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Llegó al árbol que había sido testigo de sus peores momentos. Se erguía mayestático y orgulloso, como un viejo amigo que nunca juzgaba, sino que observaba desde un sabio silencio. Pasó la mano por el tronco con cariño y recordó los tiempos felices con Santi. Al mirar los campos vio a los gauchos jugando al polo en el calor de la distancia con los torsos desnudos y bronceados. Javier era uno de ellos. No podía distinguirle, pero sabía que estaba allí. Allí, en el lugar al que pertenecía.

De pronto sintió una presencia. Se giró y se encontró con el rostro solemne de Santi. Parecía tan sorprendido como ella.

– Me han dicho que te habías ido. No sabía qué hacer con mi vida -exclamó atormentado y se acercó a ella para abrazarla.

– No podía soportar tener que volver a decirte adiós. No podía -murmuró Sofía, presa de una aplastante sensación de desconsuelo.

– Había vuelto a encontrarte -dijo Santi desolado-. No puedo dejarte marchar ahora.

– Lo nuestro es imposible, ¿verdad? Ojalá…

– No -dijo él con voz ahogada-. Si empezamos con los «ojalás» sólo conseguiremos hacernos más daño.

Hundió la nariz en el pelo de Sofía como si quisiera esconderse de lo inevitable.

– No sería la mujer que amas si fuera capaz de abandonar a mis hijas -dijo Sofía sin ocultar su tristeza, recordando el consejo de María. Pensó en Javier. El dolor que le había producido abandonarle años atrás todavía le oprimía la conciencia.

– Lo único que quiero es respirar el aire que tú respiras.

– Pero María tenía razón. Ahora tenemos vidas muy distintas y familias a las que queremos. No podemos destruir a toda esa gente.

– Lo sé. Pero sigo pensando en la forma de poder llevar esto adelante.

– No la hay. Mi sitio ya no está aquí.

– Tu sitio está conmigo. Nuestro sitio está donde estemos juntos, para siempre.

– Es un sueño hermoso, un maravilloso «lo que habría podido ser». Pero es imposible. Sabes que es imposible.

Él asintió y suspiró con resignación.

– Entonces deja que grabe tu cara en mi memoria para no olvidarla nunca -dijo solemnemente, acariciándole la mejilla con el dedo. Le besó los ojos, «suaves y castaños como el azúcar», dijo; luego le besó la nariz, las sienes, la frente y la mandíbula, diciéndole por qué amaba cada parte de su rostro a medida que las besaba. Entonces llegó a sus labios.

– Nunca olvidaré tu sabor, Chofi, ni tu olor.

Saboreó la sal de las lágrimas de Sofía cuando la besaba.

Se abrazaron. Al mirarle a los ojos, esos ojos verdes como el mar, Sofía supo que viviría en sus más secretas profundidades, y que de noche, cuando fantasía y realidad son una, aparecería para volver a amar a Santi. Besó sus labios por última vez, y el sabor de Santi quedó con ella hasta mucho después de que se hubieran separado. Se giró una vez para ver su figura solitaria sentada al pie de su árbol. Le dijo adiós con la mano y luego se giró y se alejó. Esa imagen de él sentado solo debajo del ombú aparecería más adelante cada vez que cerrara los ojos.

♦ ♦ ♦

Dijeron que el ombú no crecería en Inglaterra, pero elegí un rincón de mi jardín en Gloucestershire donde le diera el sol y lo planté de todas formas. Creció.

Agradecimientos

Quiero expresar mi cordial agradecimiento a mi «familia» argentina, que me acogió en su mundo. Compartieron conmigo su hogar y su país, y me hicieron amar a ambos. Sin ellos, este libro nunca podría haberse escrito.

Quiero también agradecer a mi amiga Katie Rock, a mi agente Jo Frank, y a Kirsty Fowkes, mi editora, por sus valiosos consejos y apoyo, y a mi madre por sus recuerdos.

Santa Montefiore

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