Выбрать главу

– Siéntate un momento, Anna Melody. Me estás mareando -resolló la tía Dorothy, palideciendo.

– Es que soy tan feliz que me pondría a bailar -replicó Anna, empezando a bailar un vals imaginario-. Paco es tan romántico; es como una estrella de Hollywood. -Suspiró y siguió dando vueltas sobre el suelo alfombrado.

– Tienes que pensar muy en serio en todo esto. El matrimonio no es sólo pasión -dijo su madre, midiendo sus palabras-. Este joven vive en un país lejano. Puede que no vuelvas a ver Irlanda.

– Me da igual Glengariff. El mundo se está abriendo para mí, mamá. ¿Qué hay para mí en Glengariff? -Su madre pareció dolida y reprimió un sollozo. No podía permitir que sus sentimientos influyeran en la decisión de su hija, aunque tenía enormes deseos de tirarse a sus pies y rogarle que se quedara. No se creía capaz de vivir sin ella.

– Tu familia, eso es lo que tienes en Glengariff-intervino la tía Dorothy enfadada-. Una familia que te adora. No la menosprecies, niña. La vida no es sólo riquezas. Aprenderás eso de la forma más dolorosa.

– Cálmate, tía Dorothy. Amo a Paco. No me importa si es rico. Le amaría aunque fuera un mendigo -dijo Anna imperiosa.

– El amor es un sentimiento que crece con el tiempo. No te apresures -dijo su madre indulgente-. No estamos hablando de París o de Londres, Anna, estamos hablando de un país que está en el otro extremo del mundo. Hablan otra lengua, tienen otra cultura. Echarás de menos tu casa -añadió, quedándose sin respiración y recuperando a continuación la compostura.

– Puedo aprender español. Miren, ya puedo decir «te amo» -dijo Anna, echándose a reír-. Te amo, te amo.

– Es tu decisión, querida, pero tendrás que convencer a tu padre -cedió Emer embargada por la tristeza.

– Gracias, mamá. La tía Dorothy es una vieja cínica -bromeó Anna.

– Oh, ¿y no has pensado ni por un momento en Sean? Supongo que crees que podrás retomar las cosas con él donde las dejaste si todo sale mal.

– ¡No, tía Dorothy! -jadeó Anna-. Además, no va a salir mal -añadió con firmeza.

– Es demasiado bueno para ti.

– De verdad, Dorothy -la reprendió Emer, nerviosa-. Anna ya es mayorcita y sabe lo que le conviene.

– No estoy tan segura, Emer. No habéis pensado en ese pobre joven que tan bueno ha sido siempre contigo. ¿Te tiene sin cuidado lo que sea de él? Está deseando construir un futuro con la mujer a la que ama, y tú no haces más que echarle sus sueños a la cara sin el menor atisbo de sensibilidad. Emer, Dermot y tú habéis mimado tanto a esta niña que sólo es capaz de pensar en sí misma. No le habéis enseñado a pensar en los demás.

– Por favor, Dorothy. Este es un gran momento para Anna.

– Y un momento terrible para Sean O'Mara -bufó la tía Dorohty testaruda, cruzándose de brazos.

– ¿Y qué puedo hacer si me he enamorado de Paco? ¿Qué esperas, tía Dorothy? ¿Que haga oídos sordos a mi corazón y vuelva con el hombre al que ya no amo? -dijo Anna melodramática, dejándose caer en una silla.

– Vamos, vamos, Anna Melody, tranquila. Tu tía y yo sólo queremos lo mejor para ti. Todo esto nos tiene un poco impactadas. Mejor que rompas ahora con Sean y no que tengas que arrepentirte cuando ya sea demasiado tarde. Una vez que te hayas casado, lo habrás hecho para el resto de tu vida -dijo Emer, acariciando con dulzura la larga melena pelirroja de su hija.

La tía Dorothy soltó un profundo suspiro. No había nada que hacer. ¿Cuántas escenas como esa había presenciado? Cientos. No tenía sentido intentar poner las cosas en su sitio. El destino lo hará por mí, se dijo.

– Sólo estoy siendo realista -admitió, adoptando un tono de voz más suave-. Soy más vieja que tú y más sabia, Anna. Como siempre dice tu padre: «El conocimiento puede adquirirse, la sabiduría llega con la experiencia». Por supuesto, tiene toda la razón. Dejaré que la vida te enseñe.

