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– El encanto personal no lo es todo en la vida -dijo, sabio, el abuelo antes de salir a paso ligero en dirección a la casa.

– ¿Adónde vas? Está saliendo el sol.

– Es hora de tomarme una copa.

– Abuelo, son las cuatro.

– Exacto -y girándose hacia ella le guiñó el ojo-. No le digas nada a tu madre. Sígueme.

Dermot llevó de la mano a su nieta hasta la casa. Entró por la puerta de la cocina para no encontrarse con Anna. Recorrieron furtivamente el pasillo embaldosado, dejando a su paso un rastro brillante. Después de mirar a derecha y a izquierda, el abuelo abrió con cautela el armario de la ropa blanca.

– Así que es aquí donde lo guardas -susurró Sofía viendo cómo la mano del viejo Dermot desaparecía entre las toallas y volvía a aparecer con una botella de whisky-. ¿No te da miedo que Soledad la encuentre?

– Soledad es mi cómplice. Esa mujer sí que sabe guardar un secreto -dijo, pasándose la lengua por los labios-. Acompáñame si tú también quieres ser mi cómplice.

Sofía le siguió de vuelta por el pasillo hasta la puerta de la cocina y de allí a través del patio hacia los árboles.

– ¿Adónde vamos?

– A mi lugar secreto.

– ¿Tu lugar secreto? -repitió Sofía, a quien le encantaba intrigar-. Yo también tengo un lugar secreto. -Pero su abuelo ya no la escuchaba. Apretaba la botella de whisky contra el pecho como una madre primeriza que nevara a su bebé en brazos-. Es el ombú -dijo.

– Seguro que sí, seguro que sí -murmuró el abuelo delante de ella, casi corriendo a causa de la impaciencia. Por fin llegaron a un pequeño cobertizo de madera. Sofía debía de haber pasado por allí cientos de veces y nunca lo había visto.

Dermot abrió la puerta y la llevó dentro. Estaba oscuro y húmedo. El cristal de la ventana que protegía el interior de la lluvia era pequeño y estaba cubierto de musgo, por lo que apenas entraba la luz. El techo era como un colador gigante por el que se filtraban enormes goterones que caían en el suelo y sobre los muebles que, por otro lado, ya no estaban para demasiados miramientos: la mesa estaba claramente podrida, y había un montón de estantes medio deshechos que colgaban a duras penas de la pared.

– Esto era el cobertizo de Antonio -dijo Dermot, sentándose en el banco-. Déjate de ceremonias, Sofía Melody. Toma asiento. -Sofía se sentó y se puso a temblar-. Esta es la cura para resfriados del doctor Dermot -añadió, pasando la botella a Sofía después de haber tomado un gran trago-. Ah, desde luego no hay nada mejor -gorjeó feliz. Sofía se llevó la botella a la nariz y la olió-. No la huelas, niña, bebe.

– Esto son palabras mayores, abuelo -dijo Sofía antes de darle un buen trago. Cuando la bola de fuego le bajó por la garganta, su cuerpo sufrió una convulsión y abrió la boca como un dragón a la vez que soltaba un gemido largo y agonizante.

– Buena chica -asintió él, dándole una palmadita en la espalda. Durante un segundo Sofía fue incapaz de respirar, aunque al instante el fuego se le coló en las venas y recorrió su cuerpo, convirtiendo el dolor en un placer exquisito. En ese momento pudo inspirar de nuevo. Se giró hacia su abuelo con las mejillas encendidas y le dedicó una vaga sonrisa antes de coger la botella para darle otro sorbo.

– Qué calladito te lo tenías, abuelo. Qué calladito -añadió entre risas mientras se llevaba la botella a los labios. Después de unos cuantos tragos ya no se sintió mojada ni tampoco enfadada con Agustín. De hecho, pensó, quiero a Agustín, a Rafa y a mamá. Los quiero. Se sentía mareada y feliz, delirantemente feliz, como si nada en el mundo importara y todo fuera divertido. Se reía por cualquier cosa. De repente, todo le resultaba gracioso. Dermot empezó a contarle estrambóticas historias dislocadas sobre sus «tiempos en Irlanda», y Sofía le escuchaba a medias con una sonrisa que oscilaba vagamente en su rostro resplandeciente. Luego, el abuelo se empeñó en enseñarle algunas canciones irlandesas.

