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Agotadas después de tantas compras, aunque todavía llena de energía a causa de la excitación que provocaba en ella su primera visita a Londres, Anna esperaba en el vestíbulo del hotel Brown's a que su madre y su tía terminaran de empolvarse la nariz en el servicio de señoras antes de entrar en el famoso salón del té del hotel. Fue allí donde conoció a Paco Solanas. Ella esperaba sentada con las bolsas desparramadas alrededor de los pies, cuando entró él. Era un hombre lleno de carisma, y todas las cabezas que llenaban en ese momento el salón se volvieron a mirarle. Tenía el pelo rubio rojizo y lo llevaba muy corto. Sus ojos eran de un azul tan intenso que Anna pensó que podrían partirla en dos si la miraba. Por supuesto, fue eso precisamente lo que él hizo.

Después de buscar por todo el vestíbulo, su mirada terminó posándose en la joven increíblemente hermosa que leía una revista en una esquina. La estudió durante un instante. Ella era consciente de su mirada y sintió cómo le ardían las mejillas. Cuando se sonrojaba, Anna perdía parte de su belleza. La cara y el cuello se le enrojecieron y se le llenaron de manchas, a pesar del maquillaje que con tanto esmero se había aplicado. Sin embargo, Paco se sintió extrañamente intrigado. Parecía una niña que jugara a ser mujer. Ni el maquillaje ni el vestido la favorecían, aunque se sentaba con la sofisticación de una aristócrata inglesa.

Fue hasta ella y se acomodó en el sillón de cuero que había junto al suyo. Anna sintió su presencia a su lado y le temblaron las manos. La presencia de Paco era tan fuerte que la sobrecogió, y el penetrante olor de su colonia hizo que la cabeza le diera vueltas. Él se dio cuenta de que la revista de Anna temblaba y se vio enamorándose de esa pálida joven a la que ni siquiera conocía. Dijo algo en una lengua extranjera y su voz sonó profunda e imponente. Anna tomó aliento y bajó la revista. ¿Le hablaba a ella? Cuando miró a Paco vio sus ojos gris-azulados; había algo salvaje en su expresión, y de pronto él sintió la necesidad de pelear con ella y de domesticarla como hacía con los ponis que tenía en Santa Catalina. Anna parpadeó, inquieta.

– Es usted demasiado bella para estar sentada aquí sola -le dijo con un fuerte acento-. He venido a encontrarme con alguien, pero se retrasa. Me alegro de que así sea. Espero que ni siquiera aparezca. ¿También espera usted a alguien?

Anna miró su rostro esperanzado y respondió que estaba esperando a que su madre y su tía llegaran para tomar el té. Él pareció aliviado.

– Entonces, ¿no espera usted a su marido? -dijo, y ella percibió el malicioso centelleo que brilló por un segundo en sus ojos. Paco bajó la mirada hacia la mano izquierda de Anna y añadió-: No, no está usted casada. Eso me hace muy feliz.

Ella se echó a reír y volvió a bajar la mirada. Era consciente de que no debía estar hablando con un desconocido, pero había honradez en la expresión de Paco, o al menos eso es lo que ella creyó ver en él, y además estaba en Londres, la ciudad del romance. Esperaba que su madre y su tía tardaran en aparecer y poder disfrutar así de unos cuantos minutos más. Nunca había visto a un hombre tan guapo.

– ¿Vive usted aquí? -preguntó Paco.

– No, he venido a pasar el fin de semana. He venido de compras y… -Anna se preguntó a qué debían ir las chicas ricas a Londres y añadió-: a ver algunos museos e iglesias.

Él pareció impresionado.

– ¿De dónde es usted?

– De Irlanda. Soy irlandesa.

– Yo también estoy lejos de casa.

– ¿De dónde es usted? -preguntó Anna. Cuando respondió, el rostro de Paco se encendió de puro entusiasmo.

– Soy de Argentina, el país de Dios. Allí donde el sol es del tamaño de una naranja gigante y el cielo es tan inmenso que es como el reflejo del reino celestial.

