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– Dorothy, si Anna Melody no quiere ir al teatro, no tiene por qué ir. Es su fin de semana, ¿recuerdas? -dijo Emer, poniendo una mano en el brazo de su hija. La tía Dorothy apretó los labios y resopló por la nariz como un toro furioso.

– Oh, y supongo que tú te quedarás con ella -dijo, enojada.

– No puedo dejarla sola en una ciudad desconocida. No sería justo.

– ¿Que no sería justo, Emer? Esas entradas nos han costado mucho dinero. ¡Llevo años queriendo ver Oklahoma!

– Bien, volvamos al hotel y pongamos un rato los pies en alto. Puede que con eso te encuentres un poco mejor -dijo Emer, asintiendo en dirección a su hija.

– Lo siento, Emer. Puedo aguantar lo que haga falta, pero cuando se trata de dinero, no pienso soportar que Anna Melody vaya por ahí derrochándolo simplemente porque le da igual. No es más que una niña caprichosa, Emer. Dermot y tú siempre habéis dejado que se salga con la suya. No le estáis haciendo ningún bien, te aviso.

Totalmente ajena al enfado de su tía, Anna cruzó los brazos y volvió a mirar por la ventana. Deseaba que llegara la medianoche. No quería ir al teatro. No quería ir a ninguna parte. Sólo quería sentarse en el vestíbulo y esperar a Paco.

♦ ♦ ♦

Anna acabó yendo al teatro. Tuvo que hacerlo. La tía Dorothy había amenazado con enviarla de vuelta a Glengariff si no iba. Al fin y al cabo, la mitad del dinero era de ella. Así que Anna tuvo que aguantar el musical entero, ignorando las melodías pegadizas que su madre y su tía iban a cantar alegremente una y otra vez durante los siguientes dos meses, y planeando en silencio cómo llegar al hotel Brown's en mitad de la noche desde South Kensington sin dinero propio. Obviamente, él había pensado que ella se hospedaba en el Brown's. Tenía que llegar, fuera como fuera.

Ya de vuelta al hotel, su madre y su tía no tardaron en caer profundamente dormidas. La tía Dorothy empezó a roncar fuertísimo por la nariz en cuanto se quedó dormida boca arriba. Una o dos veces un ronquido demasiado fuerte estuvo a punto de despertarla; durante un segundo se balanceó entre la conciencia y la inconsciencia antes de volver a sumergirse en el particular mundo de sus sueños. Emer, en muchos aspectos más delicada que su hermana, dormía en silencio, acurrucada como una niña.

Anna se vistió sin hacer ruido, llenó de almohadas la cama a fin de dar la impresión de que seguía allí en caso de que uno de esos ronquidos terminara por despertar a su tía o a su madre, y registró el monedero de la tía Dorothy en busca de dinero. El conserje fue de gran ayuda; demasiado educado para alzar una ceja, hizo lo que ella le solicitaba y le pidió un taxi. Como si salir a media noche fuera algo de lo más habitual, Anna le dio las gracias por su ayuda, se sentó en el asiento trasero del taxi como una fugitiva y se entretuvo mirando cómo las brillantes luces de la ciudad desfilaban por su ventana.

A las doce menos cuarto estaba sentada de nuevo en el sillón de la esquina del vestíbulo. Debajo del abrigo se había puesto el vestido nuevo que su madre le había comprado en Harrods, y todavía llevaba el pelo recogido en un moño bajo. Había mucho movimiento en el hotel, sobre todo teniendo en cuenta la hora que era. De pronto entró un grupo de jóvenes elegantes que irrumpió en la tranquilidad del vestíbulo con un estallido de risas. Deben de haber estado de fiesta en la ciudad, pensó Anna con envidia. Nadie parecía notar su presencia.

Puso la mano en el sillón que había junto al suyo y pasó los dedos por el cuero imaginando que todavía guardaba el calor de la presencia de Paco. Se había mostrado tan refinado. Había sido un verdadero caballero. Olía a colonia cara y procedía de una tierra exótica y muy lejana. Era culto, educado, guapo, y sin duda también rico. Era el príncipe con el que tanto había soñado. Anna sabía que la vida era algo más que Sean O'Mara y que el triste Glengariff.

