso con nosotros.

Su voz se redujo a un gutural farfulleo y una gruesa lágrima le cayó por la mejilla.

– Una semana más tarde el señor Paco llegó a nuestra casa en mitad de la noche con el pequeño Javier envuelto en un cobertor de muselina. Era muy hermoso. Igualito al niño Jesús, con unos ojos castaños enormes, como los suyos, y una piel suave y morena. Le quise desde el momento en que le vi y di gracias a Dios por su regalo. Era un milagro. Un milagro.

– Aparte de ti y de Antonio, mi padre es el único que lo sabe, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Y cómo le trató él? ¿Fue difícil para él?

– No lo sé, señorita Sofía, pero siempre fue especialmente amable con Javier. El niño le seguía por toda la granja como un perro. Tenían una buena relación, pero Javier fue siempre un gaucho. Era más feliz con nosotros que con su familia. No se encontraba a gusto en las casas grandes, se sentía fuera de lugar. Así que, a medida que fue creciendo, entre ellos fue abriéndose una distancia natural. Pero ya le digo, el señor Paco siempre ha sido especialmente bueno con Javier.

– ¿Cómo era de niño? -se atrevió a preguntar Sofía, aunque sabía que le dolería oír todo lo que se había perdido.

– Era muy descarado. Tenía sus arrebatos y el talento del señor Santiago. Siempre era el mejor en todo. El mejor montando a caballo, el mejor en la escuela…

– Yo nunca fui buena estudiante -dijo Sofía-. Eso no lo heredó de mí.

– Pero es que Javier tiene su propia personalidad, señorita Sofía -añadió Soledad con convencimiento.

– Lo sé, yo misma lo he visto. Esperaba que Javier se pareciera a mí, o que cojeara como Santi. Esperaba que tuviera esa seguridad, esa apariencia tan típicamente Solanas. ¿Sabes a qué me refiero? Pero es él mismo. Para mí no es más que un desconocido y sin embargo lo llevé dentro durante nueve meses y lo traje al mundo. Luego le abandoné -dijo, y su voz se desvaneció-. Al menos ya no me atormentará más no saber qué ha sido de él. Me hace feliz saber que te tiene como madre, Soledad, porque también fuiste mi madre -y se echó a llorar contra el pecho de su criada. Lloraba por lo que había perdido y lloraba por lo que había encontrado, y no sabía por cuál de las dos cosas lloraba más.

Esa noche apenas pudo dormir. Los sueños parecían llegar tanto cuando estaba despierta como cuando caía en un ligero sopor. Soñó que hacía el amor con Santi mientras le miraba a la cara, que de repente se convertía en la de Javier. Se despertó presa del pánico, encendió la luz y esperó a que los latidos de su corazón se tranquilizaran. Se sentía muy sola. Deseaba ser capaz de contarle a Santi lo de Javier, pero sabía el daño que causaría si lo hacía. Se preguntaba por qué Dominique nunca se lo había dicho y cómo habrían sido las cosas si hubiera conseguido hablar con ella esa vez que su agriada ama de llaves le había dicho que los señores estaban fuera del país.

Al principio había tenido miedo de decirle a Dominique y a Antoine que había cambiado de opinión porque no soportaba reconocer ante ellos que había cometido un error. Ellos le habían avisado y ella no los había escuchado. Si hubiera expresado antes su arrepentimiento, quizá le habrían dicho dónde estaba su hijo. Quizá hubiera vuelto a vivir a Argentina. Puede que incluso hubiera tenido un futuro con Santi, quién sabe. Al menos estaba segura de una cosa: su padre había actuado con amor y ella le estaba agradecida. Se había asegurado de que Santiaguito tuviera un buen hogar, una familia que le quisiera. Seguro que esperaba que terminara volviendo a casa. Ahora, por supuesto, ya era demasiado tarde. Demasiado tarde para todo.

Capítulo 48

Martes, 11 de noviembre de 1997

A la mañana siguiente, después de pasar un rato con María, Sofía fue a visitar la tumba del abuelo O'Dwyer. Puso unas flores junto a la lápida, que estaba llena de moho y de humedad. No creía que nadie fuera a menudo por allí, ya que al parecer la tumba llevaba años desatendida. Pasó la mano por la inscripción de la lápida y pensó en lo poco que le quedaba en Santa Catalina. Casi podía oír la voz de su abuelo hablándole desde su tumba, diciéndole que la vida era sólo un campo de entrenamiento y que no pretendía ser fácil. Estaba diseñada para instruir. Sin duda era una dura escuela.

Cuando iba ya a marcharse, la fantasmagórica figura de su madre apareció de detrás de los árboles. Llevaba unos pantalones blancos anchos y una camisa blanca de verano. Se había dejado el pelo suelto, que le caía sobre los hombros en rizos fláccidos de color rojo oscuro. Había envejecido.

– ¿Vienes alguna vez a hablar con el abuelo? -le preguntó Sofía en inglés cuando su madre se le acercó. Anna caminó hacia ella con las manos en los bolsillos y se quedó a la sombra del viejo eucalipto que protegía la tumba de las inclemencias del tiempo.

– En realidad no. Dejé de venir hace tiempo -dijo, y sonrió tristemente-. Supongo que vas a decirme que debería cuidar su tumba.

– No -respondió Sofía-. Al abuelo le gustaban las cosas naturales y salvajes, ¿verdad?

– Le gustarán tus flores -dijo, agachándose con dificultad para cogerlas y olerías.

– No, no creo que le gusten -se rió Sofía. ¡Ni siquiera las verá!

– No sé. Estaba lleno de sorpresas -dijo Anna, pegando la nariz a las flores antes de volver a ponerlas junto a la lápida-. Aunque nunca le gustaron mucho las flores -añadió, recordando que solía cortarles la cabeza con la podadera.

– ¿Le echas de menos? -preguntó Sofía con cautela.

– Sí. Le echo de menos.

Anna suspiró y tomó aliento. Miró a su hija y se detuvo por un instante, como intentando encontrar la mejor manera de decir algo. Se quedó con las manos en los bolsillos y con los hombros un poco encogidos, como si tuviera frío.

– Me arrepiento de muchas cosas, Sofía -dijo dubitativa-. Una de ellas es haber perdido a mi familia.

– Pero el abuelo vivió aquí.

– No, no me refiero a entonces. Me refiero a… -se puso las manos en la cintura y meneó la cabeza-. No, me arrepiento de haber huido de ellos.

A Sofía le pareció que a su madre le costaba mirarla a los ojos.

– ¿Huiste de ellos? -preguntó con sorpresa. Nunca había pensado en el matrimonio de su madre en esos términos-. ¿Por qué?

– Supongo que porque quería una vida mejor que la que me habían dado. Era egoísta y muy malcriada. Pensaba que merecía algo mejor. ¿Sabes?, lo curioso de hacernos viejos es que creemos que, con el tiempo, el dolor desaparecerá, pero el tiempo no tiene nada que ver con eso. En este momento me siento igual que hace cuarenta años. Lo único que ha cambiado es mi aspecto.

– ¿Cuándo empezaste a arrepentirte?

– Muy poco después de que tú nacieras mis padres vinieron a visitarme.

– Sí, recuerdo que me lo habías dicho.

– Bien, fue entonces cuando me di cuenta de que, si no pasas tiempo con la gente, terminas alejándote de ellos. Yo me había alejado de mi familia. Creo que mis padres nunca lo superaron. Entonces me di cuenta de que tú estabas cometiendo mis mismos errores. Intenté detenerte por todos los medios. Ahí estabas tú, huyendo de tu familia. ¡Y yo que pensaba que eras igual que tu padre!