Anna sonrió ante la poesía de aquella descripción. Él la miraba tan fijo a los ojos que ella se sintió totalmente incapaz de apartar la mirada. De repente la aterró la idea de que él se fuera y de no volver a verle.

– ¿Y qué hace usted aquí? -preguntó, sintiendo cómo se le tensaba la garganta por la emoción. Por favor, Dios, no dejes que se vaya, rezó. Danos más tiempo.

– Estoy estudiando. Llevo aquí dos años, y en todo este tiempo no he vuelto a casa. ¡Imagínese! Pero me encanta Londres -dijo, antes de que su voz se apagara. Mantuvo sus ojos fijos en los de ella hasta que, impulsivo, añadió-: Quiero enseñarle mi país.

Anna soltó una risa nerviosa y apartó la vista, pero cuando volvió a mirarle, se encontró con que él seguía con sus ojos fijos en ella.

Su madre y su tía entraron en el vestíbulo y buscaron a Anna Melody con la mirada. Fue la tía Dorothy quien la vio, sentada en una esquina y en profunda conversación con un joven desconocido.

– Jesús, María y José, Emer, ¿qué está haciendo ahora? ¿Qué diría el pobre Sean O'Mara si la viera hablando así con un desconocido? Fíjate en su rostro. No tendríamos que haberla dejado sola.

– ¡Dios mío, Dorothy! -exclamó Emer, acalorada-. Ve a buscarla antes de que haga algo de lo que tenga que arrepentirse.

Anna vio a su tía acercándose por el vestíbulo como un Panzer y, desesperada, se giró hacia su nuevo amigo. Él le tomó la mano y la estrechó entre las suyas.

– Veámonos hoy a medianoche -dijo Paco. La urgencia de su voz hizo que a Anna el estómago le diera un vuelco. Asintió con entusiasmo antes de que él se pusiera en pie, saludara con una pequeña inclinación a la tía Dorothy y se retirara a toda prisa.

– Por el amor de Dios, Anna Melody O'Dwyer, ¿se puede saber que estás haciendo hablando con un desconocido, por muy guapo que sea? -jadeó mientras veía cómo Paco desaparecía por la puerta giratoria. Anna se sentía acalorada y débil, y muy excitada.

– No te preocupes, tía Dorothy, esto es Londres. Aquí no hay ninguna ley que impida que un hombre haga compañía a una chica mientras está sentada sola -contestó, segura de sí, aunque por dentro los nervios le zumbaban como si estuvieran cargados de electricidad.

Anna se perdió en sus ensoñaciones durante el té. No paró de rasguñar su taza con la cucharilla de plata. La tía Dorothy untó mantequilla a su tercer panecillo.

– Estos bollos están muy buenos, buenísimos. Anna Melody, ¿es necesario que hagas ese ruido? Me estás destrozando los tímpanos. -Anna suspiró y apoyó la espalda en el respaldo de la silla-. ¿Qué te pasa? ¿Demasiadas compras?

– Estoy cansada, eso es todo -respondió Anna, y miró por la ventana con la esperanza de ver pasar a Paco. Quizá ocurriera. Volvió a imaginar su rostro e intentó mantener viva la imagen, temiendo que si permitía que siguiera nadando en el fondo de su cabeza, terminaría hundiéndose y perdiéndose para siempre.

– Tranquila, querida. Volveremos directamente al hotel en cuanto terminemos de tomar el té. ¿Por qué no comes un panecillo caliente con mantequilla? Están deliciosos -sugirió su madre con suavidad.

– Esta noche no quiero ir al teatro -dijo Anna, petulante, enfurruñándose y concentrándose en su taza de té-. Estoy demasiado cansada.

– ¿No quieres ver Oklahoma? Pero Anna, la mayoría de las chicas de tu edad no tienen la suerte de venir a Londres, y mucho menos de ir al teatro -soltó la tía Dorothy, volviendo a colocar el zorro que parecía avanzar arañándola hacia su pecho-. Las entradas son muy caras.