Se quedó allí sentada, nerviosa y con la mirada clavada en la puerta. ¿Debía parecer expectante o indiferente? Decidió que estaría ridícula intentando parecer casual; al fin y al cabo, ¿qué otra cosa iba a estar haciendo en el vestíbulo del hotel a medianoche? Entonces se preguntó qué haría si él no se presentaba. Quizá le había tomado el pelo. Quizá no tenía ninguna intención de volver a verla. Probablemente estuviera por ahí con sus amigos, riéndose de ella como lo hacían sus primos de Glengariff.

Cuando el reloj dio las doce, Paco Solanas entró por las pesadas puertas del hotel. Vio a Anna de inmediato y en su rostro se dibujó una amplia sonrisa. Se dirigió hacia ella envuelto en su abrigo de cachemira azul marino y la tomó de la mano.

– Me hace feliz que haya venido -dijo a la vez que sus ojos centelleaban bajo el ala de su sombrero.

– A mí también -respondió ella mientras sentía cómo su mano temblaba entre las de él.

– Venga conmigo. -En ese instante pareció dudar-. ¡Por Dios! Pero si ni siquiera sé su nombre.

– Anna Melody O'Dwyer. Anna -replicó con una sonrisa que le dejó totalmente cautivado, inundándole de una exquisita calidez.

– Ana Melodía. Qué lindo. Es un nombre precioso, tan precioso como tú.

– Gracias. ¿Cuál es tu nombre?

– Paco Solanas.

– Paco. Encantada de conocerte -replicó con timidez, y él la llevó de la mano a la calle.

Hacia el final del día las nubes se habían marchado, y se encontraron caminando por las calles bajo un cielo limpio y estrellado. Hacía mucho frío; su aliento empañaba el aire helado, pero ninguno de los dos lo sentía. Pasearon por las callejuelas vacías hacia el Soho, hablando y riendo como dos viejos amigos, y luego bajaron hacia Leicester Square por las aceras resplandecientes, todavía húmedas por la llovizna.

Durante todo el tiempo Paco tuvo la mano de Anna entre la suya, y después de un rato a ella ya no le resultó extraño sino mucho más natural de lo que jamás se había sentido con Sean O'Mara. Paco le habló de Argentina, pintando en su mente un magnífico cuadro con el entusiasmo y la candidez de un verdadero contador de cuentos. Ella le habló poco de Irlanda. Creía que si Paco se enteraba de que no era rica como él, dejaría de estar interesado en ella, y eso era algo que no podía permitirse. Debía fingir que procedía de un entorno privilegiado. Pero a Paco le encantaba que fuera totalmente diferente de las chicas que conocía en Argentina y de toda la sofisticación que había conocido en las ciudades a las que había viajado. Anna era tosca y despreocupada. Cuando la besó, lo hizo con la intención de borrarle aquel horrible lápiz de labios.

A Anna nunca la habían besado así. Los labios de Paco eran cálidos y húmedos y tenía el rostro frío por el aire de la noche. La estrechó entre sus brazos y pegó los labios a los suyos con una pasión que Anna sólo había visto en las películas. Cuando por fin se separó de ella y la miró, se dio cuenta de que le había borrado por completo el maquillaje. Le gustó más así.

Se sentaron en el borde de una de las fuentes de Trafalgar Square y Paco volvió a besarla. Le quitó las horquillas del pelo y, deshaciéndole el moño con los dedos dejó que sus indómitos rizos le cayeran libremente por los hombros y por la espalda.

– ¿Por qué te recoges el pelo? -preguntó, pero antes de que Anna pudiera responder su boca volvía estar sobre la de ella, y con su lengua la exploraba suavemente con una fluida sensualidad que hizo que el estómago le flotara en el cuerpo como si en él un colibrí agitara sus alas-. Por favor, perdona que hable tan mal inglés -dijo instantes después, cogiéndole el rostro con una mano y acariciando con la otra el mechón de pelo que le cubría la sien-. Si pudiera decir esto en español sonaría más poético.