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– Estaré mejor por la mañana -dijo Sofía entre dientes, mirando, culpable, a su madre desde debajo de la manta.

– No como tu abuelo, que mañana estará enfermo como un demonio -dijo cortante.

– ¿Él también está enfermo?

– ¿Enfermo? Apuesto a que eso es lo que a él le gustaría. No -dijo, llevándose las manos a la cintura y soltando un suspiro cansado-. Ha estado bebiendo otra vez.

– Oh.

– No sé dónde esconde esas malditas botellas. Si encuentro una, él esconde otra. Un día le va a llevar a la tumba.

– ¿Dónde está?

– Tirado en su sillón, roncando como un cerdo.

– ¡Mamá! -jadeó Sofía. Deseaba que Soledad atajara la borrachera del abuelo como lo había hecho con ella.

– Bueno, es culpa suya. Ya no puedo repetírselo más. Como no me escucha, no pienso seguir sermoneándole.

– ¿Vas a dejarle ahí?

– Sí, eso es lo que voy a hacer -repitió Anna con brusquedad-. ¿Por qué? ¿Qué quieres que haga?

– No sé, meterlo en la cama y darle un vaso de leche caliente -dijo Sofía, esperanzada. Su madre se rió de ella.

– Tendrá suerte si le doy algo de comer. Por cierto -dijo, y cambió su tono de voz. Sofía parpadeó bajo las sábanas-, Agustín me ha dicho que hoy no has estado muy educada.

– ¿Educada? Hemos jugado al backgammon y me ha ganado. Debería contentarse con haber ganado.

– Eso no tiene nada que ver y lo sabes -dijo Anna, tirante-. No hay nada más indigno que un mal perdedor, Sofía. Me ha dicho que te has ido dejando muy mal ambiente. Que no me entere de que vuelve a ocurrir. ¿Está claro?

– Agustín exagera. ¿Qué ha dicho Rafa?

– No quiero seguir hablando del tema, Sofía. Limítate a asegurarte de que no vuelva a ocurrir. No quiero que la gente piense que no te he educado correctamente. Porque no es así como te he educado, ¿verdad que no?

– No -replicó Sofía automáticamente. Agustín es una serpiente y un tramposo, pensó, enfadada. Pero tenía demasiado sueño para discutir. Vio cómo su madre salía de la habitación y suspiró, aliviada, por no haber sido descubierta. Pensó en su abuelo dormido en el sillón, mojado, borracho e incómodo, y tuvo ganas de ir a cuidarle. Pero se sentía demasiado indispuesta para levantarse. Más tarde, cuando Soledad entró sin hacer ruido en el cuarto para ver si estaba bien, Sofía estaba lejos, muy lejos de allí, galopando sobre las nubes con Santi.

Capítulo 5

Londres, 1947

Aunque la mañana era fría y nublada, a Anna Melody O'Dwyer le encantó Londres. Abrió los enormes ventanales de la habitación del hotel de South Kensington en el que se hospedaba y salió al pequeño balcón. Se arrebujó en el camisón e imaginó que el hotel era su palacio y que ella era una princesa inglesa. Miró la calle envuelta por la niebla, los árboles desnudos que se alineaban en la acera, retorcidos y tullidos bajo el frío, y deseó poder irse de Glengariff para disfrutar de la atmósfera romántica de Londres. El asfalto brillaba bajo la luz amarillenta de las farolas y algunos coches zumbaban al pasar, como grises fantasmas, desapareciendo en la niebla. Era temprano, pero Anna estaba tan entusiasmada que no podía dormir. Volvió a entrar de puntillas a la habitación y cerró con cuidado los ventanales para no despertar a su madre y a la gorda tía Dorothy, que dormía como una morsa en la habitación contigua.

Se dirigió a la mesa de mármol y cogió una manzana del frutero. Nunca había visto tanto lujo, aunque a menudo había soñado con ello. Aquel era la clase de hotel en el que vivían las estrellas de Hollywood. Su madre había pedido una suite. La suite comprendía un salón, un dormitorio y un cuarto de baño. En realidad el dormitorio era para dos personas, pero cuando le dijeron al conserje que para ellas ese era un fin de semana muy especial, él ordenó poner una cama extra para que las tres pudieran dormir juntas. Su madre estuvo a punto de decirle que no podían pagar una suite más grande, que su familia había hecho lo imposible para dar a su hija un fin de semana de lujo, pero Anna la había hecho callar. Era el único fin de semana de su vida en que iba a poder vivir como una princesa y no tenía la menor intención de que se estropeara por culpa de que un despreciable conserje la mirara por encima del hombro.

