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– Pero a ti no puede tenerte. ¿Es que no lo ves? Es imposible.

Sofía sabía que María tenía razón, pero no quería enfrentarse a la verdad. Todo era perfecto. Eran felices juntos. No podía imaginar que fuera a terminar.

María le cogió la mano y la apretó con firmeza.

– Sofía -continuó-, ahora todo está bien. Están viviendo un sueño, pero ¿qué harán cuando yo ya no esté? Santi tendrá que volver a Buenos Aires, tiene que atender sus negocios. Cuando todo vuelva a la normalidad, ¿qué será de ti? ¿Qué es lo que quieren? ¿Huir juntos? ¿Abandonar a sus familias?

– ¡No! ¡Sí! No lo sé -respondió Sofía totalmente confundida.

– Sofía. Estoy de acuerdo en que ustedes dos tienen derecho a estar juntos, pero ya es demasiado tarde. Adoro a mi hermano. Daría lo que fuera por que ambos fueran felices, pero no pueden destrozar la vida de los que los rodean. No podrían volver a mirarse al espejo. No podrían respetar a alguien que ha sido capaz de abandonar así a sus hijos. ¿De verdad puedes construir tu felicidad sobre la infelicidad de los demás?

– Le amo, María. Es lo único que me importa. Me despierto pensando en él y cuando duermo sólo sueño con él. Respiro el aire que él respira. Tengo que estar con él. No quiero vivir sin él. Sufrí demasiado cuando me separé de él. No puedo volver a pasar por eso.

– Haz lo que quieras -le dijo María cariñosamente-. Pero piensa en lo que te he dicho.

Sofía abrazó a su amiga, tan frágil y tan valiente al mismo tiempo. Sentía un gran amor por ella. Cuando se despidieron, las primeras gotas de lluvia empezaban a caer del cielo.

Capítulo 49

Miércoles, 12 de noviembre de 1997

El trueno rugió como si un león enfurecido recorriera los cielos. Sofía deseó correr a casa de Santi y refugiarse en sus brazos. La lluvia caía en densas ráfagas contra la ventana, repiqueteando con fuerza contra el cristal. Se quedó mirando el jardín a oscuras. Todavía hacía mucho calor. De vez en cuando un relámpago iluminaba su habitación con una llamarada plateada. No estaba asustada, sólo triste.

Las palabras de María deambulaban por su cabeza y no conseguía silenciarlas. ¿Era imposible que Santi y ella pudieran estar juntos? Había intentado dormirse, pero el trueno no hizo más que reflejar la tormenta que tenía lugar en su cabeza, y Sofía se revolvió presa de la angustia. Finalmente, salió al jardín y dejó que las gruesas gotas cayeran sobre ella. No le importaba mojarse. De hecho, casi lo agradecía, ya que el aire de la noche era húmedo y pegajoso. Disfrutó de la paz que reinaba en la oscuridad. Siempre tenía en ella un extraño efecto. Se perdía en ella. Caminó por el patio, meciéndose en la dulce melancolía de su desconsuelo. Amaba a Santi, pero ¿le amaba tanto como para desprenderse de él?

Miró el reloj a la luz del farol que el viento balanceaba encima de la puerta. Eran las tres de la madrugada. Sintió que un escalofrío le debilitaba el cuerpo durante unas décimas de segundo y de pronto el pánico se apoderó de ella. Sintió un terrible pesar en la esencia más profunda de su ser. Algo malo había ocurrido, lo sabía.

Corrió bajo la lluvia y el viento hacia la casa de Chiquita. No sabía lo que haría una vez que estuviera allí. Simplemente corría. El agua le empapaba la cara y el camisón de tal manera que se le había pegado al cuerpo como un manojo de hierbas. Cada vez que se oía un trueno, Sofía corría más rápido, saltando sobre la hierba cuando caía un relámpago. Al llegar a la casa llamó a golpes a la puerta. Cuando apareció el rostro de Miguel, arrugado y ansioso, Sofía cayó en sus brazos.

– ¡Algo malo ha pasado! -gritó sin aliento. Él la miró, visiblemente confundido, pero antes de que dijera nada Sofía le empujó y entró corriendo en la casa. Santi apareció de pronto y en cuestión de segundos todos estaban despiertos. Cuando Sofía entró en la habitación de María, sus miedos se confirmaron. María había muerto.