– La conocí en el jardín donde crecen los praties… -empezó. Para Sofía, en su estado de embriaguez, el abuelo tenía la voz más hermosa que jamás había escuchado.

– Eres como un ángel, abuelo. Un ángel -dijo con voz titubeante y con la mirada turbia.

A ninguno de los dos les importaba cuánto tiempo habían estado en el cobertizo, pero en cuanto Dermot bebió la última gota de la botella, decidieron volver a la casa.

– Shhh -susurró Sofía, intentando llevarse un dedo a los labios, aunque de hecho terminó llevándoselo a la nariz-. ¡Oh! -soltó, sorprendida, quitándoselo de la nariz con la mano temblorosa.

– No hagas ruido -dijo Dermot en voz alta-. Ni un solo ruido. -Luego se echó a reír a carcajadas-. Jesús, niña, sólo le has dado unos cuantos sorbos y mira cómo estás.

– Shhhh -volvió a susurrar Sofía, agarrándose a él para no perder el equilibrio-. Te has bebido toda la botella, toda. No puedo creer que te puedas tener en pie -exclamó mientras avanzaban trastabillando en la oscuridad.

– La conocí en el jardín donde crecen los praties… -empezó Dermot de nuevo. Sofía se unió a él sin mantener el tono, repitiendo la letra de la canción una palabra por detrás de él.

Cuando intentaban sin éxito abrir el paño de la puerta, ésta se abrió de pronto.

– ¡Ábrete, sésamo! -apenas logró articular Dermot, echando atrás los brazos.

– ¡Por Dios, señor O'Dwyer! -jadeó Soledad-. ¡Señorita Sofía! -retrocedió al ver a Sofía con las mejillas encendidas y una estúpida sonrisa en los labios. Soledad los metió en la casa y a toda prisa se llevó a Sofía por el pasillo a su habitación. Dermot salió dando tumbos en dirección opuesta. Cuando entró en el salón, Soledad oyó los gritos de horror de la señora Anna.

– ¡Dios mío, papá! -chilló. A continuación se oyó un estrépito. Probablemente la botella había ido a estrellarse contra las baldosas del suelo. Soledad no se quedó a escuchar lo que venía. Cerró silenciosamente tras de sí la puerta que daba a sus dependencias.

– Querida niña, ¿qué has hecho? -se lamentó cuando ambas estuvieron a salvo en su habitación. Sofía le dirigió una sonrisa vacía.

– «La conocí en el jardín donde crecen los praties» -murmuró.

Soledad la ayudó a desvestirse y preparó un baño caliente. Luego la obligó a beber un vaso de agua mezclada con una buena dosis de sal. Sofía no tardó en ir al inodoro y vomitar el fuego que le había hecho sentirse como si nada importara. La sensación había sido fantástica, pero ahora tenía náuseas y se daba lástima. Después de un baño caliente y de un vaso de leche hirviendo, Soledad la metió en la cama.

– ¿En qué estarías tú pensando? -preguntó, mientras se le dibujaba una profunda arruga en la suave piel marrón de la frente.

– No lo sé. Pasó y ya está -gimió Sofía.

– Has tenido suerte de haber necesitado sólo un par de sorbos para emborracharte. Pobre señor O'Dwyer, va a tardar toda la noche en recuperarse -dijo Soledad, compasiva-. Voy a ir a decirle a la señora Anna que no te encuentras bien, ¿te parece?

– ¿Tú crees que me creerá?

– ¿Y por qué no? Ya no hueles a alcohol. Has tenido suerte de haberte librado de la que te esperaba. ¿Tienes idea de la que te habría caído encima si tu madre llega a descubrirte?

– Gracias, Soledad -dijo Sofía en voz baja cuando Soledad iba hacia la puerta.

– Ya estoy acostumbrada a cubrir a tu abuelo. Nunca pensé que acabaría cubriéndote a ti -dijo echándose a reír mientras sus grandes pechos se agitaban debajo del uniforme.

Sofía casi había caído en un sueño profundo cuando se abrió la puerta y entró Anna.

– Sofía -dijo con suavidad-. ¿Qué tienes? -A continuación se acercó a ella y le puso la mano sobre la frente-. Mmmm, tienes un poco de fiebre. Pobrecita.