Anna Melody O'Dwyer se casaba. Conocía a Sean O'Mara desde que era niña y casarse con él parecía la decisión más lógica. Sus padres estaban contentos. Pero Anna no amaba a Sean, al menos, no de la forma que creía que se debe amar a un prometido. Sean no era un sueño de hombre. Anna no esperaba con ansia la noche de bodas; de hecho, predecía que iba a resultar una experiencia decepcionante, y pensarlo le daba escalofríos. Había pospuesto aquel momento cuanto había podido, pero era lo que sus padres querían, así que no tuvo más remedio que bailar al ritmo que se le imponía, a pesar de que la música no le agradara en absoluto. Como no había nadie más en Glengariff con quien pudiera casarse, tendría que conformarse con Sean O'Mara. Ambos habían quedado emparejados desde que nacieron. Parecía no haber forma de librarse de él, o de Glengariff. Vivirían con los padres de ella y con la tía Dorothy hasta que Sean hubiera ganado lo suficiente para comprar una casa propia. En realidad, Anna esperaba que ese momento tardara en llegar. Su madre había creado un hogar tan acogedor que no tenía ninguna prisa por irse de allí. La idea de cocinar para un marido todas las noches le daba ganas de llorar. La vida tenía que ser más que eso.

Bien, estaba en el hotel De Vere, rodeada de tanta elegancia y belleza que no podía evitar preguntarse cómo sería su vida si se casara con un conde o con un príncipe. Abrió los grifos de la bañera y vertió en el agua la mitad de la botella de gel de baño Floris con que el hotel obsequiaba a sus clientes, para que la habitación se llenara de la fuerte esencia a rosas. Luego se metió en el agua caliente y se quedó allí estirada hasta que el espejo pudo compararse a la niebla que cubría la calle y a duras penas podía respirar a causa del vapor. Se abandonó a sus fantasías favoritas, rodeada de mármol y de oropeles, botellas enormes de sales de baño y perfume. Cuando salió, se embadurnó el cuerpo entero con la loción de baño que venía con el aceite y se pasó un peine por la melena pelirroja antes de recogerla en un moño bajo. Se sentía hermosa y sofisticada. Nunca se había visto tan atractiva y el corazón le bailaba en el pecho. Cuando su madre y su tía despertaron, Anna se había puesto el vestido de los domingos y se había pintado las uñas de rojo.

A Emer no le gustaban las mujeres que se pintaban las uñas o la cara, y cuando vio a su hija maquillada como una estrella de cine estuvo a punto de decirle que se quitara eso de inmediato. Pero era el fin de semana de Anna Melody y no quería estropearlo, así que no dijo nada. Más tarde, cuando Anna estaba en el probador de Marshall & Snelgrove, los fabulosos grandes almacenes de la famosa Oxford Street, aseguró por lo bajo a su hermana que Anna volvería a ser la de siempre una vez que volvieran a Glengariff. Era el fin de semana anterior a su boda y podía hacer lo que quisiera.

– Seamos sinceras, Dorothy -dijo-, la vida ya será bastante dura para ella cuando se haya casado y haya tenido hijos, así que lo menos que podemos hacer es consentirla mientras podamos.

– ¿Consentirla, Emer Melody? -dijo resollando la tía Dorothy, horrorizada-. Dermot y tú habéis dado a esa palabra un significado totalmente nuevo.

Emer y la tía Dorothy se habían puesto elegantes para el viaje. Ambas caminaban por las calles mojadas sobre sus sólidos tacones, con sus gruesos trajes y sus guantes de cabritilla. Dorothy había embellecido su atuendo con una sarnosa estola de piel de zorro, cabeza y pezuñas incluidas, que había encontrado en una tienda de segunda mano de Dublín. Colgaba de su enorme hombro, con la mandíbula apoyada en el pecho que había conseguido milagrosamente contener tras los agonizantes botones del traje. Sobre sus cabezas, y gracias a un sinnúmero de horquillas, se mantenían en equilibrio dos pequeños sombreros, cuyas redes les cubrían los ojos. «No podemos fallar a Anna Melody», había dicho esa mañana Emer mientras se vestían. La tía Dorothy se había pintado los labios de un rojo sangre a la vez que se preguntaba cuántas veces había oído a su hermana decir eso. Pero no se mostró en desacuerdo. Después de todo, era el gran fin de semana de Anna Melody y no era momento de sincerarse. Pero lo haría algún día. Por Dios que uno de esos días terminaría diciendo lo que pensaba.