Sofía estaba desolada. Miguel y Chiquita se abrazaron como si de ello dependieran sus vidas. Panchito y Fernando se sentaron a llorar en una silla. Santi se arrodilló junto a la cama y acarició la mano y el rostro gris de María con resignación. Eduardo, que había estado junto a ella desde el principio, miraba por la ventana como en trance. ¿Y Sofía? No sabía qué hacer con ella misma. Se quedó donde estaba, inmóvil, como si sus sueños se estuvieran desintegrando a su alrededor.

Miró a su amiga por última vez. María era incluso más hermosa en brazos de la muerte que en vida. Tenía la piel de porcelana y una indescriptible expresión de paz en el rostro. Su decrépito cuerpo había quedado inmóvil y duro, y Sofía notó que no era más que una concha, una casa vacía donde su prima había vivido y de la que acababa de liberarse. La hacía feliz pensar que por fin había dejado de sufrir. Sabía que estaba en otra dimensión, una dimensión en la que la tristeza y la enfermedad ya no podían alcanzarla. Pero ¿y ellos?

Miguel besó a su hija en la frente y luego, junto con Chiquita, Fernando y Panchito, dejaron a Eduardo a solas con su esposa. Santi se acercó a Sofía con la cara gris de desesperación. La estrechó entre sus brazos y la condujo al pasillo, donde ambos se abandonaron al dolor. Después de llorar largo tiempo en silencio, él tomo el rostro de Sofía y le secó las lágrimas con los pulgares. Los ojos de Santi irradiaban ternura.

– ¿Yahora qué? -susurró Sofía, cuando se hubo controlado lo suficiente para poder hablar.

Santi meneó la cabeza y soltó un profundo suspiro.

– No lo sé, Chofi. No lo sé.

Pero ella sí lo sabía. María tenía razón.

Después de eso, los acontecimientos se sucedieron como entre tinieblas. María tuvo un funeral digno y discreto durante el cual Santi y Sofía apenas se miraron. Claudia y los niños habían vuelto con los hijos de María y Eduardo. No hubo risas. Había dejado de llover, pero el sol no logró inspirar felicidad en el corazón de nadie.

Sofía se sentó junto a sus padres en los incómodos bancos de la iglesia, y el padre Juan dio un fluido sermón con el que a todos se les saltaron las lágrimas. Más lágrimas. Sofía notó que sus padres se daban la mano y en un par de ocasiones se miraron con ternura. Su compasión conmovió a Sofía, que esperó que con la pérdida de María se hubieran reencontrado. El dolor se cernía sobre todos ellos cuando dieron su último adiós a esa joven que había tenido mucho por lo que vivir. Sofía apenas podía mirar a la familia de María sin ser presa de una indescriptible tristeza. Sus hijos ni siquiera se habían despedido de ella.

Enterraron a María en la pequeña tumba propiedad de la familia, junto con sus abuelos y otros parientes que habían muerto antes que ella. Sofía puso unas flores sobre el ataúd y dijo una corta plegaria por ella. En otro tiempo habría visto esa tumba como su propio destino final, pero ahora se daba cuenta de que a ella la enterrarían lejos de allí y de que habría otros rostros en su funeral.

Claudia miró a Sofía y parpadeó entre lágrimas. Sofía sabía lo que estaba pensando. Todo había terminado. Ya no tenía ninguna excusa para quedarse.

Abrazó a Chiquita y le dio las gracias por enviarle la carta.

– Me alegra que me encontraras y haber podido venir -le dijo con total sinceridad.

– Yo también me alegro de que hayas vuelto, Sofía -respondió-. Pero no fui yo quien te escribió.

Si Chiquita no le había escrito, ¿quién había sido?

Cuando volvían a los coches, apareció un taxi del que bajó un hombre al que Sofía reconoció. Era su hermano Agustín. Fue directo hacia Chiquita y Miguel, los abrazó y les dijo lo mucho que sentía la muerte de María.

– Pero he vuelto -dijo a Anna y a Paco con una sonrisa-. He dejado a Marianne y a los niños. He vuelto a casa.