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– Jesús, María y José, Anna Melody, ¿te has vuelto loca? -soltó su tía cuando se enteró de la noticia. Emer tomó aire y sorbió el té con la mano temblorosa.

– Háblanos de él, Anna Melody -preguntó Emer con desmayo. Así que Anna les contó que habían pasado la noche paseando por las calles de Londres. No mencionó el beso; no creyó oportuno hacerlo delante de la tía Dorothy, puesto que ésta no era una mujer casada.

– ¿Has pasado la noche a solas con él en la calle? -estalló la tía Dorothy-. Pero, niña, ¿qué va a decir la gente? Pobre Sean O'Mara. Salir a hurtadillas de tu habitación en mitad de la noche, como cualquier ladronzuelo callejero. ¡Oh, Anna! -Se secó el sudor de la frente con un pañuelo de encaje-. Le conoces hace sólo unas horas. No sabes nada de él. ¿Cómo puedes confiar en él?

– La tía Dorothy tiene tazón, querida. No conoces a ese hombre. Doy gracias a Dios de que no te haya hecho ningún daño -dijo Emer con lágrimas en los ojos. La tía Dorothy aspiró para indicar que aprobaba que por una vez su hermana hubiera entrado en razón y que estaba de acuerdo con ella.

– ¿Hacerme daño? -chilló Anna, exasperada-. No, no me hizo ningún daño. Bailamos alrededor de la fuente. Nos dimos la mano. Me dijo que soy hermosa y que me amaba desde el momento en que me vio sentada en el vestíbulo. ¿Hacerme daño? Se ha adueñado de mi corazón, eso es de lo único de lo que puedo culparle -añadió con un melodramático suspiro.

– ¿Qué dirá tu padre? -dijo Emer, meneando la cabeza-. No creas ni por un momento que se va a quedar sentado viendo cómo te vas a un país extranjero. Tu padre y yo te queremos en Irlanda, cerca de nosotros. Eres nuestra única hija, Anna Melody, y te queremos.

– ¿Por qué al menos no le conoces, mamá? -sugirió Anna, esperanzada.

– ¿Conocerle? ¿Cuándo?

– Hoy en el salón de té Gunter's, en Park Lane -soltó con alegría sin poder reprimirse.

– Dios mío, lo tienes todo planeado, ¿verdad, jovencita? -rugió la tía Dorothy con desaprobación a la vez que se servía más café-. Me gustaría saber qué van a pensar sus padres.

– Dice que se van a alegrar por él.

– Seguro que sí -continuó la tía, hundiendo la papada en el cuello y asintiendo con un gesto que denotaba sabiduría-. Apuesto a que se pondrán locos de contento cuando se enteren de que su hijo se ha enamorado de una desconocida irlandesa que no tiene un solo penique. Una chica a la que sólo ha visto una vez.

– Dos -le corrigió Anna enfadada.

– Dos si cuentas el breve encuentro en el hotel. Debería avergonzarse de su comportamiento y perseguir a alguna chica de su clase y de su cultura.

– Quizá deberíamos conocerle, Dorothy -sugirió Emer, sonriendo cariñosamente a su hija que, furiosa, había apretado los labios y miraba a su tía con los ojos llenos de veneno.

– Bueno, eso sería típico de ti. Un sollozo de Anna Melody y saca de ti lo que quiera, como siempre -dijo la tía Dorothy-. Supongo que imaginas que te acogerán en su familia con los brazos abiertos, ¿verdad? Seguro que sí. La vida no es tan sencilla. Probablemente sus padres esperan que se case con alguna chica argentina, alguien de su clase y que pertenezca a su círculo de amigos. Desconfiarán de tí porque no saben nada de ti. Te quejas de que tus primos no paran de insultarte. Muy bien, ¿qué tal te suena «aventurera»? Oh, sí, me dirás que estoy siendo injusta y dura contigo, pero sólo intento enseñarte ahora lo que la vida te enseñará más adelante. Piénsalo bien, Anna Melody, y acuérdate de que la hierba siempre es más verde en el otro lado.

Anna cruzó los brazos y miró, implorante, a su madre. La tía Dorothy siguió sentada en la silla con la espalda tensa y volvió a tomar un sorbo de café, aunque sin su entusiasmo habitual. Emer siguió con la mirada clavada en su taza de té, preguntándose qué hacer.