– Te queremos, Anna Melody. No nos gustaría que te equivocaras. Oh, ojalá tu padre hubiera estado aquí. ¿Qué va a decir? -preguntó su madre, temerosa.

Las mejillas de Dermot O'Dwyer enrojecieron paulatinamente hasta que sus enormes ojos grises parecían querer salársele de las órbitas. Caminaba de un extremo a otro de la habitación sin saber qué decir. No iba a permitir que su única hija desapareciera en un país dejado de la mano de Dios ubicado en la otra punta del planeta para casarse con un hombre al que conocía desde hacía sólo veinticuatro horas.

– Jesús, María y José, niña. ¿A qué se debe todo esto? Ya sé, ha sido la fiebre de Londres. Te casarás con el joven Sean aunque tenga que llevarte yo mismo a rastras a la iglesia -dijo furioso.

– No me casaré con Sean aunque me pongas una pistola en la cabeza, papá -gritó Anna desafiante con la cara cubierta de lágrimas. Emer intentó intervenir.

– Es un hombre estupendo, Dermot. Muy guapo y maduro. Te habría impresionado.

– Como si es el maldito rey de Buenos Aires. No pienso permitir que mi hija se case con un extranjero. Creciste en Irlanda y te quedarás en Irlanda -bramó, sirviéndose un buen vaso de whisky y bebiéndoselo de un trago. Emer se dio cuenta de que le temblaban las manos, y el dolor que percibió en su marido le rompió el corazón. Dermot enseñaba los dientes a cualquiera que se le acercara como un animal herido.

– Me iré a Argentina aunque tenga que nadar hasta allí. Sé que es el hombre para mí, papá. No amo a Sean. Nunca le he amado. Sólo fingí que le amaba para complacerte, porque no había nadie más. Pero ahora he visto al hombre que me corresponde por destino. ¿No puedes ver que Dios ha querido que nos encontráramos? Estaba escrito -dijo Anna, y sus ojos imploraron a su padre para que entendiera y cediera.

– ¿De quién fue la idea de que fueras a Londres? -preguntó él, lanzando una mirada acusadora a su mujer. La tía Dorothy había salido. «He dicho lo que tenía que decir», habían sido sus últimas palabras antes de cerrar tras de sí la puerta. Emer miró a su alrededor desesperanzada y meneó la cabeza.

– No sabíamos que esto iba a ocurrir. Podría haber ocurrido en Dublín -dijo a la vez que le temblaban los labios. Conocía a su marido lo suficiente para saber que al final terminaría por dejarla marchar. Siempre terminaba por ceder a los deseos de Anna Melody.

– Dublín es diferente. No pienso dejar que te vayas a Argentina cuando sólo hace cinco minutos que conoces a ese hombre -dijo Dermot, llevándose la botella de whisky a los labios y dándole un buen trago-. Por lo menos en Dublín podremos cuidar de ti.

– ¿Por qué no puedo ir a trabajar a Londres? El primo Peter lo hizo -sugirió Anna esperanzada.

– ¿Y dónde vivirías? Responde, anda. No conozco a nadie en Londres, y desde luego no podemos pagarte un hotel -replicó su padre.

– Paco tiene un primo que se acaba de casar y que vive en Londres. Dice que podría vivir en su casa. Podría encontrar un trabajo, papá. ¿Puedes darme seis meses? Por favor, dame la oportunidad de que le conozca. Si después de seis meses todavía le amo, ¿dejarás que venga a pedirte permiso para casarse conmigo? -Dermot se dejó caer en una silla con aspecto derrotado. Anna se arrodilló en el suelo y puso la mejilla sobre la mano de su padre-. Por favor, papá. Por favor, deja que averigüe si es el hombre adecuado para mí. Si no lo hago, lo lamentaré el resto de mi vida. Por favor, no me obligues a casarme con el hombre al que no amo, un hombre cuyas caricias no serán bien recibidas. Por favor, no me obligues a pasar por eso -dijo, haciendo especial hincapié en la palabra «eso», a sabiendas de que la idea de verse sometida a las exigencias sexuales de un hombre al que no amaba bastaría para debilitar la resolución de su padre.