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Cuando vio a Sofía la saludó con la educación propia de un extraño. En ese momento ella se dio cuenta de cuánto le habían quitado todos esos años de distancia. La habían cambiado por completo. Su sitio ya no estaba con ellos.

Cuando llegó a Santa Catalina llamó a David.

– David, María ya no está con nosotros -dijo muy triste.

– Lo siento mucho, cariño.

La voz de David estaba llena de cariño y compasión.

– Aquí ya no me queda nada. Vuelvo a casa.

– Llama y dime a qué hora llega tu vuelo. Iré a recogerte con las niñas.

– Oh, sí, por favor, trae a las niñas.

De pronto Sofía se sintió embargada por una fuerte oleada de añoranza.

Sofía hizo las maletas y se preparó para el largo viaje a casa. De repente Santa Catalina parecía remota y distante, como si intentara suavizar el dolor que sentía al irse. A las cinco, cuando las sombras empezaban a dejar sitio a una noche más fresca y refrescante, el coche la esperaba bajo los eucaliptos. Sofía se protegió bajo su sombra y se despidió de su padre.

– Esto es demasiado precipitado. ¿Cuándo volveremos a verte? -le preguntó él, aparentemente malhumorado, en un intento por disimular su tristeza, aunque ella podía ver por su expresión que no soportaba la idea de dejarla marchar.

– No lo sé, papá. Tienes que comprender que ésta ya no es mi casa -respondió, reprimiendo sus emociones-. Tengo un marido y dos niñas que me están esperando en Inglaterra.

– Pero si ni siquiera te has despedido de nadie.

– No me veo con fuerzas. Es mejor que me vaya así, en silencio. ¡No creo que haya hecho nunca nada en silencio! -soltó sin demasiado acierto.

– Este es tu sitio, Sofía -dijo su padre.

– Lo fue, y una parte de mí siempre estará aquí -respondió al tiempo que notaba que su padre dirigía la mirada hacia el campo de polo.

– Sí, es verdad -asintió Paco con un profundo suspiro.

– Gracias, papá -dijo, tocándole la mano. Él se giró hacia ella, sin estar seguro de entender lo que ella intentaba decirle-. Le diste un hogar a mi hijo -añadió-. Qué ironía, ¿verdad? Encontró su sitio en el hogar que yo perdí.

Los ojos de Paco brillaron mientras intentaba encontrar algo que decir.

– Hiciste lo mejor, papá -le dijo Sofía sin darle tiempo a intervenir-. Aunque lamento no haber vuelto con él. Si lo hubiera hecho, nunca me habría sentido extraña entre la gente a la que quiero.

Al oír esas palabras, Paco estrechó a su hija entre sus brazos. La apretó con tanta fuerza contra su pecho que Sofía supo que su padre le estaba ocultando las lágrimas. No quería que le viera llorar.

En ese momento Anna apareció por la puerta como un espectro. Las pasadas veinticuatro horas le habían dejado ojeras oscuras. Parecía cansada y derrotada.

– ¡Mamá! -exclamó Sofía sorprendida, separándose a regañadientes de su padre y secándose las lágrimas con la mano temblorosa.

– Me gustaría que te quedaras -dijo Anna en voz baja, acercándose a ella con una expresión de dulzura en el rostro. Salió a la luz del sol desde las sombras y tendió las manos hacia ella. Sofía las cogió-. Ahora María está con Dios -dijo.

– Lo sé. Está con el abuelo.

– ¿Nos llamarás? -preguntó Anna, y Sofía notó que sus ojos azules se humedecían.

– Sí. Me gustaría que algún día conocierais a mis hijas.

– Me encantaría -respondió su madre-. Siempre tendrás aquí tu habitación, aunque creo que ya es hora de vaciarla, ¿no te parece?