– ¿Y si pudieras quedarte un tiempo en Londres? Quizá podrías encontrar un trabajo, no sé. Puede que haya una forma que te permita conocerle mejor. Quizá pueda venir a Irlanda y conocer a Dermot -sugirió Emer intentando encontrar una vía intermedia.

– ¡No! -reaccionó Anna con rapidez-. No puede ir a Glengariff. No, no puede. Papá puede venir y conocerle aquí, en Londres.

– ¿Te da miedo que deje de quererte si ve de dónde vienes? -soltó la tía Dorothy-. Si de verdad te quiere, eso le dará igual.

– Oh, no sé, Anna Melody. No sé qué hacer -suspiró Emer con tristeza.

– Por favor, ven a conocerle. Cuando le veas sabrás por qué le amo tanto -dijo Anna, dirigiéndose a su madre e ignorando deliberadamente a la tía Dorothy.

Emer sabía que había poco que ella o cualquiera pudiera hacer para detener a Anna Melody cuando se proponía algo. Había heredado esa veta testaruda de su padre.

– De acuerdo -terminó cediendo con un gesto cansado-. Le conoceremos.

♦ ♦ ♦

Emer y la tía Dorothy estaban sentadas, totalmente envaradas, a una mesa situada en una esquina del salón de té. La tía Dorothy había pensado que lo más adecuado sería sentarse lo más lejos posible del resto de los clientes del salón. «Nunca puede una estar segura de quién tiene al lado», había dicho. Anna estaba nerviosa. Jugaba con los cubiertos y fue al servicio dos veces en diez minutos. Cuando volvió a la mesa por segunda vez, anunció que esperaría a Paco en la calle.

– ¡No harás nada semejante! -resopló la tía Dorothy. Pero Emer le dijo que fuera.

– Haz lo que te haga sentir más cómoda, querida -le dijo.

Anna esperó fuera, en mitad del frío, sin dejar de mirar una y otra vez a la calle para ver si podía reconocer a Paco entre los rostros desconocidos que caminaban hacia ella. Cuando por fin le vio, alto y guapo bajo la afilada ala de su sombrero, pensó: «Este es el hombre con el que voy a casarme», y sonrió de puro orgullo. Él andaba seguro de sí mismo, mirando a la gente que le rodeaba como si estuvieran hechos para hacerle la vida más cómoda. Hacía gala de la lánguida despreocupación de un gallardo virrey español que estaba convencido de que su supremacía jamás se vería amenazada. El dinero había puesto el mundo a sus pies. La vida había sido generosa con él. Él no esperaba menos.

Paco sonrió a Anna, la tomó de las manos y le besó en la mejilla. Después de decirle que no debería estar esperándole fuera con ese frío y llevando un vestido tan fino, entraron en el caluroso salón de té, juntos. Ella le explicó brevemente que su padre no estaba allí; tenía que atender unos negocios en Irlanda. Paco se mostró decepcionado. Había esperado pedir de inmediato la mano de Anna. Era tan impaciente como ardiente.

Emer y la tía Dorothy los vieron acercarse a la mesa, sorteando los grupitos de pequeñas mesas redondas dispuestas en la sala como hojas de nenúfar en un estanque, cubiertas de teteras de plata y tazas de porcelana, pirámides de pastas de té y pedazos de torta, alrededor de las cuales la gente más distinguida y elegante charlaba en voz baja. Lo que de inmediato sorprendió a Emer fue la actitud de superioridad con la que Paco se comportaba y la nobleza de su mirada. Tenía un aire de privilegiada languidez y de elegancia natural que, según le pareció a Emer, debían de formar parte del mundo encantado del que procedía. En ese momento le aterró la idea de que su hija hubiera nadado demasiado lejos de la orilla y que fuera a tener graves problemas para dominar las fuertes corrientes submarinas que su nueva situación comportaría. La tía Dorothy pensó que era el hombre más guapo que había visto en su vida y sintió una amarga punzada de resentimiento al ver que su sobrina, a pesar de lo caprichosa y consentida que era, había ganado el corazón de ese caballero cuando el destino había apartado esa posibilidad de su pasado y, sin duda alguna, también de su futuro.