Sofía asintió y sonrió, emocionada. Podía ver remordimiento en los ojos de su madre, como si estuviera hablando desde el interior de la concha que había formado su cuerpo pero fuera incapaz de expresar físicamente sus emociones. Sofía era consciente de que Anna estaba luchando consigo misma. Instintivamente, dio ella el primer paso. Rodeó a su madre con los brazos y abrazó su delgado cuerpo. Anna no se resistió. Cuando abrazó a su madre, sintió que su cuerpo emanaba una calidez que no sentía desde hacía muchos años. Recordó los pocos momentos en que, cuando era niña, Anna la había estrechado entre sus brazos y le había demostrado su cariño. Seguía oliendo igual, y su olor abrió la última puerta a los recuerdos de Sofía. Notó que la pesadez resultante de años y años de resentimiento por fin la liberaba de sus garras. Quizá, como había sugerido Anna, ambas aprenderían a perdonar.

– Me alegra que hayas venido -dijo Anna sonriéndole.

De repente Sofía se acordó de la carta. Si Chiquita no la había escrito, tenía que haber sido su madre. Después de todo, sí que había deseado que volviera. Debía de haberla firmado con el nombre de su cuñada por miedo a que, si la firmaba ella, su hija jamás volvería.

– La carta… fuiste tú, ¿verdad? -preguntó Sofía con una sonrisa-. Qué astuta, mamá.

– También yo sé ser astuta, Sofía -la regañó-. Ah, espera un segundo, no te vayas todavía. Tengo algo para ti -dijo con un repentino e inusual arranque de entusiasmo-. Es algo que deberías de tener contigo hace años. Espera, voy a buscarlo.

Anna se perdió en la oscuridad de la casa. Paco percibió una alegría en su forma de caminar que le recordó a la Ana Melodía que había perdido hacía mucho tiempo, ya no recordaba exactamente cuándo, y le temblaron los labios con la esperanza de que quizá pudiera volver a encontrarla. Cuando Anna regresó llevaba un paquete en las manos. Se lo dio a su hija, que le dio la vuelta con curiosidad. Empezó a romper el papel.

– Ábrelo en el coche -insistió Anna, poniendo una mano sobre el paquete para que Sofía no pudiera ver lo que contenía-. Te recordará a nosotros.

Sofía parpadeó al mirar a su madre, pero tenía los ojos tan velados por las lágrimas que apenas distinguió sus rasgos.

Paco abrazó por última vez a su hija, aliviado al haber compartido con ella el secreto que había guardado durante veinticuatro años. Ya no había más secretos que los separaran. Sofía le había dado las gracias por haber dado a Javier el mejor hogar que jamás podría haber tenido. Su sitio estaba en Santa Catalina.

Sofía le devolvió el abrazo, consciente de que pasarían muchas lunas hasta que volviera a abrazarle. Miró por última vez el lugar que había sido su casa y se dio cuenta de que, aunque ella había cambiado y había seguido adelante con su vida, Santa Catalina viviría en su corazón y en su memoria, inmaculada, como esas fotos de color sepia de otros tiempos más felices. María también estaría allí y su rostro radiante sonreiría entre los hibiscos y las plumbagináceas.

Subió al coche y saludó con la mano por última vez a sus padres, que, tras años distanciados de ella, por fin habían conocido a su hija. Rompió el papel rojo con impaciencia. ¿Qué podía haberle comprado su madre? Cuando sacó un cinturón de cuero negro con la hebilla de plata en la que estaban grabadas sus iniciales, la humedad de sus ojos se convirtió en un torrente de lágrimas gruesas y emocionadas.

A medida que el coche avanzaba por la larga avenida de altos árboles y la casa desaparecía en las sombras, le dijo al chófer:

– Gira a la izquierda al final de la avenida. Hay un sitio al que quiero ir antes de que salgamos a la carretera.

Y le indicó el camino que llevaba al ombú.

Capítulo 50

El coche iba dando tumbos por el camino hasta que no pudo seguir avan2ando. Cuando llegaron al final del camino, Sofía pidió al conductor que la esperara. Recorrería el resto a pie. Después de la tormenta el aire era frío y la hierba parecía aún más verde, gracias a la lluvia que tan desesperadamente había necesitado. Con el corazón en un puño, avanzó por el sendero que tantas veces había recorrido durante los últimos días. Se sentía totalmente vacía de emociones, como si sus nervios hubieran dicho basta y se negaran a seguir sintiendo.